Hoy me he despertado con aroma de flores blancas inundando mis fosas nasales. Abrí los ojos y solo había oscuridad; prendí la luz y busqué. Nada, en mi cuarto no había ninguna flor. Apagué la luz y mi mente empezó a desperezarse y a entender. Como en una sala de cine, mi cerebro utilizó una pantalla en blanco para proyectar una película.
Era verano, yo estaba de vacaciones y me habían dejado pasar unos días con mi adorada abuela –cosa que rara vez me permitían–. De repente, yo estaba en el otro lado, como en La rosa púrpura del Cairo, estaba dentro de la escena que estaba viendo.
Y volví a sentir el sol andaluz en mi piel, noté el sudor que navegaba por mi cuerpo después de haberme subido a la higuera que tenía mi abuelita en el patio. Mis piernas corrían por las cuestas del pueblo, subiendo y bajando sin apenas sentir el roce del suelo.
Todo era felicidad. El pan con aceite de oliva y azúcar; descubrir lo bien que sabe la raíz del hinojo; el helado vespertino; la mirada de cariño de ella. ¡Cuánto la echo de menos! Los días eran largos y risueños, no existía el pasado, ni el futuro: solo sus besos.
Llegaba la noche entre cansancio y excitación por las aventuras vividas. Entonces, me preparaba un baño: agua templada y jabón hecho con sus manos, las manos de una mujer de campo. Pero mi momento más especial era la hora de dormir.
Mi habitación no tenía grandes lujos, pero sí la cama de mi tatarabuela, alta –tenía que saltar para acostarme–, de forja negra y dorada, símbolo del esplendor familiar de otra época. Mis sábanas siempre olían a flores, flores blancas, y yo siempre creía que mi abuela hacía magia y por eso tenían ese perfume. Siempre he sido una soñadora, por algo soy piscis.
Sin embargo, un día el misterio se reveló. Mi abuela guardaba todas las sábanas en un arcón de madera, grande y con llave gigante, y ella que nunca fue una mujer coqueta, ni de grandes despilfarros, sí tenía un capricho:: le encantaba esconder entre la suavidad del algodón blanco una pastilla de jabón, de flores blancas.
En el día a día utilizaba el que ella hacía, pero para ayudar al sueño, se permitía comprar un jabón francés, que encargaba a un emigrante del pueblo, cuando venía para pasar el estío en su añorada tierra. Ahora lo sé, he soñado con él, con el arcón que se encontraba subiendo las escaleras. Y hoy he podido abrirlo y, con ello, se han abierto los recuerdos.
Era verano, yo estaba de vacaciones y me habían dejado pasar unos días con mi adorada abuela –cosa que rara vez me permitían–. De repente, yo estaba en el otro lado, como en La rosa púrpura del Cairo, estaba dentro de la escena que estaba viendo.
Y volví a sentir el sol andaluz en mi piel, noté el sudor que navegaba por mi cuerpo después de haberme subido a la higuera que tenía mi abuelita en el patio. Mis piernas corrían por las cuestas del pueblo, subiendo y bajando sin apenas sentir el roce del suelo.
Todo era felicidad. El pan con aceite de oliva y azúcar; descubrir lo bien que sabe la raíz del hinojo; el helado vespertino; la mirada de cariño de ella. ¡Cuánto la echo de menos! Los días eran largos y risueños, no existía el pasado, ni el futuro: solo sus besos.
Llegaba la noche entre cansancio y excitación por las aventuras vividas. Entonces, me preparaba un baño: agua templada y jabón hecho con sus manos, las manos de una mujer de campo. Pero mi momento más especial era la hora de dormir.
Mi habitación no tenía grandes lujos, pero sí la cama de mi tatarabuela, alta –tenía que saltar para acostarme–, de forja negra y dorada, símbolo del esplendor familiar de otra época. Mis sábanas siempre olían a flores, flores blancas, y yo siempre creía que mi abuela hacía magia y por eso tenían ese perfume. Siempre he sido una soñadora, por algo soy piscis.
Sin embargo, un día el misterio se reveló. Mi abuela guardaba todas las sábanas en un arcón de madera, grande y con llave gigante, y ella que nunca fue una mujer coqueta, ni de grandes despilfarros, sí tenía un capricho:: le encantaba esconder entre la suavidad del algodón blanco una pastilla de jabón, de flores blancas.
En el día a día utilizaba el que ella hacía, pero para ayudar al sueño, se permitía comprar un jabón francés, que encargaba a un emigrante del pueblo, cuando venía para pasar el estío en su añorada tierra. Ahora lo sé, he soñado con él, con el arcón que se encontraba subiendo las escaleras. Y hoy he podido abrirlo y, con ello, se han abierto los recuerdos.
MARÍA JESÚS SÁNCHEZ