Sumergirse en la historia del vino, hablar del vino, es hablar del homo sapiens a lo largo de toda su trayectoria vital como ser que sabe reconocer los caminos. Y claro, hablar del vino para lectores de una de las tierras ibéricas que más entienden de vinos, es en extremo difícil. Pero este teclado, como de vino solo sabe que el Montilla-Moriles está muy bueno, no va a pasar a nomenclaturas de cómo, según un dicho popular, de algo que acaba arrugado y más bien tirando a feo como es una pasa, la mano del hombre lo convierte en algo tan hermoso como es, fue y lo será por siempre el vino.
Dicen que la expresión más sincera del afloramiento de los sentimientos humanos acontece cuando los hombres beben con moderación un poco de vino. Probablemente esa sea la razón por la cual no se suele ver vino en las reuniones del G-10 o del G-20 ni en lo que tiene que ser sosísimo: los consejos de ministros españoles, porque se le ve alegre y felices a los incultos y correveidiles ministros españoles que no ponen ni una jarra de vino para que haga de máquina de la verdad y dejen de mentir tanto. O, en caso contrario y abusen de su bebida, produzca su efecto narcótico y nos dejen en paz con sus clásicas chorradas, porque tendría su minuto verlos a ellos y a ellas pasados de vueltas por causa de la bebida.
Como la crónica de nuestro tiempo reciente hay que volver a reescribirla desde ya, dejando de lado milongas camperas que nos han contado desde los monoteísmos trinitarios o unitarios, en lo que respecto al vino, y a su siempre hermoso soporte como es la parra o la viña, aunque no sabemos con exactitud cuándo emergió sobre las tierras cálidas tan importante arboladura soportadora de los racimos de uva, podemos perfectamente aceptar que hace mucho más de ocho mil años, por los montes orientales a nosotros, por los montes Zagros, que se elevan por los actuales Irán e Irak, acompañando al proceso expansivo del hombre, aquella originaria parra dioica, muy a la española, porque la había, macho y hembra harto definida, poco a poco, en ese gran triunfo para la supervivencia humana que fue la domesticación de las plantas. Y surgió debido a la intervención del hombre en la difícil tarea que es la agricultura, la parra monoica, hermafrodita, todo un triunfo a festejar con un buen vaso alzado.
Al ser el vino un compañero inseparable del hombre, y desde que ciertos hombres vieron que los miedos de los hombres por el más allá se podían comercializar, hombre, vino y religión caminan de la mano y, conociendo a uno de los tres componentes, se puede conocer mejor a cualquiera de los otros dos, siempre dentro de la prudencia de la seriedad histórica que garantiza la bebida moderada del vino.
Por eso sabemos que con anterioridad al año 480 de nuestra cuenta del tiempo, en la Ibérica, el amor que había por el vino, mucho más que por las pasas o por posible arrope que se hiciera con las uvas, llevó a las gentes pobladoras de la Península a que uno de sus reyes, un tal Eurico, legislara su conocido como Código Eurico, mediante el cual, a diferencia de los desastres interesados que nos envía en la actualidad la incomprensible –para el pueblo– Europa, aunque nuestros politiquillos lo vean más claro que el agua, todo aquel que arrancara una cepa de parra era castigado a tener que plantar dos y ser responsable de su buena germinación y triunfo vegetal.
Los emires o califas de la dinastía Omeya, en contra de lo que siempre la crónica cristiana moderna ha querido darle anotación sobresaliente sobre su odio al vino y al parral, pasando por alto lo mucho y bueno que al respecto escribió el denso y culto historiador cordobés Ibn Hayán en los primeros años del pasado milenio, el sirio Abderraman I, primer emir califa que se independizó de Bagdad, no solo es que no condenó la bebida con moderación de vino, sino que adelantándose a la medicina española y mediterránea en general, recomendaba lo siempre dicho de un vasito de buen vino en las comidas, siempre que no se estuviera todo el día comiendo.
Claro que los hubo jodedores, como el tal Alhakam, no el padre de Abd al Raman II –que tanto él mismo como su hijo siguieron en la sana costumbre del primer emir de Córdoba de recomendar la bebida moderada del vino– sino Alhakan –no le voy a poner número para que se fastidie– que, en un irresponsable ataque contra los recursos al estilo de un comisario europeo, entendió a la mala manera que ellos entienden que en la destrucción de recursos agrícolas ganamos todos, cuando está demostrado todo lo contrario.
