A pesar de que el 6 de diciembre se celebra el Día de la Constitución, la de 1978 no es la única Ley Fundamental que ha tenido España a lo largo de su historia sino muchas, aunque ninguna tan duradera y benéfica para el país como la que conmemoramos el pasado martes con un día festivo y con una pérdida progresiva de reconocimiento por parte de los ciudadanos.
Esta última Constitución es, no obstante, la que ha logrado el mayor período de paz, democracia y progreso para una nación, España, que no ha tenido empacho en elaborar cuantas constituciones exigía cada momento histórico en función de las necesidades de los gobernantes que las elaboran, no de los gobernados que debían acatarla y cumplirla.
Es verdad que es un axioma pensar que cada constitución debe durar lo que la generación que la aprobó y que ninguna es permanente, como tuvieron a bien prever en la Constitución más antigua que se conoce en el mundo, la de Estados Unidos de 1787, pero de ahí ha tener doce Cartas Magna, como ha tenido España, en el transcurso de cerca de dos siglos, va un dislate.
Y es que España es exagerada hasta para dotarse de constituciones que rijan la vida de los españoles: o no tenemos ninguna o tenemos más que nadie. Como los carriles bici, que en poco más de una década hemos pasado de no disponer de ningún kilómetro a ser el país que más extensión de vías exclusivas ofrece a los amantes de la bicicleta. Somos así.
Claro que la primera Ley de leyes que puede ser considerada como tal no la escribimos los españoles, sino que nos la otorgó un invasor que, viendo los enfrentamientos que manteníamos para legitimizar la monarquía de Fernando VII, traspasa el trono a José Bonaparte, hijo del emperador francés Napoleón, mediante el Estatuto de Bayona, en 1808.
Como describen García de Cortázar y González Vesga en su Breve Historia de España, los “herederos de la Revolución francesa obtenían el cetro madrileño y enterraban el Antiguo Régimen sin disparar un solo tiro ni sublevar a las masas”. Al menos al principio, porque seguidamente se inicia la Guerra de la Independencia que traerá también su Constitución.
Y esa Constitución es elaborada por un gobierno en retirada y formado por Juntas populares que, establecido en Cádiz, promulga la famosa Constitución de 1812, la primera que establece la separación de poderes y la libertad de prensa, limitando los poderes del rey. Estuvo vigente sólo dos años, hasta que Fernando VII regresa al país y recupera el trono gracias al apoyo de los “cien mil hijos de San Luis”, derogando la Constitución en 1814 e imponiendo nuevamente un régimen absolutista.
A su muerte, y debido a la minoría de edad de quien debía ser su sucesora, su hija Isabel II, la reina Regente, su esposa María Cristina, necesitada de apoyos, elabora otra Constitución al gusto de moderados liberales: el Estatuto Real de 1834, un paso intermedio entre el Antiguo Régimen y el nuevo Estado liberal.
Tampoco duró mucho esta Constitución, pues para satisfacer a aliados progresistas que se alternaban con los moderados en el apoyo a la reina Regente frente a la revuelta carlista, se decide su modificación, que se concreta en la Constitución de 1837, la primera que puede considerarse nacida del consenso en el constitucionalismo español.
Ya en el trono Isabel II, habiendo alcanzado la mayoría de edad, se disuelven las Cortes y los moderados, que consiguen ser la fuerza mayoritaria, deciden otra vez reformar la Constitución para que sea más acorde a sus postulados, aunque respetando los procedimientos de reforma establecidos en la misma. Se elabora así la Constitución de 1845, la quinta Carta Magna que se promulga en España en el plazo de cinco décadas.
Ante el furor revolucionario que prende en Europa y se inicia en Francia, en 1848, en el contexto de la Revolución Industrial, siendo reprimido con una respuesta conservadora que tiende a recuperar el Antiguo Régimen, los sectores más reaccionarios de España deciden confeccionar un proyecto constitucional que retrocede a los niveles autoritarios del Estatuto de 1834, que no prospera: es la Constitución de 1852, elaborada durante la Década Moderada.
La inestabilidad política y el peligro de un conflicto armado hacen que Isabel II vuelva a confiar en gabinetes moderados que elaboran otra Constitución más aperturista, la de 1856, que jamás vería la luz y que ofrecía, por primera vez, la alternancia política entre moderados y progresistas en el Gobierno, aparte de otros avances legislativos que limitaban la jurisdicción militar y el poder de la corona.
Sin embargo, la coyuntura internacional y las revueltas populares internas hacen que la reina se decante hacia gobiernos conservadores que retraen los apoyos progresistas y los empujan a la conspiración, junto a una parte del ejército.
