El socialismo es una ideología de izquierdas que persigue la transformación de la sociedad; la construcción de un nuevo orden social, mediante una equitativa redistribución de la riqueza y una política fiscal progresiva; un diferente modelo productivo enfocado al interés general antes que al lucro personal; un papel más decisivo del Estado que controle y regule la actividad económica; y una mayor igualdad entre todos los ciudadanos, sin distinción de ninguna clase.
Aparte de los aspectos teóricos e intelectuales, esta ideología responde a una aspiración humana, tan antigua como la propia Humanidad, especialmente de las clases más desafortunadas, tendente a un cambio en las relaciones sociales y económicas que permita una mayor justicia y equidad en la tenencia y disfrute de la riqueza nacional, y garantice a todos los hombres una vida libre, feliz y plena.
Se trata, pues, de un movimiento revolucionario o reformista que se produce por la conexión con la realidad social y política, de la que surge el cuestionamiento socialista de esa realidad y la esperanza de un futuro mejor. Nunca ha sido un movimiento compacto, sino que ha dado lugar, desde sus orígenes, a doctrinas y corrientes diversas, según el acento valorativo que se hiciera de los cambios a conseguir hacia esa sociedad más justa.
Ello motivó la brecha con los movimientos comunistas que se desgajaron de la Internacional Socialista y fundaron la III Internacional o Internacional Comunista. Sus diferencias eran palpables: el socialismo, para Marx y Engels, persigue la socialización de los medios de producción, en la que “cada cual trabaja según sus aptitudes” y “recibe según su rendimiento”.
Los comunistas, en cambio, persiguen combatir la desigualdad humana con medidas igualitarias y efectuando la distribución o retribución según las necesidades de cada cual, no por su rendimiento. Desde estas primeras diferencias, y aún desde antes, las almas de estos movimientos políticos están en conflicto y divididas, aunque el fin que persiguen sea idéntico: liberar al ser humano de las condiciones materiales que imposibilitan su desarrollo y realización personal.
Ya me referí a ello en otra ocasión, en relación con la crisis por la que atraviesa el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), pero otra vez hay que volver a recordar esta dinámica cainita, en la que no cejan los socialistas de cualquier tiempo y lugar.
No es que se hayan solventado los problemas del socialismo en España, sino lo contrario. Más bien se recrudecen con la confirmación del último secretario general, Pedro Sánchez, forzado a dimitir hace pocos meses, de presentarse a liderar el partido si su candidatura es apoyada por la militancia en las elecciones de primarias que han de celebrarse antes del verano.
Un excolaborador suyo, el histórico dirigente socialista del País Vasco Patxi López, también se presenta a primarias para conseguir la reunificación bajo su dirección del agitado partido socialista. Y la gran favorita del “aparato”, la presidenta de la Junta de Andalucía, Susana Díaz, sigue jugando con los tiempos y los mensajes subrepticios para, en el momento que considere oportuno, hacer una presentación estelar de su propia candidatura con el fin de “coser” los desgarrones del socialismo español. ¿Cuál es la diferencia entre ellos? Solo táctica, pero responde a esas almas enfrentadas del socialismo de cualquier época y lugar.
Un trauma que también afecta a los socialistas franceses, que acaban de elegir al rebelde militante y exministro Benoit Hamon como candidato a la Presidencia de la República de Francia, en vez del ex primer ministro, Manuel Valls, que dimitió del cargo para competir por el Elíseo.
A ambos socialismos, francés y español, pero también al inglés, al portugués y a otros muchos les atormenta un alma enfrentada en esas dos sensibilidades que cohabitan en el ser socialista: la radical-revolucionaria, siempre crítica con la “desilusión en la realización”, que persigue cambios drásticos (“no es no”, fin de la austeridad, nacionalización de empresas estratégicas, más regulación de los mercados, etc.), y la socialdemócrata, revisionista, a la que se acusa muchas veces de ser el “médico del capitalismo” por su afán reformista y de simple mejoramiento de las condiciones sociales y económicas de la sociedad.
De ahí que, tanto en Francia como en España y en todas partes, el debate interno del socialismo siga girando en torno a estas dos sensibilidades que pugnan por representar el auténtico ideal socialista, aunque ambas hace tiempo que renunciaron el objetivo inicial de socializar los medios de producción.
