Formalmente, porque así lo declara el artículo 1 de la Constitución, España es un Estado Social y Democrático de Derecho, además de reconocerse aconfesional en el artículo 16, que señala que “ninguna confesión tendrá carácter estatal”. Sin embargo, en los últimos años, determinadas iniciativas gubernamentales parecen perseguir un Estado policial y confesionalmente católico, haciendo caso omiso a lo que dicta la Carta Magna.
Poco a poco, pero de manera inexorable, decisiones del Gobierno contradicen la Constitución al elaborar leyes restrictivas e imponer normas que atentan contra principios y valores que debieran ser preservados por los poderes públicos de un Estado democrático.
Arguyendo una supuesta seguridad, se adoptan medidas que limitan derechos y libertades que la Constitución reconoce a los españoles, lo que conlleva una peligrosa deriva autoritaria, más propia de un Estado policial. Al mismo tiempo, destacados miembros del Gobierno se comportan como ministros de culto, encomendándose a vírgenes, condecorando imágenes, manteniendo crucifijos en despachos u oficinas públicas y reconociendo la supremacía de la religión en el ámbito civil y, según la Constitución, laico o aconfesional.
Ambas tendencias son intencionadas por parte del Gobierno conservador del Partido Popular en su empeño por imponer un determinado modelo social, aunque sean contrarias a la letra y el espíritu de la Carta Magna.
Esta situación viene de antiguo, desde que la gente se lanzara a las calles en manifestaciones y “mareas” de protesta por los recortes, los despidos, los desahucios, las leyes sectarias en la educación, las privatizaciones en la sanidad, los copagos y repagos en medicamentos y prestaciones sanitarias, la austeridad empobrecedora, las subidas de impuestos y, en definitiva, frente a todas las medidas que iban encaminadas a desmontar nuestro Estado del Bienestar. Viene, incluso, de antes que el fenómeno de los indignados llenara plazas y calles contra lo que los ciudadanos consideran un atentado a sus derechos sociales e individuales.
Frente a ese rechazo popular, el Gobierno puso en marcha prohibiciones y arbitró medidas que cercenan el Estado de Derecho, permitiendo a la policía determinar y castigar todo lo relacionado con el orden público sin que medie un juez para esclarecer la colisión de derechos o la comisión de un presunto delito. El amparo gubernamental a la acción policial es tal que los excesos policiales, la desproporcionalidad en el uso de la fuerza y las arbitrariedades represivas quedan impunes y, en algunos casos, son condecoradas por el poder político.
Eso es, exactamente, lo que ha pasado con los guardias civiles que recientemente el ministro de Interior, Jorge Fernández Díaz, condecoró con la Cruz al Mérito, con distintivo blanco, por el servicio que prestaron en el perímetro fronterizo de Melilla. Son los agentes policiales, absueltos judicialmente de los delitos que se les imputaban, que hacen bajar de las vallas a garrotazos a los inmigrantes que intentan entrar en España y los devuelven en caliente al otro lado de la frontera, evidenciando un trato degradante y del todo irrespetuoso con la dignidad que merece cualquier ser humano, disponga o no de papeles.
El Estado policial, auspiciado por una Ley Mordaza que confiere amplias potestades represoras a la policía, cubre de impunidad los excesos que cometen los miembros de los Cuerpos y Fuerzas del Orden Público en su acción represiva a la hora de enfrentarse y disolver cualquier protesta pública o manifestación.
Así, deja sin castigo que se destroce el ojo de una mujer, que ni siquiera participaba en manifestación alguna, por disparo de bala de goma que alegremente se empleó contra una revuelta en Barcelona. Aunque se cursó la oportuna denuncia, el juez no ha podido condenar a los responsables del atentado contra la integridad física de una ciudadana a causa de las evasivas, las distintas versiones dadas por la policía y unas leyes que supeditan las libertades a la seguridad y el orden.
No es algo casual, sino lo que se buscaba con la reforma del Código Penal y la Ley de Protección de la Seguridad Ciudadana, aprobadas en 2015. Ahora es el criterio policial el que determina y sanciona lo que antes eran actos penalizados como delitos, y por tanto de competencia judicial, y ahora transformados en infracciones administrativas, de competencia gubernamental. El atestado policial se convierte automáticamente en veredicto y fallo.