Así, y sin ningún apoyo, la reina Isabel II huye a Francia desde San Sebastián en 1868, cuando los militares se sublevan en Cádiz y derrotan a las fuerzas isabelinas. Una vez más, las Juntas ocupan el poder y, con medidas liberalizadoras, consiguen apaciguar los ánimos “guerracivilistas” y atraerse a los insatisfechos hasta redactar una nueva Carta Magna, la de 1869, impregnada de ideología liberal-democrática, que perdura hasta 1873, cuando el rey Amadeo de Saboya renuncia a la corona.
Entonces se proclama la República, que impulsa un recambio constitucional en el que se establece la separación Iglesia-Estado y el reconocimiento de un país federal, con trece estados peninsulares, dos insulares y dos americanos, dotados de la correspondiente autonomía política, pero conviviendo en el seno de la nación española. Se trata de la Constitución Federal de 1873 que no llega a ver la luz, ya que la burguesía se subleva (levantamientos cantonales) y recurre al general Pavía para disolver –manu militari– las Cortes.
Derrocada la República y restaurada la monarquía con Alfonso de Borbón, hijo de Isabel II, vuelve a redactarse otra Constitución que preserva las conquistas de la burguesía y recoge la idea de soberanía compartida entre la Corona y las Cortes, que otorga al rey todos los poderes, incluido el mando supremo del ejército.
Es la Constitución de 1876, suspendida tras el golpe de Estado de Miguel Primo de Rivera, en 1923. Fue, por tanto, una constitución duradera que permitió un período de paz flexible, que transcurrió en tres etapas. Una primera, hasta 1885, bajo el reinado de Alfonso XII; la segunda, bajo la Regencia de María Cristina, con conflictos y la pérdida de las colonias; y la tercera, con Alfonso XIII, que culmina con el golpe de Primo de Rivera.
La dictadura de Primo de Rivera redacta también, tras derogar la de 1876, un proyecto de Constitución de 1929, llamado Estatuto Fundamental de la Monarquía, con la que pretendía dar sostén legal a un régimen autoritario y antidemocrático que no establecía la división de poderes ni reconocía la soberanía nacional. Suponía volver otra vez a los tiempos casi absolutistas, otorgando amplios poderes al rey, por lo que apenas levantaba algún entusiasmo. No llegó a entrar en vigor.
A comienzos de l930, el dictador presenta su dimisión al rey y se retira a París, donde al poco tiempo muere. Le sustituye el general Berenguer, quien cede el testigo al almirante Aznar, el cual convoca elecciones municipales el 12 de abril de 1931.
El triunfo de los candidatos republicanos aconseja al rey abandonar el poder y marchar al exilio. El 14 de abril se proclama la II República y un gobierno provisional presidido por Niceto Alcalá Zamora, con representación de los partidos republicanos y el socialista, asume pacíficamente el poder.
Nuevamente, se elabora la Constitución de 1931, que convierte a España en un Estado republicano, democrático, laico, descentralizado, con Cámara única, sufragio universal, Tribunal de Garantías e intenta contentar las ansias soberanistas de Cataluña y País Vasco. Tal vez, un proyecto de convivencia demasiado avanzado para la época.
Asediada por el fascismo y el comunismo, y víctima de sus propios errores e incapacidades, la República fracasa ante el levantamiento fraticida del general Francisco Franco, en julio de 1936, que nos impone otra dictadura, la más cruel y duradera de la Historia.
No hace falta decir que, tras la victoria de los sublevados en armas, se elaboran las Leyes Fundamentales del Reino (1938-1977), un conjunto de leyes que dan armazón legal a la dictadura establecida por Franco y que hacen realidad aquella consigna del nuevo orden: “Franco manda y España obedece”. Tal era su autoritarismo criminal que hasta 1948 no suprimió el estado de guerra y nunca dejaron de actuar los tribunales militares que podían dictar sentencias de muerte por delitos ideológicos.
Afortunadamente, no hay mal que cien años dure y un día, al cabo de cuarenta años, el dictador muere en su cama del Palacio de El Pardo y España recupera la normalidad democrática, tras las elecciones generales de 1977.
La nueva España elabora una nueva Constitución, la de 1978, que reconoce a los españoles derechos y libertades, y culmina el harakiri de las Cortes del anterior régimen franquista que la Ley para la Reforma Política promovía. Es la Constitución que actualmente celebramos y que ha posibilitado un dilatado período de convivencia pacífica y de progreso, aunque no haya podido resolver todos los problemas que preocupan a los ciudadanos.
En el contexto de nuestra oscilante historia, es oportuno subrayar y valorar sus bondades a la luz de los beneficios que nos ha procurado en relación al reconocimiento de la pluralidad, la diversidad y las libertades, junto a otros derechos. El Día de la Constitución no es, pues, un día cualquiera en la Historia de España. Y si hay que celebrarlo, se celebra.
