España ha tenido durante largas décadas un problema de ominosa envergadura, el terrorismo de la organización Euskadi Ta Askatasuna (País Vasco y Libertad), un grupo armado de ideología nacionalista que pretendía la independencia del País Vasco por medio del asesinato y de la extorsión.
Durante todo ese tiempo, más de 800 ciudadanos, entre los que se cuentan policías, soldados, políticos, jueces, empresarios, funcionarios o personas que pasaban por allí, fueron objetivo de los coches bomba o los tiros en la nuca, siempre a traición y sin motivo alguno excepto, quizá, el de representar al Estado español desde un puesto sin distinción política o vivir confiados en una convivencia amenazada por los pistoleros etarras.
Fueron años de plomo y fuego en los que los entierros por las víctimas se producían cada semana, así como las manifestaciones de repulsa, y los guardaespaldas tenían asegurado un empleo con los miles de cargos públicos que se atrevían acceder a un ayuntamiento, una comisaría o alguna institución siendo ajenos a una formación abertzale o al Partido Nacionalista Vasco (PNV).
El miedo y el silencio impregnaban no solo los ambientes de la “cosa” pública, sino también en las familias, los barrios, las tascas y cualquier espacio en el que un comentario te hiciera destacar como un “no comprometido” con la causa, es decir, como alguien no comprensivo con los asesinos y, por tanto, un “perro españolista”.
Catedráticos, escritores y, desde luego, toda persona que fuera crítica, aun tangencialmente, con la violencia indiscriminada de la banda terrorista, tuvieron que exiliarse de su lugar de nacimiento o residencia hacia otras regiones de España para evitar los chantajes, las amenazas de muerte o el aislamiento por parte de los “acomodados” e intentar, así, salvar la vida.
A excepción de los curas y de los cocineros, cualquier ciudadano podía estar en la diana de los que ponen muertos encima de la mesa como estrategia para conseguir sus fines políticos de secesionismo. Sin ningún resultado.
La lucha policial emprendida contra los terroristas y sus cómplices, la política penitenciaria de dispersión de estos presos fuera del País Vasco, el “estrangulamiento” financiero y proselitista de las herriko tabernas, la decidida colaboración de Francia para dejar de ser un santuario de los terroristas huidos, el cada vez más minoritario apoyo social a los violentos y la actitud de monolítico rechazo de los demócratas de cualquier signo político han permitido, con los años, doblegar a la banda de ETA y forzar su renuncia a la violencia y el asesinato.
Ni siquiera las negociaciones que distintos gobiernos mantuvieron con ella por lograr la paz mediante el diálogo consiguieron que dejara de matar. Tampoco los “atajos” fuera de la ley de los grupos parapoliciales y de guerra sucia.
Solo la presión policial, social y política, ejercida desde la ley y la democracia, derrotó a ETA y contuvo su locura. Solo así se consiguió que ETA anunciara en octubre de 2011 el cese definitivo de su actividad armada y que, seis años después y sin ningún muerto más que sumar a la lista, procediera a la entrega, más testimonial que efectiva, de las armas.
Por fin, el terrorismo de ETA había sido erradicado de la realidad española y la paz, ya sin muertos, conseguía imponerse no solo en el País Vasco sino en todo el territorio nacional. Se ha culminado lo que durante más de 50 años se había estado anhelando: que ETA dejara de matar. Un logro atribuible al Estado de Derecho y a la Democracia.
Pero en este capítulo final del terrorismo de ETA, cuando se silencian definitivamente las armas y la violencia cede paso al debate pacífico de las ideas políticas, muchos muestran su temor de que la derrota de ETA no sea definitiva si no viene acompaña de un arrepentimiento expreso del dolor y daño causados, una condena clara del terrorismo y del perdón manifiesto a las víctimas.
Los que desconfían del fin de la violencia desean una victoria moral –ya conseguida con la derrota física– y un desarme real que incluya también la renuncia del “relato” con el que la banda criminal pretende justificar su largo historial sanguinario.
Si el fin de la violencia no viene unida a esta asunción de culpa por parte de ETA, cualquier acto de los terroristas, como es el cese de la violencia y la entrega de armas, aunque sean actos que suponen su derrota, se considera un paripé propagandístico con el que se intenta, además de constituir una nueva ofensa a las víctimas, evitar la autocrítica –reconocer que no había motivos para matar, nunca- y la impunidad –no responder ante la Justicia–.
Ese es el sentido de un Manifiesto por un fin de ETA sin impunidad promovido por personalidades de la política, intelectuales y miembros de asociaciones de víctimas, como la eurodiputada Pagazaurtundua, el filósofo Savater, el historiador Castell y la presidenta de Covite, Consuelo Ordóñez, entre otros, y firmado por miles de ciudadanos, por el que exige al Gobierno una ”respuesta clara y inequívoca” para que el fin de ETA se haga “sin impunidad, con ley y con justicia”.