Por eso, incluso, se puede disparar balas de goma a gente que está en el mar, intentando alcanzar la playa, como sucedió en las inmediaciones de Tarajal (Marruecos), donde murieron 15 personas de las 400 que pretendían entrar en suelo de Ceuta, sin que los 16 guardias civiles imputados por esos hechos fueran condenados y resultaran absueltos, archivándose la querella. El ministro del ramo se muestra también orgulloso de esta valerosa actuación de nuestras fuerzas de seguridad fronteriza y la pone de ejemplo a sus conmilitones de Europa ante el desafío que representan los refugiados.
Jorge Fernández es el miembro del Gobierno que, además de propugnar un Estado policial, hace exhibición de sus creencias religiosas a título institucional, que no personal, concediendo la más alta condecoración policial –Medalla de Oro al Mérito Policial– a la Virgen del Amor, de la Cofradía del Rico, de Málaga, como antes impuso la Cruz de Plata de la Guardia Civil a la Virgen de los Dolores de Archidona, también en Málaga.
Aunque es posible que estas vírgenes reúnan méritos policiales para ser galardonadas, cosa que exige una fe ciega, no se corresponde la iniciativa gubernamental con la de un Estado aconfesional, en el que ninguna confesión debería tener carácter estatal.
Sin embargo, el Gobierno de España promueve demostraciones públicas religiosas a la hora de jurar cargos sobre la Biblia –Luis de Guindos y Soraya Sáenz de Santamaría– y manteniendo un crucifijo sobre la mesa. O que este ministro se encomiende a una santa para que interceda por la recuperación de España. Y es que el ministro de las balas de goma es muy religioso, como su compañera de Empleo, Fátima Báñez, que se encomienda a la Virgen del Rocío para salir de la crisis.
Estos fervores religiosos de personalidades públicas no dejan de ser anecdóticos, si no constituyeran síntomas de una actitud gubernamental mucho más grave por evitar una efectiva separación entre la Iglesia y el Estado con acciones que visibilicen la presencia de la Iglesia Católica en la esfera civil y el Estado. La deriva “católica” de la España supuestamente “aconfesional” viene determinada por los Acuerdos entre el Estado y la Santa Sede (Concordato), por los que el Estado se compromete a contribuir en la financiación del clero, se hace cargo del mantenimiento del patrimonio cultural y artístico de la Iglesia, retribuye al profesorado de religión, abona la prestación de servicios religiosos en cárceles, hospitales, cuarteles... exime a la Iglesia de pagar impuestos, facilita el adoctrinamiento religioso en la escuela con la asignatura de religión, que no debería figurar en la enseñanza pública, y permite el privilegio de los centros de enseñanza privados católicos mediante subvenciones como centros concertados...
Además, confiere trato de favor a la confesión católica, como si fuera la religión nacional, al incluir la posibilidad de señalar con una “X” la asignación tributaria en la declaración de la renta de las personas físicas (IRPF).
Con este empeño del Gobierno por mantener bajo tutela moral católica, no sólo a la sociedad española, sino incluso la actuación de sus poderes públicos y las políticas que implementan (la injerencia católica en la elaboración de la ley del aborto, es prueba de ello), pone de manifiesto que las anécdotas que protagonizan los más fervorosos de sus ministros, lejos de ser “puntuales”, forman parte de una estrategia perfectamente elaborada para afianzar la confesionalidad del Estado, católico, por supuesto.
De mismo modo, las leyes e iniciativas que cercenan el Estado de Derecho, limitando derechos y libertades en aras de una supuesta e indeterminada seguridad, vienen promovidas intencionadamente por un afán de convertir España en un Estado policial, en el que el Gobierno asume las competencias de juzgar y castigar, hurtando a los jueces las atribuciones en materia de orden público.