Esta última Constitución es, no obstante, la que ha logrado el mayor período de paz, democracia y progreso para una nación, España, que no ha tenido empacho en elaborar cuantas constituciones exigía cada momento histórico en función de las necesidades de los gobernantes que las elaboran, no de los gobernados que debían acatarla y cumplirla.
Es verdad que es un axioma pensar que cada constitución debe durar lo que la generación que la aprobó y que ninguna es permanente, como tuvieron a bien prever en la Constitución más antigua que se conoce en el mundo, la de Estados Unidos de 1787, pero de ahí ha tener doce Cartas Magna, como ha tenido España, en el transcurso de cerca de dos siglos, va un dislate.
Y es que España es exagerada hasta para dotarse de constituciones que rijan la vida de los españoles: o no tenemos ninguna o tenemos más que nadie. Como los carriles bici, que en poco más de una década hemos pasado de no disponer de ningún kilómetro a ser el país que más extensión de vías exclusivas ofrece a los amantes de la bicicleta. Somos así.
Claro que la primera Ley de leyes que puede ser considerada como tal no la escribimos los españoles, sino que nos la otorgó un invasor que, viendo los enfrentamientos que manteníamos para legitimizar la monarquía de Fernando VII, traspasa el trono a José Bonaparte, hijo del emperador francés Napoleón, mediante el Estatuto de Bayona, en 1808.
Como describen García de Cortázar y González Vesga en su Breve Historia de España, los “herederos de la Revolución francesa obtenían el cetro madrileño y enterraban el Antiguo Régimen sin disparar un solo tiro ni sublevar a las masas”. Al menos al principio, porque seguidamente se inicia la Guerra de la Independencia que traerá también su Constitución.
Y esa Constitución es elaborada por un gobierno en retirada y formado por Juntas populares que, establecido en Cádiz, promulga la famosa Constitución de 1812, la primera que establece la separación de poderes y la libertad de prensa, limitando los poderes del rey. Estuvo vigente sólo dos años, hasta que Fernando VII regresa al país y recupera el trono gracias al apoyo de los “cien mil hijos de San Luis”, derogando la Constitución en 1814 e imponiendo nuevamente un régimen absolutista.
A su muerte, y debido a la minoría de edad de quien debía ser su sucesora, su hija Isabel II, la reina Regente, su esposa María Cristina, necesitada de apoyos, elabora otra Constitución al gusto de moderados liberales: el Estatuto Real de 1834, un paso intermedio entre el Antiguo Régimen y el nuevo Estado liberal.
Tampoco duró mucho esta Constitución, pues para satisfacer a aliados progresistas que se alternaban con los moderados en el apoyo a la reina Regente frente a la revuelta carlista, se decide su modificación, que se concreta en la Constitución de 1837, la primera que puede considerarse nacida del consenso en el constitucionalismo español.
Ya en el trono Isabel II, habiendo alcanzado la mayoría de edad, se disuelven las Cortes y los moderados, que consiguen ser la fuerza mayoritaria, deciden otra vez reformar la Constitución para que sea más acorde a sus postulados, aunque respetando los procedimientos de reforma establecidos en la misma. Se elabora así la Constitución de 1845, la quinta Carta Magna que se promulga en España en el plazo de cinco décadas.
Ante el furor revolucionario que prende en Europa y se inicia en Francia, en 1848, en el contexto de la Revolución Industrial, siendo reprimido con una respuesta conservadora que tiende a recuperar el Antiguo Régimen, los sectores más reaccionarios de España deciden confeccionar un proyecto constitucional que retrocede a los niveles autoritarios del Estatuto de 1834, que no prospera: es la Constitución de 1852, elaborada durante la Década Moderada.
La inestabilidad política y el peligro de un conflicto armado hacen que Isabel II vuelva a confiar en gabinetes moderados que elaboran otra Constitución más aperturista, la de 1856, que jamás vería la luz y que ofrecía, por primera vez, la alternancia política entre moderados y progresistas en el Gobierno, aparte de otros avances legislativos que limitaban la jurisdicción militar y el poder de la corona.
Sin embargo, la coyuntura internacional y las revueltas populares internas hacen que la reina se decante hacia gobiernos conservadores que retraen los apoyos progresistas y los empujan a la conspiración, junto a una parte del ejército.
