Pedro Sánchez, reelegido secretario general de los socialistas de manera abrumadora en un proceso de primarias después de haber sido forzado a dimitir en un convulso comité federal hace solo ocho meses, ha nombrado un nuevo Comité Ejecutivo Federal con personas de su plena confianza y en total sintonía con él. No quiere que otra vez vuelvan a posicionarse en su contra y obligarlo a abandonar la dirección del partido.
Esa es la consecuencia del cambio más novedoso acaecido en la organización socialista: modificar el modelo de extracción de los componentes de la dirección federal, que integraba a los discrepantes y respetaba, en cierta medida, la representación territorial de las distintas federaciones (los famosos “barones”), por una concentración del poder que acapara el ahora elegido y le permite rodearse exclusivamente de sus más fieles escuderos.
Incluso su posible destitución ha de ser consultada a esas bases que lo votaron, blindando de esta manera el cargo frente a una probable censura por parte de los órganos competentes del Comité Intercongresos o Federal.
Podría decirse que se ha optado por una ejecutiva presidencialista en vez de colegiada, propia de un organismo supuestamente federal. Todo lo cual, no obstante, es legal y fruto de la normativa por la que se rige el partido desde que asumió convocar primarias para la elección de sus dirigentes. Nada que objetar, por tanto, salvo una escasa generosidad y ese cariz vengativo que denota la nueva Ejecutiva del PSOE en sus primeras medidas.
Cariz vengativo porque, al parecer, se ha optado por extender la pétrea homogeneidad “cesarista” que exige el renombrado líder a las distintas federaciones que le negaron su apoyo en primarias. Todos esos “barones” díscolos se van a tener que enfrentar a candidatos que disputen su liderazgo en los próximos congresos regionales y que, presumiblemente, surgirán con la bendición de la nueva dirección federal del PSOE.
La intención implícita es la sustitución de esos líderes locales críticos por otros afines al secretario general. Tal actitud queda lejos de “coser” el partido como todos decían desear. Más bien parece uniformarlo en el silencio acrítico en vez de unirlo en la diversidad de sus voces hasta lograr un coro perfectamente armónico.
La gran “novedad” del PSOE consiste, por lo que puede apreciarse, en un empoderamiento de las bases, de semejanza asamblearia, en detrimento de la democracia representativa seguida hasta la fecha para la extracción de las élites que conforman el “aparato” del partido. De ahí aquella exitosa argucia electoral de diferenciar un PSOE de los militantes de otro supuestamente de las élites, del “aparato” y también, cómo no, de la gestora.
Todo ello se ha precipitado cuando ha convenido a un líder que persigue alcanzar como sea acuerdos con otras formaciones parlamentarias que posibiliten desalojar al Gobierno de Mariano Rajoy. Algo legítimo de todo partido cuando es posible, pero contraproducente si es a causa de una obcecación ajena al resultado electoral e inviable con la actual aritmética parlamentaria y el apoyo de fuerzas desintegradoras de la cohesión territorial y social.
Hay que recordar, al respecto, que las coaliciones de gobierno son honestas cuando se establecen y concurren previamente en elecciones para que los ciudadanos decidan. Además, no se forjan a cualquier precio, puesto que suelen ser más inestables cuanto mayor son las diferencias entre los coaligados. El proyecto y hasta la identidad del partido que las necesita pueden disolverse entre las exigencias nunca suficientes de sus provisionales socios de gobierno.
Y ese afán de Pedro Sánchez por conseguir acuerdos con las “fuerzas del cambio” para desbancar al Gobierno del Partido Popular no es, en absoluto, nada nuevo, pues ya fue una iniciativa que resultó fallida en 2016 tras dos elecciones generales, con resultados cada vez peores para los socialistas.
Aquella intransigencia en seguir intentándolo, sin importar condenar al país a un tercer proceso electoral y mantenerlo paralizado con un Gobierno en funciones durante cerca de un año, fue lo que provocó su desautorización por un Comité Federal ante el que, finalmente, acabó presentando su dimisión.
Prefería unas terceras elecciones a desatascar la situación de bloqueo mediante la abstención del Grupo Parlamentario Socialista, lo que acarreraría –como de hecho sucedió– la constitución de un Gobierno en minoría del Partido Popular, al que los ciudadanos habían dado su confianza como primera fuerza parlamentaria, aunque con una minoría mayoritaria.
Una abstención que se negaba acatar esgrimiendo el mantra del “no es no” –por eso dimitió también como diputado–, pero que ahora –las vueltas que da la vida– no ha tenido empacho en utilizar con ocasión de la moción de censura presentada por Podemos contra ese mismo Gobierno.
Pero es que ni siquiera el lema “somos la izquierda” del XXXIX Congreso del PSOE supone novedad alguna más allá del mero recurso publicitario, útil para atraerse a los socialistas descontentos que hayan podido pasarse a Podemos.