El mayor logro del Gobierno conservador del Partido Popular, aparte de sus recortes y ajustes causantes del empobrecimiento de la población, es ese modelo de sociedad que está imponiendo basado en el miedo, miedo a la libertad, que propala con la amenaza de las porras policiales y los anatemas morales en una España policial y católica.
Poco a poco, pero de manera inexorable, decisiones del Gobierno contradicen la Constitución al elaborar leyes restrictivas e imponer normas que atentan contra principios y valores que debieran ser preservados por los poderes públicos de un Estado democrático.
Arguyendo una supuesta seguridad, se adoptan medidas que limitan derechos y libertades que la Constitución reconoce a los españoles, lo que conlleva una peligrosa deriva autoritaria, más propia de un Estado policial. Al mismo tiempo, destacados miembros del Gobierno se comportan como ministros de culto, encomendándose a vírgenes, condecorando imágenes, manteniendo crucifijos en despachos u oficinas públicas y reconociendo la supremacía de la religión en el ámbito civil y, según la Constitución, laico o aconfesional.
Ambas tendencias son intencionadas por parte del Gobierno conservador del Partido Popular en su empeño por imponer un determinado modelo social, aunque sean contrarias a la letra y el espíritu de la Carta Magna.
Esta situación viene de antiguo, desde que la gente se lanzara a las calles en manifestaciones y “mareas” de protesta por los recortes, los despidos, los desahucios, las leyes sectarias en la educación, las privatizaciones en la sanidad, los copagos y repagos en medicamentos y prestaciones sanitarias, la austeridad empobrecedora, las subidas de impuestos y, en definitiva, frente a todas las medidas que iban encaminadas a desmontar nuestro Estado del Bienestar. Viene, incluso, de antes que el fenómeno de los indignados llenara plazas y calles contra lo que los ciudadanos consideran un atentado a sus derechos sociales e individuales.
Frente a ese rechazo popular, el Gobierno puso en marcha prohibiciones y arbitró medidas que cercenan el Estado de Derecho, permitiendo a la policía determinar y castigar todo lo relacionado con el orden público sin que medie un juez para esclarecer la colisión de derechos o la comisión de un presunto delito. El amparo gubernamental a la acción policial es tal que los excesos policiales, la desproporcionalidad en el uso de la fuerza y las arbitrariedades represivas quedan impunes y, en algunos casos, son condecoradas por el poder político.
Eso es, exactamente, lo que ha pasado con los guardias civiles que recientemente el ministro de Interior, Jorge Fernández Díaz, condecoró con la Cruz al Mérito, con distintivo blanco, por el servicio que prestaron en el perímetro fronterizo de Melilla. Son los agentes policiales, absueltos judicialmente de los delitos que se les imputaban, que hacen bajar de las vallas a garrotazos a los inmigrantes que intentan entrar en España y los devuelven en caliente al otro lado de la frontera, evidenciando un trato degradante y del todo irrespetuoso con la dignidad que merece cualquier ser humano, disponga o no de papeles.
El Estado policial, auspiciado por una Ley Mordaza que confiere amplias potestades represoras a la policía, cubre de impunidad los excesos que cometen los miembros de los Cuerpos y Fuerzas del Orden Público en su acción represiva a la hora de enfrentarse y disolver cualquier protesta pública o manifestación.
Así, deja sin castigo que se destroce el ojo de una mujer, que ni siquiera participaba en manifestación alguna, por disparo de bala de goma que alegremente se empleó contra una revuelta en Barcelona. Aunque se cursó la oportuna denuncia, el juez no ha podido condenar a los responsables del atentado contra la integridad física de una ciudadana a causa de las evasivas, las distintas versiones dadas por la policía y unas leyes que supeditan las libertades a la seguridad y el orden.
No es algo casual, sino lo que se buscaba con la reforma del Código Penal y la Ley de Protección de la Seguridad Ciudadana, aprobadas en 2015. Ahora es el criterio policial el que determina y sanciona lo que antes eran actos penalizados como delitos, y por tanto de competencia judicial, y ahora transformados en infracciones administrativas, de competencia gubernamental. El atestado policial se convierte automáticamente en veredicto y fallo.
