Primer miércoles de abril, por la mañana bien temprano. A diferencia de otros días en los que las caminatas las suelo realizar por la tarde, en esta ocasión la puedo hacer por la mañana, por lo que me visto con la ropa adecuada y las zapatillas negras. El día es agradable, ya que se han ido definitivamente los fríos y parece que a partir de ahora tendremos un tiempo de corte primaveral, tal como se corresponde con la estación del año.
Una vez acabada la marcha, y antes de entrar en casa, me paso por la farmacia que hay enfrente de donde resido para recoger unos medicamentos. Charlo un rato con Susana, una de las chicas que atiende y que me sirve con prontitud lo que le he pedido.
Cuando me acerco a la entrada de la cancela del edificio, me doy cuenta que he salido sin las llaves. Llamo con la esperanza de que todavía Flora no haya salido para la Facultad. Espero un rato y me doy cuenta de que en casa no hay nadie. Queda, pues, la solución de llamar a Carmen, la vecina que también tiene nuestras llaves. Pulso el timbre de su piso, y espero; pero de igual modo, no recibo ninguna respuesta.
En la calle me quedo un rato pensativo, a ver si se me ocurre alguna idea. Tras unos minutos, creo que la única solución es coger un taxi e ir a la Facultad, dado que allí tengo otras llaves.
Me acerco a una parada de taxis cercana y, tras comprobar que el taxista me ha visto, abro la puerta de atrás, saludo, me siento y me abrocho el cinturón, como es actualmente preceptivo.
“Podría llevarme a la Facultad de Ciencias de la Educación”. “¿La que está frente al hospital Reina Sofía?”. “Sí, exactamente…”, le indico sin mayor necesidad de aclaración, pues sabe por dónde se encuentra el centro de enseñanza solicitado.
Una vez que el coche se pone en marcha, el taxista conecta la radio, ya que en el momento en el que entré estaba apagada. Se escucha una de esas tertulias matinales en las que se suele hablar de temas muy dispares. En esta ocasión los locutores están abordando la influencia en la gente de los smartphones, también llamados "móviles inteligentes".
“¡Hay que ver, todo ahora tiene que ser a través de los móviles! Parece que sin ellos la vida sería imposible…”, me comenta quien conduce, un hombre de edad avanzada y con barba de un par de días; aunque por la charla que a continuación mantenemos compruebo que es bastante más joven que yo.
“Bueno, sobre el tema de los móviles tengo una verdadera lucha con los alumnos, pues cuando comienzo las asignaturas les indico que los guarden en la hora de clase, ya que me molesta enormemente estar explicando y comprobar que hay algunos que, escondidos tras las mochilas colocadas sobre las mesas, los utilizan para chatear”, le indico como opinión de un tema que parece ser que le interesa especialmente.
“Hace unos días”, continuo, “y dado que se había emitido un programa en la Sexta sobre este tema, abrí un debate en clase y les pregunté que levantaran la mano quienes verdaderamente consideraban que estaban enganchados a los móviles. Para mi sorpresa me encontré que un amplio número lo reconocía… Pero lo más llamativo es que me indicaban que los utilizaban tres horas como mínimo al día…”.
El taxista me cuenta que su hijo, que en la actualidad estudia en Ingeniería en la Universidad, siendo adolescente se quedó un par de meses sin el móvil, pues lo había utilizado en clase y le llamaron para que acudiera a recogerlo. Lo cierto es que tardó en acudir, por lo que su hijo se encontró todo ese tiempo sin su preciado aparato que tantas satisfacciones le proporcionaba.
El taxi continúa por su recorrido, pasando cerca de la estación de tren. Ya ha bajado el sonido de la radio, aunque apenas me doy cuenta de ello. Seguimos charlando sobre la relación de padres e hijos.
“Como padre, debo reconocer que el trabajo de los profesores es duro, pues entiendo que tener que encauzar las conductas de los chavales es bastante difícil. Solamente tengo que pensar el desgaste que muchas veces supone el que en casa te hagan caso… y no me quiero imaginar lo que es tener un grupo de ellos en la clase que pasan del profesor…”, me comenta, al tiempo que me indica que, en su caso, siempre ha estado muy pendiente de su hijo.