Así, y sin ningún apoyo, la reina Isabel II huye a Francia desde San Sebastián en 1868, cuando los militares se sublevan en Cádiz y derrotan a las fuerzas isabelinas. Una vez más, las Juntas ocupan el poder y, con medidas liberalizadoras, consiguen apaciguar los ánimos “guerracivilistas” y atraerse a los insatisfechos hasta redactar una nueva Carta Magna, la de 1869, impregnada de ideología liberal-democrática, que perdura hasta 1873, cuando el rey Amadeo de Saboya renuncia a la corona.
Entonces se proclama la República, que impulsa un recambio constitucional en el que se establece la separación Iglesia-Estado y el reconocimiento de un país federal, con trece estados peninsulares, dos insulares y dos americanos, dotados de la correspondiente autonomía política, pero conviviendo en el seno de la nación española. Se trata de la Constitución Federal de 1873 que no llega a ver la luz, ya que la burguesía se subleva (levantamientos cantonales) y recurre al general Pavía para disolver –manu militari– las Cortes.
Derrocada la República y restaurada la monarquía con Alfonso de Borbón, hijo de Isabel II, vuelve a redactarse otra Constitución que preserva las conquistas de la burguesía y recoge la idea de soberanía compartida entre la Corona y las Cortes, que otorga al rey todos los poderes, incluido el mando supremo del ejército.
Es la Constitución de 1876, suspendida tras el golpe de Estado de Miguel Primo de Rivera, en 1923. Fue, por tanto, una constitución duradera que permitió un período de paz flexible, que transcurrió en tres etapas. Una primera, hasta 1885, bajo el reinado de Alfonso XII; la segunda, bajo la Regencia de María Cristina, con conflictos y la pérdida de las colonias; y la tercera, con Alfonso XIII, que culmina con el golpe de Primo de Rivera.
La dictadura de Primo de Rivera redacta también, tras derogar la de 1876, un proyecto de Constitución de 1929, llamado Estatuto Fundamental de la Monarquía, con la que pretendía dar sostén legal a un régimen autoritario y antidemocrático que no establecía la división de poderes ni reconocía la soberanía nacional. Suponía volver otra vez a los tiempos casi absolutistas, otorgando amplios poderes al rey, por lo que apenas levantaba algún entusiasmo. No llegó a entrar en vigor.
A comienzos de l930, el dictador presenta su dimisión al rey y se retira a París, donde al poco tiempo muere. Le sustituye el general Berenguer, quien cede el testigo al almirante Aznar, el cual convoca elecciones municipales el 12 de abril de 1931.
El triunfo de los candidatos republicanos aconseja al rey abandonar el poder y marchar al exilio. El 14 de abril se proclama la II República y un gobierno provisional presidido por Niceto Alcalá Zamora, con representación de los partidos republicanos y el socialista, asume pacíficamente el poder.
Nuevamente, se elabora la Constitución de 1931, que convierte a España en un Estado republicano, democrático, laico, descentralizado, con Cámara única, sufragio universal, Tribunal de Garantías e intenta contentar las ansias soberanistas de Cataluña y País Vasco. Tal vez, un proyecto de convivencia demasiado avanzado para la época.
Asediada por el fascismo y el comunismo, y víctima de sus propios errores e incapacidades, la República fracasa ante el levantamiento fraticida del general Francisco Franco, en julio de 1936, que nos impone otra dictadura, la más cruel y duradera de la Historia.
No hace falta decir que, tras la victoria de los sublevados en armas, se elaboran las Leyes Fundamentales del Reino (1938-1977), un conjunto de leyes que dan armazón legal a la dictadura establecida por Franco y que hacen realidad aquella consigna del nuevo orden: “Franco manda y España obedece”. Tal era su autoritarismo criminal que hasta 1948 no suprimió el estado de guerra y nunca dejaron de actuar los tribunales militares que podían dictar sentencias de muerte por delitos ideológicos.
Afortunadamente, no hay mal que cien años dure y un día, al cabo de cuarenta años, el dictador muere en su cama del Palacio de El Pardo y España recupera la normalidad democrática, tras las elecciones generales de 1977.
La nueva España elabora una nueva Constitución, la de 1978, que reconoce a los españoles derechos y libertades, y culmina el harakiri de las Cortes del anterior régimen franquista que la Ley para la Reforma Política promovía. Es la Constitución que actualmente celebramos y que ha posibilitado un dilatado período de convivencia pacífica y de progreso, aunque no haya podido resolver todos los problemas que preocupan a los ciudadanos.
En el contexto de nuestra oscilante historia, es oportuno subrayar y valorar sus bondades a la luz de los beneficios que nos ha procurado en relación al reconocimiento de la pluralidad, la diversidad y las libertades, junto a otros derechos. El Día de la Constitución no es, pues, un día cualquiera en la Historia de España. Y si hay que celebrarlo, se celebra.
DANIEL GUERRERO