Por eso, incluso, se puede disparar balas de goma a gente que está en el mar, intentando alcanzar la playa, como sucedió en las inmediaciones de Tarajal (Marruecos), donde murieron 15 personas de las 400 que pretendían entrar en suelo de Ceuta, sin que los 16 guardias civiles imputados por esos hechos fueran condenados y resultaran absueltos, archivándose la querella. El ministro del ramo se muestra también orgulloso de esta valerosa actuación de nuestras fuerzas de seguridad fronteriza y la pone de ejemplo a sus conmilitones de Europa ante el desafío que representan los refugiados.
Jorge Fernández es el miembro del Gobierno que, además de propugnar un Estado policial, hace exhibición de sus creencias religiosas a título institucional, que no personal, concediendo la más alta condecoración policial –Medalla de Oro al Mérito Policial– a la Virgen del Amor, de la Cofradía del Rico, de Málaga, como antes impuso la Cruz de Plata de la Guardia Civil a la Virgen de los Dolores de Archidona, también en Málaga.
Aunque es posible que estas vírgenes reúnan méritos policiales para ser galardonadas, cosa que exige una fe ciega, no se corresponde la iniciativa gubernamental con la de un Estado aconfesional, en el que ninguna confesión debería tener carácter estatal.
Sin embargo, el Gobierno de España promueve demostraciones públicas religiosas a la hora de jurar cargos sobre la Biblia –Luis de Guindos y Soraya Sáenz de Santamaría– y manteniendo un crucifijo sobre la mesa. O que este ministro se encomiende a una santa para que interceda por la recuperación de España. Y es que el ministro de las balas de goma es muy religioso, como su compañera de Empleo, Fátima Báñez, que se encomienda a la Virgen del Rocío para salir de la crisis.
Estos fervores religiosos de personalidades públicas no dejan de ser anecdóticos, si no constituyeran síntomas de una actitud gubernamental mucho más grave por evitar una efectiva separación entre la Iglesia y el Estado con acciones que visibilicen la presencia de la Iglesia Católica en la esfera civil y el Estado. La deriva “católica” de la España supuestamente “aconfesional” viene determinada por los Acuerdos entre el Estado y la Santa Sede (Concordato), por los que el Estado se compromete a contribuir en la financiación del clero, se hace cargo del mantenimiento del patrimonio cultural y artístico de la Iglesia, retribuye al profesorado de religión, abona la prestación de servicios religiosos en cárceles, hospitales, cuarteles... exime a la Iglesia de pagar impuestos, facilita el adoctrinamiento religioso en la escuela con la asignatura de religión, que no debería figurar en la enseñanza pública, y permite el privilegio de los centros de enseñanza privados católicos mediante subvenciones como centros concertados...
Además, confiere trato de favor a la confesión católica, como si fuera la religión nacional, al incluir la posibilidad de señalar con una “X” la asignación tributaria en la declaración de la renta de las personas físicas (IRPF).
Con este empeño del Gobierno por mantener bajo tutela moral católica, no sólo a la sociedad española, sino incluso la actuación de sus poderes públicos y las políticas que implementan (la injerencia católica en la elaboración de la ley del aborto, es prueba de ello), pone de manifiesto que las anécdotas que protagonizan los más fervorosos de sus ministros, lejos de ser “puntuales”, forman parte de una estrategia perfectamente elaborada para afianzar la confesionalidad del Estado, católico, por supuesto.
De mismo modo, las leyes e iniciativas que cercenan el Estado de Derecho, limitando derechos y libertades en aras de una supuesta e indeterminada seguridad, vienen promovidas intencionadamente por un afán de convertir España en un Estado policial, en el que el Gobierno asume las competencias de juzgar y castigar, hurtando a los jueces las atribuciones en materia de orden público.
El mayor logro del Gobierno conservador del Partido Popular, aparte de sus recortes y ajustes causantes del empobrecimiento de la población, es ese modelo de sociedad que está imponiendo basado en el miedo, miedo a la libertad, que propala con la amenaza de las porras policiales y los anatemas morales en una España policial y católica.
DANIEL GUERRERO