Lo que nos prohíben es lo que más nos atrae. Solo descanso los domingos, por lo que trato mi tiempo libre con el mismo cariño que el jamón al vacío que me he traído y he escondido en mi cuarto. Lo dosifico en la justa medida: lo suficiente para disfrutarlo, pero sin dejarme arrastrar hasta el punto de no saborearlo.
Desde el sábado por la noche empieza mi momento de conciencia presente, me muevo a cámara lenta, sintiendo que ese tiempo es muy valioso porque es el único que tengo para mí.
Este domingo he vuelto desde hace muchos años al Museo Rodin. Recuerdo que cuando tenía 15 años pasé todo el mes de julio en París interna, por supuesto, en un colegio de monjas. Algunos días nos obligaban a hacer excursiones culturales. Y digo "obligaban" porque en su objetivo de formar a las hijas de la élite económica, el tener conocimientos sobre cultura era fundamental, pero no por la parte plástica o estética y el disfrute de los sentidos –"disfrute" era sinónimo de "pecado"–, no. El arte era visto como un complemento o adorno más de la mujer, como si poder mantener una conversación sobre un cuadro fuese el mejor collar que te puedes poner para una cena importante.
Nos llevaron al Louvre y al Museo d'Orsay, una antigua estación de tren llena de maravillosos cuadros impresionistas y con unas vistas preciosas del Sacré Coeur desde la terraza de la cafetería. El Museo Rodin estaba "interdit". Prohibidísimo. No sé si creían que alguna de nosotras iba a traspasar su Puerta del Infierno e iba a descubrir que no era un mal sitio...
De modo que yo, que había estudiado al escultor y que me maravillaba ese hombre sentado reclinado hacia delante por el peso de sus ideas y que quería verlo y analizarlo, no pude. Tuve que esperar hasta los 22 para contemplar El Pensador y dejarme arrastrar por esa impresionante escultura de un hombre bien torneado que piensa en medio de un jardín parecido al del Edén.
Sigo sintiendo la misma emoción y escalofríos que entonces. Ahora entiendo a las monjas: es el museo más sensual que existe. La luz que entra por los ventanales y acaricia sin pudor los blancos cuerpos humanos; la carnalidad de las figuras; los espacios abiertos que invitan a desnudarte para ser una de ellas; los jardines llenos de pecadores; esas manos grandes e inmaculadas que parecen ofrecerte mil caricias... Y ese beso intenso y eterno de dos amantes que están a punto de caer en la pasión. Me ha vuelto a pasar: se me ha escapado otro suspiro.
Desde el sábado por la noche empieza mi momento de conciencia presente, me muevo a cámara lenta, sintiendo que ese tiempo es muy valioso porque es el único que tengo para mí.
Este domingo he vuelto desde hace muchos años al Museo Rodin. Recuerdo que cuando tenía 15 años pasé todo el mes de julio en París interna, por supuesto, en un colegio de monjas. Algunos días nos obligaban a hacer excursiones culturales. Y digo "obligaban" porque en su objetivo de formar a las hijas de la élite económica, el tener conocimientos sobre cultura era fundamental, pero no por la parte plástica o estética y el disfrute de los sentidos –"disfrute" era sinónimo de "pecado"–, no. El arte era visto como un complemento o adorno más de la mujer, como si poder mantener una conversación sobre un cuadro fuese el mejor collar que te puedes poner para una cena importante.
Nos llevaron al Louvre y al Museo d'Orsay, una antigua estación de tren llena de maravillosos cuadros impresionistas y con unas vistas preciosas del Sacré Coeur desde la terraza de la cafetería. El Museo Rodin estaba "interdit". Prohibidísimo. No sé si creían que alguna de nosotras iba a traspasar su Puerta del Infierno e iba a descubrir que no era un mal sitio...
De modo que yo, que había estudiado al escultor y que me maravillaba ese hombre sentado reclinado hacia delante por el peso de sus ideas y que quería verlo y analizarlo, no pude. Tuve que esperar hasta los 22 para contemplar El Pensador y dejarme arrastrar por esa impresionante escultura de un hombre bien torneado que piensa en medio de un jardín parecido al del Edén.
Sigo sintiendo la misma emoción y escalofríos que entonces. Ahora entiendo a las monjas: es el museo más sensual que existe. La luz que entra por los ventanales y acaricia sin pudor los blancos cuerpos humanos; la carnalidad de las figuras; los espacios abiertos que invitan a desnudarte para ser una de ellas; los jardines llenos de pecadores; esas manos grandes e inmaculadas que parecen ofrecerte mil caricias... Y ese beso intenso y eterno de dos amantes que están a punto de caer en la pasión. Me ha vuelto a pasar: se me ha escapado otro suspiro.
MARÍA JESÚS SÁNCHEZ