De hecho, el Gobierno de España ha exigido a la banda terrorista que “pida perdón a sus víctimas” y que desaparezca. En una intervención en la Comisión de Interior del Congreso de los Diputados, el ministro del Interior, Juan Ignacio Zoido, concretó que de ETA espera su “rendición definitiva, entrega de las ramas y perdón a las víctimas”.
No cabe duda de que las más de 800 víctimas mortales del terrorismo etarra merecen el apoyo y el reconocimiento de la sociedad española. Merecen toda la ayuda que pueda prestarles el Gobierno. Merecen que se persigan y se castiguen a los autores que han asesinado o herido a sus familiares y amigos. Y merecen, sobre todo, que este horror acabe definitivamente y se deje de matar a más inocentes de manera tan miserable y sin motivo alguno.
Por ello, hay que afianzar por todos los medios posibles el fin de los asesinatos y la cicatrización de las heridas. Y estas últimas no se cierran con una simple declaración de arrepentimiento por parte de los verdugos, sino pasando página y dejando que el tiempo consolide una paz sin muertos, con o sin perdón de los criminales, a los que la Justicia exigirá, en cualquier caso, las responsabilidades penales correspondientes, como a cualquier delincuente.
De un ladrón no se espera que pida perdón a su víctima, sino que sea apresado, condenado y, a ser posible, devuelva lo hurtado o afronte una indemnización. En su conciencia quedará, si tiene esa sensibilidad, la valoración moral de su conducta, lo que es indiferente a la actuación de la Justicia.
Es verdad que quedan más de 300 asesinatos de ETA sin resolver, por lo que la labor de la Justicia no se verá afectada por ninguna declaración de renuncia a la violencia ni por una entrega de armas. Los delitos se dirimen con el Código Penal y el Estado de Derecho en los Tribunales de Justicia. Es lo único que hay que desear a quien decide dejar de delinquir.
A los terroristas de ETA, a su entorno y a quienes apoyaban sus acciones, podrá o no quedarles el resquemor en sus conciencias por esas más de 800 personas inocentes asesinadas vilmente, pero el recuerdo de las víctimas perdurará en la memoria de los españoles durante generaciones cada vez que valoren el alto precio que pagaron para que por fin en España haya paz sin muertos.
Durante todo ese tiempo, más de 800 ciudadanos, entre los que se cuentan policías, soldados, políticos, jueces, empresarios, funcionarios o personas que pasaban por allí, fueron objetivo de los coches bomba o los tiros en la nuca, siempre a traición y sin motivo alguno excepto, quizá, el de representar al Estado español desde un puesto sin distinción política o vivir confiados en una convivencia amenazada por los pistoleros etarras.
Fueron años de plomo y fuego en los que los entierros por las víctimas se producían cada semana, así como las manifestaciones de repulsa, y los guardaespaldas tenían asegurado un empleo con los miles de cargos públicos que se atrevían acceder a un ayuntamiento, una comisaría o alguna institución siendo ajenos a una formación abertzale o al Partido Nacionalista Vasco (PNV).
El miedo y el silencio impregnaban no solo los ambientes de la “cosa” pública, sino también en las familias, los barrios, las tascas y cualquier espacio en el que un comentario te hiciera destacar como un “no comprometido” con la causa, es decir, como alguien no comprensivo con los asesinos y, por tanto, un “perro españolista”.
Catedráticos, escritores y, desde luego, toda persona que fuera crítica, aun tangencialmente, con la violencia indiscriminada de la banda terrorista, tuvieron que exiliarse de su lugar de nacimiento o residencia hacia otras regiones de España para evitar los chantajes, las amenazas de muerte o el aislamiento por parte de los “acomodados” e intentar, así, salvar la vida.
A excepción de los curas y de los cocineros, cualquier ciudadano podía estar en la diana de los que ponen muertos encima de la mesa como estrategia para conseguir sus fines políticos de secesionismo. Sin ningún resultado.
La lucha policial emprendida contra los terroristas y sus cómplices, la política penitenciaria de dispersión de estos presos fuera del País Vasco, el “estrangulamiento” financiero y proselitista de las herriko tabernas, la decidida colaboración de Francia para dejar de ser un santuario de los terroristas huidos, el cada vez más minoritario apoyo social a los violentos y la actitud de monolítico rechazo de los demócratas de cualquier signo político han permitido, con los años, doblegar a la banda de ETA y forzar su renuncia a la violencia y el asesinato.