En los países industrializados occidentales, en los que el movimiento socialista se ha integrado en el andamiaje político y gobernado en casi todos ellos durante mucho tiempo, nuevos problemas y viejas carencias obligan a replantearse estrategias y recetas que renueven la confianza de los ciudadanos y el voto de los simpatizantes y militantes.
Pero para ello encuentran dificultades insalvables que condicionan las distintas oscilaciones del mensaje socialista. O rompen con el discurso preponderante, con lo cual se alinean con las nuevas formaciones rupturistas y populistas que agitan el descontento y el rechazo social, corriendo el riesgo de ser engullidas por ellas, o mantienen su identidad, facilitan la gobernabilidad y posibilitan unas reformas que suavizan las condiciones sociales y económicas que asfixian a los ciudadanos.
Ruptura o reforma caracterizan una estrategia de otra, una orientación y un modelo de otro dentro del mismo pensamiento socialista. Ello viene siendo así desde las antiguas utopías de economía comunal de la época helénica, incluso desde el mensaje del cristianismo primitivo que prometía “la dicha de los pobres”, hasta los sistemas filosóficos de Thomas Moro, Saint Simon, Fourier, Marx y Engels, entre otros.
Todo ello, además, está condicionado por el desarrollo económico, cultural y social de cada país y en cada época, a lo que se añade, por si fuera poco, las nuevas preocupaciones por el ecologismo, el feminismo, las crisis migratorias, las guerras del entorno, las nuevas tendencias hacia el aislacionismo comercial, la cuestión religiosa y hasta el precio del petróleo en un momento dado.
Se decante por lo que se decante, el socialismo no puede, pues, sustraerse de su alma dual enfrentada que mediatiza, generando aceptación o rechazo, cada una de sus decisiones. Justamente, lo que estamos presenciando en la actualidad, tanto en Francia como en España, Inglaterra, Alemania y otros lugares, y de lo que surgirá un socialismo tal vez menos influyente pero igual de esquizofrénico, precisamente cuando más necesaria es su voz para defender a los más necesitados y castigados por las políticas neoliberales que aplica la derecha sin ningún rubor y que contribuyen a aumentar las desigualdades existentes en la sociedad.
Aparte de los aspectos teóricos e intelectuales, esta ideología responde a una aspiración humana, tan antigua como la propia Humanidad, especialmente de las clases más desafortunadas, tendente a un cambio en las relaciones sociales y económicas que permita una mayor justicia y equidad en la tenencia y disfrute de la riqueza nacional, y garantice a todos los hombres una vida libre, feliz y plena.
Se trata, pues, de un movimiento revolucionario o reformista que se produce por la conexión con la realidad social y política, de la que surge el cuestionamiento socialista de esa realidad y la esperanza de un futuro mejor. Nunca ha sido un movimiento compacto, sino que ha dado lugar, desde sus orígenes, a doctrinas y corrientes diversas, según el acento valorativo que se hiciera de los cambios a conseguir hacia esa sociedad más justa.
Ello motivó la brecha con los movimientos comunistas que se desgajaron de la Internacional Socialista y fundaron la III Internacional o Internacional Comunista. Sus diferencias eran palpables: el socialismo, para Marx y Engels, persigue la socialización de los medios de producción, en la que “cada cual trabaja según sus aptitudes” y “recibe según su rendimiento”.
Los comunistas, en cambio, persiguen combatir la desigualdad humana con medidas igualitarias y efectuando la distribución o retribución según las necesidades de cada cual, no por su rendimiento. Desde estas primeras diferencias, y aún desde antes, las almas de estos movimientos políticos están en conflicto y divididas, aunque el fin que persiguen sea idéntico: liberar al ser humano de las condiciones materiales que imposibilitan su desarrollo y realización personal.
Ya me referí a ello en otra ocasión, en relación con la crisis por la que atraviesa el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), pero otra vez hay que volver a recordar esta dinámica cainita, en la que no cejan los socialistas de cualquier tiempo y lugar.