Llegamos a la entrada de la Facultad. Tras abonarle el importe de la carrera, me despido del taxista que me trajo y con el que mantuve una conversación bastante interesante. Me pareció una persona cargada de sensatez y de la que me quedó una frase que cualquier docente podríamos suscribir. Recuerdo que me dijo lo siguiente: “Yo soy de los que piensan que siempre hay que dialogar con los hijos. Por mi parte, día a día voy aprendiendo a ser padre, pues no es algo que se tenga hecho para siempre”.
Al día siguiente de esta charla, y tras pasar previamente por el despacho, me dirijo al aula de Plástica, que es la más amplía de la Facultad, puesto que cuando se hizo la reforma para que pudiéramos trasladarnos a ella desde la antigua Escuela de Magisterio, sugerí que se unieran las dos que estaban previstas para educación artística; cosa que se hizo, lo que fue un acierto.
Dado que el tema del uso de los móviles ‘inteligentes’ es un debate que inevitablemente tengo que abordar, y recordando la charla que mantuve con el taxista el día anterior, antes de comenzar la clase quiero leerles algunos datos de un estudio realizado sobre los efectos negativos que comienzan a aparecer. Del mismo, quisiera citar algunos párrafos que me parecen significativos.
Un estudio de 2011 realizado por el Instituto Demoscópico YouGo del Reino Unido nos dice que el 53 por ciento de los usuarios sentía ansiedad si perdía la cobertura o se quedaba sin batería. Hoy, seis años después, los datos son alarmantes: se calcula que el 60 por ciento de los hombres y el 48 por ciento de las mujeres padecen este trastorno, por lo que podemos ya hablar de adicción. Los casos más preocupantes son los de los jóvenes ya que el 88 por ciento considera que el móvil forma parte de su vida. Salen a la calle con él, lo llevan en la mano, les altera no recibir “me gusta” en sus publicaciones y sienten la enorme necesidad de estar conectados todo el día…
Compruebo que la clase permanece en total silencio mientras les leo el informe. Escuchan bien atentos. Quizás muchos de ellos sean conscientes que el uso indiscriminado que realizan de los móviles se ha convertido en un hábito que no pueden controlar. Sigo, pues, leyendo:
Se desean aparatos con una buena resolución de la cámara y, sobre todo, uno de video que sea capaz de hacer virguerías de forma que se puedan compartir en el acto. La nomofobia (abreviatura de la expresión anglosajona “No Mobile Phone Phobia”) es la enfermedad del siglo XXI, ya que, según algunos psiquiatras, más del 60 por ciento de la población siente una fuerte dependencia del aparato. La sensación de permanecer conectado y no recibir noticias les produce insatisfacción, por lo que se mira con regularidad: unas 200 veces al día por los jóvenes y 100 por los adultos, a veces conscientemente y otras de forma impulsiva…
El artículo no es excesivamente largo. Cuando les voy leyendo, pienso que los smartphones (a diferencia de los medicamentos) se venden sin una hoja en la que aparezcan las contraindicaciones, y que debería acompañarse, ya que en nuestro país y una vez que se entra en la adolescencia, es decir, cuando se pasa de Primaria a Secundaria, la mayor parte de los padres les compra uno a sus hijos, dado que parece que ser una manifestación de integración en el grupo de amigos o amigas. Cierro con el siguiente párrafo:
Los síntomas que aseguran tener estos pacientes se refieren al pánico a perder el teléfono, la gran incomodidad que supone quedarse sin batería y, sobre todo, sensación de vacío si no reciben respuesta de los supuestos amigos, que todos dicen tener algo más de 500. El miedo irracional a no llevar el teléfono encima les supone no buscar alternativas al ocio y, por tanto, no disfrutar de lo que ven a diario porque pasan por delante de muchos lugares interesantes y no se detienen a observarlos.
Una vez que acabo con este último párrafo, abro el debate citándoles por su nombre, pues, a pesar de que son más de sesenta por clase, una imposición que me hice cuando me incorporé a la Universidad fue la de aprenderme cómo se llamaba cada uno.