Las gentes de aquel entonces tuvieron que frenarlo porque se levantó una mañana con el pie equivocado y quiso acabar con algo que es compañero del hombre desde que se conocieron hace ya muchos agraciados años. El vino, la religión y el hombre son un trípode inseparable.
Salud y Felicidad.
Dicen que la expresión más sincera del afloramiento de los sentimientos humanos acontece cuando los hombres beben con moderación un poco de vino. Probablemente esa sea la razón por la cual no se suele ver vino en las reuniones del G-10 o del G-20 ni en lo que tiene que ser sosísimo: los consejos de ministros españoles, porque se le ve alegre y felices a los incultos y correveidiles ministros españoles que no ponen ni una jarra de vino para que haga de máquina de la verdad y dejen de mentir tanto. O, en caso contrario y abusen de su bebida, produzca su efecto narcótico y nos dejen en paz con sus clásicas chorradas, porque tendría su minuto verlos a ellos y a ellas pasados de vueltas por causa de la bebida.
Como la crónica de nuestro tiempo reciente hay que volver a reescribirla desde ya, dejando de lado milongas camperas que nos han contado desde los monoteísmos trinitarios o unitarios, en lo que respecto al vino, y a su siempre hermoso soporte como es la parra o la viña, aunque no sabemos con exactitud cuándo emergió sobre las tierras cálidas tan importante arboladura soportadora de los racimos de uva, podemos perfectamente aceptar que hace mucho más de ocho mil años, por los montes orientales a nosotros, por los montes Zagros, que se elevan por los actuales Irán e Irak, acompañando al proceso expansivo del hombre, aquella originaria parra dioica, muy a la española, porque la había, macho y hembra harto definida, poco a poco, en ese gran triunfo para la supervivencia humana que fue la domesticación de las plantas. Y surgió debido a la intervención del hombre en la difícil tarea que es la agricultura, la parra monoica, hermafrodita, todo un triunfo a festejar con un buen vaso alzado.
Al ser el vino un compañero inseparable del hombre, y desde que ciertos hombres vieron que los miedos de los hombres por el más allá se podían comercializar, hombre, vino y religión caminan de la mano y, conociendo a uno de los tres componentes, se puede conocer mejor a cualquiera de los otros dos, siempre dentro de la prudencia de la seriedad histórica que garantiza la bebida moderada del vino.
Por eso sabemos que con anterioridad al año 480 de nuestra cuenta del tiempo, en la Ibérica, el amor que había por el vino, mucho más que por las pasas o por posible arrope que se hiciera con las uvas, llevó a las gentes pobladoras de la Península a que uno de sus reyes, un tal Eurico, legislara su conocido como Código Eurico, mediante el cual, a diferencia de los desastres interesados que nos envía en la actualidad la incomprensible –para el pueblo– Europa, aunque nuestros politiquillos lo vean más claro que el agua, todo aquel que arrancara una cepa de parra era castigado a tener que plantar dos y ser responsable de su buena germinación y triunfo vegetal.
Los emires o califas de la dinastía Omeya, en contra de lo que siempre la crónica cristiana moderna ha querido darle anotación sobresaliente sobre su odio al vino y al parral, pasando por alto lo mucho y bueno que al respecto escribió el denso y culto historiador cordobés Ibn Hayán en los primeros años del pasado milenio, el sirio Abderraman I, primer emir califa que se independizó de Bagdad, no solo es que no condenó la bebida con moderación de vino, sino que adelantándose a la medicina española y mediterránea en general, recomendaba lo siempre dicho de un vasito de buen vino en las comidas, siempre que no se estuviera todo el día comiendo.
Claro que los hubo jodedores, como el tal Alhakam, no el padre de Abd al Raman II –que tanto él mismo como su hijo siguieron en la sana costumbre del primer emir de Córdoba de recomendar la bebida moderada del vino– sino Alhakan –no le voy a poner número para que se fastidie– que, en un irresponsable ataque contra los recursos al estilo de un comisario europeo, entendió a la mala manera que ellos entienden que en la destrucción de recursos agrícolas ganamos todos, cuando está demostrado todo lo contrario.
Las gentes de aquel entonces tuvieron que frenarlo porque se levantó una mañana con el pie equivocado y quiso acabar con algo que es compañero del hombre desde que se conocieron hace ya muchos agraciados años. El vino, la religión y el hombre son un trípode inseparable.
Salud y Felicidad.
JUAN ELADIO PALMIS