La primera vez que lo vi, vestía un traje de algodón color papel prensa, transpiraba porque la calima llenaba el local con un aire rancio que intentábamos vencer con largos tragos de cerveza muy fría. Ni siquiera para beber se desprendía del panamá. Tenía un aire meditabundo de pistolero olvidado que administraba con resignación o sin culpa.
El verano era agotador. El calor reinaba también por las noches y no había ningún síntoma de que las temperaturas se volvieran más benignas. A veces, cuando se abría la chaqueta para pagar el ron añejo que consumía, le veíamos la pistola sujeta al cinturón del pantalón.
No hablaba con nadie y, cuando lo hacía, era parco en sentencias definitivas. Un día que alguien le importunó, le contestó con palabras precisas: “Muéstrame el calibre de tu arma y mediré la talla de tu miedo”. Lo dijo sin aspavientos y sin mover la mirada del vaso.
“Ahora vete”, dijo. El otro hombre no movió la quijada, anduvo sobre sus pasos de espaldas sin perderle la vista por un instante, y salió a la calle a recibir sin misericordia un golpe de 45 grados de calor. Después pidió otro vaso de ron con un argumento sin brechas: “Aquí no hay verano. Esto es el infierno”.
Había llegado al lugar unos días antes con el deber de matar a alguien de quien nunca supimos. En aquellos días los arreglos de cuentas eran corrientes y los suicidios anticipados por miedo a revanchas eran moneda de cambio ordinario. Pero este hombre parecía tener encomendada una tarea de más alto rango.
Nosotros no preguntábamos por miedo a una respuesta poco airosa. Así que comenzamos a improvisar misiones más propias de película que de andar por la calle. El cantinero, que nunca gozó de buen humor y la calidez en su expresión nunca su cualidad más visible o vistosa, alcanzó a preguntarle sin tapujos qué le traía por el pueblo.
“Seguro que viene a matar a alguien”, le advirtió el cantinero”. “Sí”, le respondió sin evadir el interrogatorio, “pero todavía no sé quién es”. “Solo sé”, añadió, “que merece estar muerto”. “Para eso estoy aquí”. Después alzó los ojos del vaso para tranquilizarle: “Creo que usted no es. Se trata de un hombre inteligente”. El cantinero bebió la jarra de cerveza de un trago largo y después volvió a sus obligaciones.
La última noche que lo vimos traía un bolso de equipaje y un par de puros en el bolsillo superior de la chaqueta. Encendió uno sin prisas, paladeando cada bocanada de humo, pidió un ron doble y un vaso de agua muy fría, y se disculpó con el cantinero por las palabras del día anterior.
Se sentó en la silla de todos los días sin mirar a los parroquianos que mataban el tiempo jugando al póquer. Cuando la mujer entró en el bar, todos observaron por primera vez a una mujer de alta cuna, midieron sus pasos armónicos, su cintura estrecha, sus ojos almendrados de gacela en celo, sus pelos rojos de noche perpetua, y sus manos blancas y frágiles de no haber trabajado en su vida.
Él la miró sin sorpresa, pero en su mirada se advertía la admiración por su presencia y la devoción por sus formas. “Se fue. Ya no lo podrás matar”, le dijo. “Te teme tanto que se fue”, añadió. “Tómame a mí y olvídalo a él”, le propuso. El hombre quiso esbozar apenas una sonrisa, pero no pudo.
“Mi pasión por tenerte es muy inferior a mi adicción por matarle”, le dijo. “Vete y dile que le buscaré donde esté”. Después alzó los ojos, algo perturbados por la emoción, y los puso fijos en los suyos con estas palabras: “Ahora vete y cámbiate de perfume. Estás matando a esta gente”.
La mujer salió del bar con pasos cortos y seguros. El hombre se puso de pie con el bolso en la mano, se aproximó a la barra y pidió otro ron. Esta vez sin hielo. Miró al cantinero con confianza. “A la gente ya no le gusta morir con dignidad. Ya nadie entiende este mundo”. Bebió medio vaso de ron, soltó unas monedas en el mostrador y salió del local con una desgana que todos intuyeron irreversible y justificada.