Entiendo, finalmente, que la lectura de este informe no les hará cambiar a los que ya tienen una fuerte dependencia de los móviles, aunque pienso que al menos tendrán cierta información de los efectos negativos que se están produciendo en ellos y en sus entornos, pues este mal se ha extendido hasta tal punto que está afectando diariamente a los desarrollos de las clases en la propia Universidad.
Una vez acabada la marcha, y antes de entrar en casa, me paso por la farmacia que hay enfrente de donde resido para recoger unos medicamentos. Charlo un rato con Susana, una de las chicas que atiende y que me sirve con prontitud lo que le he pedido.
Cuando me acerco a la entrada de la cancela del edificio, me doy cuenta que he salido sin las llaves. Llamo con la esperanza de que todavía Flora no haya salido para la Facultad. Espero un rato y me doy cuenta de que en casa no hay nadie. Queda, pues, la solución de llamar a Carmen, la vecina que también tiene nuestras llaves. Pulso el timbre de su piso, y espero; pero de igual modo, no recibo ninguna respuesta.
En la calle me quedo un rato pensativo, a ver si se me ocurre alguna idea. Tras unos minutos, creo que la única solución es coger un taxi e ir a la Facultad, dado que allí tengo otras llaves.
Me acerco a una parada de taxis cercana y, tras comprobar que el taxista me ha visto, abro la puerta de atrás, saludo, me siento y me abrocho el cinturón, como es actualmente preceptivo.
“Podría llevarme a la Facultad de Ciencias de la Educación”. “¿La que está frente al hospital Reina Sofía?”. “Sí, exactamente…”, le indico sin mayor necesidad de aclaración, pues sabe por dónde se encuentra el centro de enseñanza solicitado.
Una vez que el coche se pone en marcha, el taxista conecta la radio, ya que en el momento en el que entré estaba apagada. Se escucha una de esas tertulias matinales en las que se suele hablar de temas muy dispares. En esta ocasión los locutores están abordando la influencia en la gente de los smartphones, también llamados "móviles inteligentes".
“¡Hay que ver, todo ahora tiene que ser a través de los móviles! Parece que sin ellos la vida sería imposible…”, me comenta quien conduce, un hombre de edad avanzada y con barba de un par de días; aunque por la charla que a continuación mantenemos compruebo que es bastante más joven que yo.
“Bueno, sobre el tema de los móviles tengo una verdadera lucha con los alumnos, pues cuando comienzo las asignaturas les indico que los guarden en la hora de clase, ya que me molesta enormemente estar explicando y comprobar que hay algunos que, escondidos tras las mochilas colocadas sobre las mesas, los utilizan para chatear”, le indico como opinión de un tema que parece ser que le interesa especialmente.
“Hace unos días”, continuo, “y dado que se había emitido un programa en la Sexta sobre este tema, abrí un debate en clase y les pregunté que levantaran la mano quienes verdaderamente consideraban que estaban enganchados a los móviles. Para mi sorpresa me encontré que un amplio número lo reconocía… Pero lo más llamativo es que me indicaban que los utilizaban tres horas como mínimo al día…”.
El taxista me cuenta que su hijo, que en la actualidad estudia en Ingeniería en la Universidad, siendo adolescente se quedó un par de meses sin el móvil, pues lo había utilizado en clase y le llamaron para que acudiera a recogerlo. Lo cierto es que tardó en acudir, por lo que su hijo se encontró todo ese tiempo sin su preciado aparato que tantas satisfacciones le proporcionaba.
El taxi continúa por su recorrido, pasando cerca de la estación de tren. Ya ha bajado el sonido de la radio, aunque apenas me doy cuenta de ello. Seguimos charlando sobre la relación de padres e hijos.
“Como padre, debo reconocer que el trabajo de los profesores es duro, pues entiendo que tener que encauzar las conductas de los chavales es bastante difícil. Solamente tengo que pensar el desgaste que muchas veces supone el que en casa te hagan caso… y no me quiero imaginar lo que es tener un grupo de ellos en la clase que pasan del profesor…”, me comenta, al tiempo que me indica que, en su caso, siempre ha estado muy pendiente de su hijo.
Llegamos a la entrada de la Facultad. Tras abonarle el importe de la carrera, me despido del taxista que me trajo y con el que mantuve una conversación bastante interesante. Me pareció una persona cargada de sensatez y de la que me quedó una frase que cualquier docente podríamos suscribir. Recuerdo que me dijo lo siguiente: “Yo soy de los que piensan que siempre hay que dialogar con los hijos. Por mi parte, día a día voy aprendiendo a ser padre, pues no es algo que se tenga hecho para siempre”.
Al día siguiente de esta charla, y tras pasar previamente por el despacho, me dirijo al aula de Plástica, que es la más amplía de la Facultad, puesto que cuando se hizo la reforma para que pudiéramos trasladarnos a ella desde la antigua Escuela de Magisterio, sugerí que se unieran las dos que estaban previstas para educación artística; cosa que se hizo, lo que fue un acierto.
Dado que el tema del uso de los móviles ‘inteligentes’ es un debate que inevitablemente tengo que abordar, y recordando la charla que mantuve con el taxista el día anterior, antes de comenzar la clase quiero leerles algunos datos de un estudio realizado sobre los efectos negativos que comienzan a aparecer. Del mismo, quisiera citar algunos párrafos que me parecen significativos.
Un estudio de 2011 realizado por el Instituto Demoscópico YouGo del Reino Unido nos dice que el 53 por ciento de los usuarios sentía ansiedad si perdía la cobertura o se quedaba sin batería. Hoy, seis años después, los datos son alarmantes: se calcula que el 60 por ciento de los hombres y el 48 por ciento de las mujeres padecen este trastorno, por lo que podemos ya hablar de adicción. Los casos más preocupantes son los de los jóvenes ya que el 88 por ciento considera que el móvil forma parte de su vida. Salen a la calle con él, lo llevan en la mano, les altera no recibir “me gusta” en sus publicaciones y sienten la enorme necesidad de estar conectados todo el día…
Compruebo que la clase permanece en total silencio mientras les leo el informe. Escuchan bien atentos. Quizás muchos de ellos sean conscientes que el uso indiscriminado que realizan de los móviles se ha convertido en un hábito que no pueden controlar. Sigo, pues, leyendo:
Se desean aparatos con una buena resolución de la cámara y, sobre todo, uno de video que sea capaz de hacer virguerías de forma que se puedan compartir en el acto. La nomofobia (abreviatura de la expresión anglosajona “No Mobile Phone Phobia”) es la enfermedad del siglo XXI, ya que, según algunos psiquiatras, más del 60 por ciento de la población siente una fuerte dependencia del aparato. La sensación de permanecer conectado y no recibir noticias les produce insatisfacción, por lo que se mira con regularidad: unas 200 veces al día por los jóvenes y 100 por los adultos, a veces conscientemente y otras de forma impulsiva…
El artículo no es excesivamente largo. Cuando les voy leyendo, pienso que los smartphones (a diferencia de los medicamentos) se venden sin una hoja en la que aparezcan las contraindicaciones, y que debería acompañarse, ya que en nuestro país y una vez que se entra en la adolescencia, es decir, cuando se pasa de Primaria a Secundaria, la mayor parte de los padres les compra uno a sus hijos, dado que parece que ser una manifestación de integración en el grupo de amigos o amigas. Cierro con el siguiente párrafo:
Los síntomas que aseguran tener estos pacientes se refieren al pánico a perder el teléfono, la gran incomodidad que supone quedarse sin batería y, sobre todo, sensación de vacío si no reciben respuesta de los supuestos amigos, que todos dicen tener algo más de 500. El miedo irracional a no llevar el teléfono encima les supone no buscar alternativas al ocio y, por tanto, no disfrutar de lo que ven a diario porque pasan por delante de muchos lugares interesantes y no se detienen a observarlos.
Una vez que acabo con este último párrafo, abro el debate citándoles por su nombre, pues, a pesar de que son más de sesenta por clase, una imposición que me hice cuando me incorporé a la Universidad fue la de aprenderme cómo se llamaba cada uno.
Entiendo, finalmente, que la lectura de este informe no les hará cambiar a los que ya tienen una fuerte dependencia de los móviles, aunque pienso que al menos tendrán cierta información de los efectos negativos que se están produciendo en ellos y en sus entornos, pues este mal se ha extendido hasta tal punto que está afectando diariamente a los desarrollos de las clases en la propia Universidad.
AURELIANO SÁINZ