Cuando llueve, la ciudad se vuelve un espejo. Los edificios se toman un respiro para observarse y admirarse en los charcos. Las personas son sustituidas por coches, miles de coches, personas aisladas entre chapas y cristales. Yo soy esa chica que ocupa un asiento del autobús que da a la ventana. Puedo mirar todo sin formar parte de nada. De vez en cuando, el vaho de los cuerpos que habitamos este espacio empaña los cristales y entonces entro en una especie de túnel luminoso.
No sé dónde estoy, ni puedo ver la parada: solo siento el movimiento. Nos desplazamos en una alfombra mágica que nos lleva donde ella quiere. Estoy hablando de los autobuses antiguos que aún quedan. Los nuevos te cantan las paradas, callando la posible conversación: "¿Cuál es la siguiente parada?".
Me gusta la lluvia, el agua que cae limpiando y purificando ese aire que nuestro cuerpo necesita. El tiempo te invita a entrar en tu casa, a protegerte, a pararte y a observar aquello que nunca ves. Si además hace frío, uhmmmm... Mi habitación es mi castillo, desde allí puedo escuchar rugir al viento, sentir cómo el agua golpea los cristales y dejarme mecer por una sensación infinita de protección que hace brotar en mí un sentimiento de agradecimiento. Estoy dentro, con mi mantita, mi libro y mi calor. Estoy a salvo.
Me ha venido a la cabeza una idea. ¿Y si pudiera conectar con ese sensación los días en que hace sol pero me cruzo con gente que ruge? Meterme dentro de mí, encender la estufa que pega a mi corazón, abrigarme con mis brazos y sentirme protegida de la maldad. Sentirme en calma. Tengo que practicarlo.
Aunque me resulte duro creerlo, hay gente mala. Hay gente egoísta, que pisa sin mirar, que tiene miles de dobleces, que diría cualquier cosa para obtener lo que quiere y para quienes las personas no son más que piedras sobre las que apoyarse en su camino.
Por eso me gusta la gente sencilla, la que nada ambiciona, la que te mira a los ojos y te dice lo que piensa. La que no sufre de disonancia cognitiva: su vida es un ejemplo de sus creencias y valores. Como decía mi abuela: "hechos son amores y no buenas razones". Y ahora me voy a la cama pidiéndole al universo que me preserve y ponga en mi camino buenos corazones.
No sé dónde estoy, ni puedo ver la parada: solo siento el movimiento. Nos desplazamos en una alfombra mágica que nos lleva donde ella quiere. Estoy hablando de los autobuses antiguos que aún quedan. Los nuevos te cantan las paradas, callando la posible conversación: "¿Cuál es la siguiente parada?".
Me gusta la lluvia, el agua que cae limpiando y purificando ese aire que nuestro cuerpo necesita. El tiempo te invita a entrar en tu casa, a protegerte, a pararte y a observar aquello que nunca ves. Si además hace frío, uhmmmm... Mi habitación es mi castillo, desde allí puedo escuchar rugir al viento, sentir cómo el agua golpea los cristales y dejarme mecer por una sensación infinita de protección que hace brotar en mí un sentimiento de agradecimiento. Estoy dentro, con mi mantita, mi libro y mi calor. Estoy a salvo.
Me ha venido a la cabeza una idea. ¿Y si pudiera conectar con ese sensación los días en que hace sol pero me cruzo con gente que ruge? Meterme dentro de mí, encender la estufa que pega a mi corazón, abrigarme con mis brazos y sentirme protegida de la maldad. Sentirme en calma. Tengo que practicarlo.
Aunque me resulte duro creerlo, hay gente mala. Hay gente egoísta, que pisa sin mirar, que tiene miles de dobleces, que diría cualquier cosa para obtener lo que quiere y para quienes las personas no son más que piedras sobre las que apoyarse en su camino.
Por eso me gusta la gente sencilla, la que nada ambiciona, la que te mira a los ojos y te dice lo que piensa. La que no sufre de disonancia cognitiva: su vida es un ejemplo de sus creencias y valores. Como decía mi abuela: "hechos son amores y no buenas razones". Y ahora me voy a la cama pidiéndole al universo que me preserve y ponga en mi camino buenos corazones.
MARÍA JESÚS SÁNCHEZ