No es que se hayan solventado los problemas del socialismo en España, sino lo contrario. Más bien se recrudecen con la confirmación del último secretario general, Pedro Sánchez, forzado a dimitir hace pocos meses, de presentarse a liderar el partido si su candidatura es apoyada por la militancia en las elecciones de primarias que han de celebrarse antes del verano.
Un excolaborador suyo, el histórico dirigente socialista del País Vasco Patxi López, también se presenta a primarias para conseguir la reunificación bajo su dirección del agitado partido socialista. Y la gran favorita del “aparato”, la presidenta de la Junta de Andalucía, Susana Díaz, sigue jugando con los tiempos y los mensajes subrepticios para, en el momento que considere oportuno, hacer una presentación estelar de su propia candidatura con el fin de “coser” los desgarrones del socialismo español. ¿Cuál es la diferencia entre ellos? Solo táctica, pero responde a esas almas enfrentadas del socialismo de cualquier época y lugar.
Un trauma que también afecta a los socialistas franceses, que acaban de elegir al rebelde militante y exministro Benoit Hamon como candidato a la Presidencia de la República de Francia, en vez del ex primer ministro, Manuel Valls, que dimitió del cargo para competir por el Elíseo.
A ambos socialismos, francés y español, pero también al inglés, al portugués y a otros muchos les atormenta un alma enfrentada en esas dos sensibilidades que cohabitan en el ser socialista: la radical-revolucionaria, siempre crítica con la “desilusión en la realización”, que persigue cambios drásticos (“no es no”, fin de la austeridad, nacionalización de empresas estratégicas, más regulación de los mercados, etc.), y la socialdemócrata, revisionista, a la que se acusa muchas veces de ser el “médico del capitalismo” por su afán reformista y de simple mejoramiento de las condiciones sociales y económicas de la sociedad.
De ahí que, tanto en Francia como en España y en todas partes, el debate interno del socialismo siga girando en torno a estas dos sensibilidades que pugnan por representar el auténtico ideal socialista, aunque ambas hace tiempo que renunciaron el objetivo inicial de socializar los medios de producción.
En los países industrializados occidentales, en los que el movimiento socialista se ha integrado en el andamiaje político y gobernado en casi todos ellos durante mucho tiempo, nuevos problemas y viejas carencias obligan a replantearse estrategias y recetas que renueven la confianza de los ciudadanos y el voto de los simpatizantes y militantes.
Pero para ello encuentran dificultades insalvables que condicionan las distintas oscilaciones del mensaje socialista. O rompen con el discurso preponderante, con lo cual se alinean con las nuevas formaciones rupturistas y populistas que agitan el descontento y el rechazo social, corriendo el riesgo de ser engullidas por ellas, o mantienen su identidad, facilitan la gobernabilidad y posibilitan unas reformas que suavizan las condiciones sociales y económicas que asfixian a los ciudadanos.
Ruptura o reforma caracterizan una estrategia de otra, una orientación y un modelo de otro dentro del mismo pensamiento socialista. Ello viene siendo así desde las antiguas utopías de economía comunal de la época helénica, incluso desde el mensaje del cristianismo primitivo que prometía “la dicha de los pobres”, hasta los sistemas filosóficos de Thomas Moro, Saint Simon, Fourier, Marx y Engels, entre otros.
Todo ello, además, está condicionado por el desarrollo económico, cultural y social de cada país y en cada época, a lo que se añade, por si fuera poco, las nuevas preocupaciones por el ecologismo, el feminismo, las crisis migratorias, las guerras del entorno, las nuevas tendencias hacia el aislacionismo comercial, la cuestión religiosa y hasta el precio del petróleo en un momento dado.
Se decante por lo que se decante, el socialismo no puede, pues, sustraerse de su alma dual enfrentada que mediatiza, generando aceptación o rechazo, cada una de sus decisiones. Justamente, lo que estamos presenciando en la actualidad, tanto en Francia como en España, Inglaterra, Alemania y otros lugares, y de lo que surgirá un socialismo tal vez menos influyente pero igual de esquizofrénico, precisamente cuando más necesaria es su voz para defender a los más necesitados y castigados por las políticas neoliberales que aplica la derecha sin ningún rubor y que contribuyen a aumentar las desigualdades existentes en la sociedad.
DANIEL GUERRERO