El verano era agotador. El calor reinaba también por las noches y no había ningún síntoma de que las temperaturas se volvieran más benignas. A veces, cuando se abría la chaqueta para pagar el ron añejo que consumía, le veíamos la pistola sujeta al cinturón del pantalón.
No hablaba con nadie y, cuando lo hacía, era parco en sentencias definitivas. Un día que alguien le importunó, le contestó con palabras precisas: “Muéstrame el calibre de tu arma y mediré la talla de tu miedo”. Lo dijo sin aspavientos y sin mover la mirada del vaso.
“Ahora vete”, dijo. El otro hombre no movió la quijada, anduvo sobre sus pasos de espaldas sin perderle la vista por un instante, y salió a la calle a recibir sin misericordia un golpe de 45 grados de calor. Después pidió otro vaso de ron con un argumento sin brechas: “Aquí no hay verano. Esto es el infierno”.
Había llegado al lugar unos días antes con el deber de matar a alguien de quien nunca supimos. En aquellos días los arreglos de cuentas eran corrientes y los suicidios anticipados por miedo a revanchas eran moneda de cambio ordinario. Pero este hombre parecía tener encomendada una tarea de más alto rango.
Nosotros no preguntábamos por miedo a una respuesta poco airosa. Así que comenzamos a improvisar misiones más propias de película que de andar por la calle. El cantinero, que nunca gozó de buen humor y la calidez en su expresión nunca su cualidad más visible o vistosa, alcanzó a preguntarle sin tapujos qué le traía por el pueblo.
“Seguro que viene a matar a alguien”, le advirtió el cantinero”. “Sí”, le respondió sin evadir el interrogatorio, “pero todavía no sé quién es”. “Solo sé”, añadió, “que merece estar muerto”. “Para eso estoy aquí”. Después alzó los ojos del vaso para tranquilizarle: “Creo que usted no es. Se trata de un hombre inteligente”. El cantinero bebió la jarra de cerveza de un trago largo y después volvió a sus obligaciones.
La última noche que lo vimos traía un bolso de equipaje y un par de puros en el bolsillo superior de la chaqueta. Encendió uno sin prisas, paladeando cada bocanada de humo, pidió un ron doble y un vaso de agua muy fría, y se disculpó con el cantinero por las palabras del día anterior.
Se sentó en la silla de todos los días sin mirar a los parroquianos que mataban el tiempo jugando al póquer. Cuando la mujer entró en el bar, todos observaron por primera vez a una mujer de alta cuna, midieron sus pasos armónicos, su cintura estrecha, sus ojos almendrados de gacela en celo, sus pelos rojos de noche perpetua, y sus manos blancas y frágiles de no haber trabajado en su vida.
Él la miró sin sorpresa, pero en su mirada se advertía la admiración por su presencia y la devoción por sus formas. “Se fue. Ya no lo podrás matar”, le dijo. “Te teme tanto que se fue”, añadió. “Tómame a mí y olvídalo a él”, le propuso. El hombre quiso esbozar apenas una sonrisa, pero no pudo.
“Mi pasión por tenerte es muy inferior a mi adicción por matarle”, le dijo. “Vete y dile que le buscaré donde esté”. Después alzó los ojos, algo perturbados por la emoción, y los puso fijos en los suyos con estas palabras: “Ahora vete y cámbiate de perfume. Estás matando a esta gente”.
La mujer salió del bar con pasos cortos y seguros. El hombre se puso de pie con el bolso en la mano, se aproximó a la barra y pidió otro ron. Esta vez sin hielo. Miró al cantinero con confianza. “A la gente ya no le gusta morir con dignidad. Ya nadie entiende este mundo”. Bebió medio vaso de ron, soltó unas monedas en el mostrador y salió del local con una desgana que todos intuyeron irreversible y justificada.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO