Hoy me he quedado mirando mis manos durante un buen rato mientras quitaba una mancha en mi blusa. He observado su movimiento; cómo ambas utilizaban los dedos para restregar el jabón blanco sobre la manchita de zumo de naranja. La magia del jabón casero ha funcionado y ha desaparecido. Me cuesta mucho encontrarlo, pero siempre lo llevo conmigo –este último es de una feria alternativa–. Es uno de los grandes consejos de mi abuela.
Y han sido mis manos las que han resucitado a mi abuela y su olor a limpio. Cuando era niña me encantaba seguirla con la mirada: nunca paraba, ni paraban mis preguntas de niña que quería saberlo todo. "Abuelita, ¿cómo haces el jabón?".
El día en que lo hacía era para mí un día mágico: nos metíamos en el lavadero con el cubo de acero, la sosa, el aceite usado y el agua caliente. Yo sentía aquello como un ritual de iniciación, en el que mi abuela era la bruja mayor que me transmitía su saber y sus pócimas. Siempre he tenido una imaginación desbordante, por eso me cuesta tanto vivir la realidad.
Perdí las proporciones y, después de que ella muriera, nunca hice jabón, pero en un estanco de mi imaginación están los vapores y los olores. Y también hay una foto en movimiento de aquellas manos chiquitas que eran capaces de vencer a cualquier suciedad.
No creo que haya en el mundo una frase más potente, más transformadora, ni que me provoque más serenidad que aquella que ella emitía cuando yo lloraba porque mi vestido blanco se había manchado: "Chiquita, tú no te preocupes, que eso te lo arreglo yo". Y yo sabía que el mundo era un gran sitio porque yo tenía un ángel que me cuidaba.
Es falso eso que dicen de que nadie es imprescindible. Sí que hay personas que nos hacen creer en la felicidad, que nos ayudan a vernos y a valorarnos. Si ella, que era muy buena, me quería es porque yo también soy buena y especial. Este silogismo aparece en mi cabeza esos días que paseo por el valle de las sombras, donde todo es difícil y las miradas no son amigas.
¿Quedará mucho para que exista una máquina del tiempo? Hoy necesito un abrazo de ella. A lo mejor, si cierro los ojos y huelo el jabón, mi imaginación me transporta a sus brazos. Voy a intentarlo. Ojalá funcione.
Y han sido mis manos las que han resucitado a mi abuela y su olor a limpio. Cuando era niña me encantaba seguirla con la mirada: nunca paraba, ni paraban mis preguntas de niña que quería saberlo todo. "Abuelita, ¿cómo haces el jabón?".
El día en que lo hacía era para mí un día mágico: nos metíamos en el lavadero con el cubo de acero, la sosa, el aceite usado y el agua caliente. Yo sentía aquello como un ritual de iniciación, en el que mi abuela era la bruja mayor que me transmitía su saber y sus pócimas. Siempre he tenido una imaginación desbordante, por eso me cuesta tanto vivir la realidad.
Perdí las proporciones y, después de que ella muriera, nunca hice jabón, pero en un estanco de mi imaginación están los vapores y los olores. Y también hay una foto en movimiento de aquellas manos chiquitas que eran capaces de vencer a cualquier suciedad.
No creo que haya en el mundo una frase más potente, más transformadora, ni que me provoque más serenidad que aquella que ella emitía cuando yo lloraba porque mi vestido blanco se había manchado: "Chiquita, tú no te preocupes, que eso te lo arreglo yo". Y yo sabía que el mundo era un gran sitio porque yo tenía un ángel que me cuidaba.
Es falso eso que dicen de que nadie es imprescindible. Sí que hay personas que nos hacen creer en la felicidad, que nos ayudan a vernos y a valorarnos. Si ella, que era muy buena, me quería es porque yo también soy buena y especial. Este silogismo aparece en mi cabeza esos días que paseo por el valle de las sombras, donde todo es difícil y las miradas no son amigas.
¿Quedará mucho para que exista una máquina del tiempo? Hoy necesito un abrazo de ella. A lo mejor, si cierro los ojos y huelo el jabón, mi imaginación me transporta a sus brazos. Voy a intentarlo. Ojalá funcione.
MARÍA JESÚS SÁNCHEZ