Ni siquiera las negociaciones que distintos gobiernos mantuvieron con ella por lograr la paz mediante el diálogo consiguieron que dejara de matar. Tampoco los “atajos” fuera de la ley de los grupos parapoliciales y de guerra sucia.
Solo la presión policial, social y política, ejercida desde la ley y la democracia, derrotó a ETA y contuvo su locura. Solo así se consiguió que ETA anunciara en octubre de 2011 el cese definitivo de su actividad armada y que, seis años después y sin ningún muerto más que sumar a la lista, procediera a la entrega, más testimonial que efectiva, de las armas.
Por fin, el terrorismo de ETA había sido erradicado de la realidad española y la paz, ya sin muertos, conseguía imponerse no solo en el País Vasco sino en todo el territorio nacional. Se ha culminado lo que durante más de 50 años se había estado anhelando: que ETA dejara de matar. Un logro atribuible al Estado de Derecho y a la Democracia.
Pero en este capítulo final del terrorismo de ETA, cuando se silencian definitivamente las armas y la violencia cede paso al debate pacífico de las ideas políticas, muchos muestran su temor de que la derrota de ETA no sea definitiva si no viene acompaña de un arrepentimiento expreso del dolor y daño causados, una condena clara del terrorismo y del perdón manifiesto a las víctimas.
Los que desconfían del fin de la violencia desean una victoria moral –ya conseguida con la derrota física– y un desarme real que incluya también la renuncia del “relato” con el que la banda criminal pretende justificar su largo historial sanguinario.
Si el fin de la violencia no viene unida a esta asunción de culpa por parte de ETA, cualquier acto de los terroristas, como es el cese de la violencia y la entrega de armas, aunque sean actos que suponen su derrota, se considera un paripé propagandístico con el que se intenta, además de constituir una nueva ofensa a las víctimas, evitar la autocrítica –reconocer que no había motivos para matar, nunca- y la impunidad –no responder ante la Justicia–.
Ese es el sentido de un Manifiesto por un fin de ETA sin impunidad promovido por personalidades de la política, intelectuales y miembros de asociaciones de víctimas, como la eurodiputada Pagazaurtundua, el filósofo Savater, el historiador Castell y la presidenta de Covite, Consuelo Ordóñez, entre otros, y firmado por miles de ciudadanos, por el que exige al Gobierno una ”respuesta clara y inequívoca” para que el fin de ETA se haga “sin impunidad, con ley y con justicia”.
De hecho, el Gobierno de España ha exigido a la banda terrorista que “pida perdón a sus víctimas” y que desaparezca. En una intervención en la Comisión de Interior del Congreso de los Diputados, el ministro del Interior, Juan Ignacio Zoido, concretó que de ETA espera su “rendición definitiva, entrega de las ramas y perdón a las víctimas”.
No cabe duda de que las más de 800 víctimas mortales del terrorismo etarra merecen el apoyo y el reconocimiento de la sociedad española. Merecen toda la ayuda que pueda prestarles el Gobierno. Merecen que se persigan y se castiguen a los autores que han asesinado o herido a sus familiares y amigos. Y merecen, sobre todo, que este horror acabe definitivamente y se deje de matar a más inocentes de manera tan miserable y sin motivo alguno.
Por ello, hay que afianzar por todos los medios posibles el fin de los asesinatos y la cicatrización de las heridas. Y estas últimas no se cierran con una simple declaración de arrepentimiento por parte de los verdugos, sino pasando página y dejando que el tiempo consolide una paz sin muertos, con o sin perdón de los criminales, a los que la Justicia exigirá, en cualquier caso, las responsabilidades penales correspondientes, como a cualquier delincuente.
De un ladrón no se espera que pida perdón a su víctima, sino que sea apresado, condenado y, a ser posible, devuelva lo hurtado o afronte una indemnización. En su conciencia quedará, si tiene esa sensibilidad, la valoración moral de su conducta, lo que es indiferente a la actuación de la Justicia.
Es verdad que quedan más de 300 asesinatos de ETA sin resolver, por lo que la labor de la Justicia no se verá afectada por ninguna declaración de renuncia a la violencia ni por una entrega de armas. Los delitos se dirimen con el Código Penal y el Estado de Derecho en los Tribunales de Justicia. Es lo único que hay que desear a quien decide dejar de delinquir.
A los terroristas de ETA, a su entorno y a quienes apoyaban sus acciones, podrá o no quedarles el resquemor en sus conciencias por esas más de 800 personas inocentes asesinadas vilmente, pero el recuerdo de las víctimas perdurará en la memoria de los españoles durante generaciones cada vez que valoren el alto precio que pagaron para que por fin en España haya paz sin muertos.
DANIEL GUERRERO