Hoy me he puesto sombra de ojos color lila con purpurina; he sacado mi colgante de hada y mi diadema de brillo porque he decido que voy a tener un día mágico. Lo bueno de las grandes ciudades es que puedes ser invisible y vestirte como se te antoje. ¿Por qué no desempolvar mi falta de tul y mis botas moradas?
Mi jefa se ha llevado a los niños a ver a sus abuelos y yo tengo dos días libres para hacer una maratón de museos. Me encanta perderme en ellos, pero sola. No soportaría tener a alguien al lado que se canse y me meta prisa.
Una visita a un museo es para mí una experiencia sensual. La belleza hace que se me erice el pelo, me envuelve en un abrazo y mi cerebro está todo el tiempo contento ante tanta armonía y colorido. ¡Con lo que a él le cuesta estar así!
Me levanté temprano y me fui a la antigua estación d'Orsay convertida en museo. Ya no hay viajeros que suban y bajen, ni humo de locomotoras, ni parejas que se despidan, ni paisajes que corran. En su lugar, las estatuas esperan a ser admiradas y los cuadros se han convertido en ventanillas desde las que poder recorrer Francia, o el mundo con solo andar unos pasos.
Me he dado un capricho al grito de "me lo merezco": he tomado le déjeuner, el almuerzo, en la terraza del bar que hay dentro, mientras miraba la forma blanca y suave del Sagrado Corazón que corona el barrio de los artistas y los bohemios, Montmartre.
No estuve sola. Después del postre me acompañó Hemingway y me contó la fiesta que era París después de la Primera Guerra Mundial y antes de la Crisis del 29. Me presentó a todos sus amigos de la Generación Perdida, empezando por la carismática Gertrude Stein. Los escritores nunca mueren: sus ideas, sus emociones y sus vivencias son eternas y todas están a la vista en sus libros.
Y luego pensé: ¿y si me paso la tarde viendo el movimiento acuático de la fuente Stravinsky del Centro Pompidou? Pero, entonces, una voz de mi cerebro gritó: "¡Matisse, yo quiero ver cuadros de Matisse!". Vale, pues entonces miraremos la fuente y cuando caiga el frío húmedo entraremos dentro y nos refugiaremos en los colores vibrantes e intensos de Matisse. Así que todos contentos.
A veces resulta fácil hacer felices a los personajes que habitan en mi azotea... Desde que era niña, la purpurina tiene un gran significado para mí: sus colores cambiantes y su brillo siempre me hacen creer que todo es posible, que el camino es largo y está lleno de posibilidades, de momentos extraordinarios y cosas maravillosas. Por cierto, hace mucho que no me pasa nada extraordinario...
Mi jefa se ha llevado a los niños a ver a sus abuelos y yo tengo dos días libres para hacer una maratón de museos. Me encanta perderme en ellos, pero sola. No soportaría tener a alguien al lado que se canse y me meta prisa.
Una visita a un museo es para mí una experiencia sensual. La belleza hace que se me erice el pelo, me envuelve en un abrazo y mi cerebro está todo el tiempo contento ante tanta armonía y colorido. ¡Con lo que a él le cuesta estar así!
Me levanté temprano y me fui a la antigua estación d'Orsay convertida en museo. Ya no hay viajeros que suban y bajen, ni humo de locomotoras, ni parejas que se despidan, ni paisajes que corran. En su lugar, las estatuas esperan a ser admiradas y los cuadros se han convertido en ventanillas desde las que poder recorrer Francia, o el mundo con solo andar unos pasos.
Me he dado un capricho al grito de "me lo merezco": he tomado le déjeuner, el almuerzo, en la terraza del bar que hay dentro, mientras miraba la forma blanca y suave del Sagrado Corazón que corona el barrio de los artistas y los bohemios, Montmartre.
No estuve sola. Después del postre me acompañó Hemingway y me contó la fiesta que era París después de la Primera Guerra Mundial y antes de la Crisis del 29. Me presentó a todos sus amigos de la Generación Perdida, empezando por la carismática Gertrude Stein. Los escritores nunca mueren: sus ideas, sus emociones y sus vivencias son eternas y todas están a la vista en sus libros.
Y luego pensé: ¿y si me paso la tarde viendo el movimiento acuático de la fuente Stravinsky del Centro Pompidou? Pero, entonces, una voz de mi cerebro gritó: "¡Matisse, yo quiero ver cuadros de Matisse!". Vale, pues entonces miraremos la fuente y cuando caiga el frío húmedo entraremos dentro y nos refugiaremos en los colores vibrantes e intensos de Matisse. Así que todos contentos.
A veces resulta fácil hacer felices a los personajes que habitan en mi azotea... Desde que era niña, la purpurina tiene un gran significado para mí: sus colores cambiantes y su brillo siempre me hacen creer que todo es posible, que el camino es largo y está lleno de posibilidades, de momentos extraordinarios y cosas maravillosas. Por cierto, hace mucho que no me pasa nada extraordinario...
MARÍA JESÚS SÁNCHEZ