Se supone que de izquierdas siempre se han reconocido los socialistas, aunque se comporten como una izquierda moderada que se limita a reformar el capitalismo con medidas sociales que se articulan en ese llamado Estado de Bienestar que la socialdemocracia impulsó en Europa tras la Segunda Guerra Mundial.
Afirmar “somos la izquierda” constituye una obviedad desde los tiempos de Pablo Iglesias y Francisco Largo Caballero, máxime cuando el “viejo” PSOE nunca ha sido la derecha, aunque se le pareciera. Pero pregonar ser la izquierda para contrarrestar la competencia de un partido radical de izquierdas con la radicalización propia, es cosa distinta y delicada en un partido históricamente reformista y moderado que ha conseguido, cuando ha tenido oportunidad de gobernar, los mayores avances en la modernización, el bienestar y el progreso de este país en las últimas cuatro décadas.
Más que eslóganes, la tendencia ideológica se demuestra con un programa y unas iniciativas que responden a las necesidades más perentorias de los ciudadanos, aquellas que provocan desigualdad y pobreza, y que pueden ser factibles en una coyuntura de dificultades y crisis como la que todavía estamos sorteando.
Del igual modo, también es simple tactismo la promesa del “nuevo” PSOE de someter a las bases cualquier acuerdo de envergadura que pretenda adoptar la cúpula del partido, como si esa consulta fuera más democrática que el ejercicio de sus competencias de una dirección resultante de la democracia representativa.
Todo depende, sea cual sea el método de implementar iniciativas, de su concordancia con lo prometido por escrito en el programa electoral. Garantizar lo estipulado con los votantes es mucho más coherente y democrático que unos plebiscitos que, en realidad, eximen de responsabilidad por sus acciones a los dirigentes, elegidos precisamente para llevar a cabo lo acordado en el programa.
Claro que, por si fuera poco, ese es otro problema mayúsculo: ¿qué programa se va a cumplir? ¿El de España como nación o el de un país plurinacional? ¿El que confía en ganar elecciones para gobernar o el que busca acuerdos parlamentarios con quien sea para conseguirlo? ¿El que cuenta con todo su patrimonio humano, sean militantes o líderes, en un permanente esfuerzo de integración o el que causa división en aras de una homogeneización monolítica?
¿El que renunció al marxismo en 1979 o el que pretende resucitarlo como filosofía política y modelo social? ¿El que propugna un proyecto para España o un trampolín a medida para un determinado líder? ¿El que prioriza la estabilidad política y el interés general a la legítima ambición partidista? ¿El que apela a un pluralismo incluyente o el que se basa en un populismo de barricadas?
No es fácil decidirse porque uno y otro programa se confunden en ese “nuevo” PSOE que se decanta por un estado plurinacional al tiempo que reconoce que la soberanía nacional reside en el conjunto del pueblo español; que aspira a la unidad pero segrega a quienes expresan algún disenso; que busca obsesivamente el pacto con las “fuerzas del cambio”, pero descarta el apoyo de los partidos independentistas o separatistas.
Tal es el “nuevo PSOE que comienza su andadura bajo la batuta de Pedro Sánchez, cuya idoneidad se verá confirmada, como obsesivamente pretende, si logra llevar a los socialistas al Gobierno y, fundamentalmente, si recupera la confianza del electorado para volver a ganar elecciones sin tener que pagar hipotecas de coalición que desnaturalicen su identidad y su mensaje. Este es el reto que deberá superar y para el que se le ha dado una segunda oportunidad. Confiemos en que sepa aprovecharla.
Esa es la consecuencia del cambio más novedoso acaecido en la organización socialista: modificar el modelo de extracción de los componentes de la dirección federal, que integraba a los discrepantes y respetaba, en cierta medida, la representación territorial de las distintas federaciones (los famosos “barones”), por una concentración del poder que acapara el ahora elegido y le permite rodearse exclusivamente de sus más fieles escuderos.
Incluso su posible destitución ha de ser consultada a esas bases que lo votaron, blindando de esta manera el cargo frente a una probable censura por parte de los órganos competentes del Comité Intercongresos o Federal.
Podría decirse que se ha optado por una ejecutiva presidencialista en vez de colegiada, propia de un organismo supuestamente federal. Todo lo cual, no obstante, es legal y fruto de la normativa por la que se rige el partido desde que asumió convocar primarias para la elección de sus dirigentes. Nada que objetar, por tanto, salvo una escasa generosidad y ese cariz vengativo que denota la nueva Ejecutiva del PSOE en sus primeras medidas.
Cariz vengativo porque, al parecer, se ha optado por extender la pétrea homogeneidad “cesarista” que exige el renombrado líder a las distintas federaciones que le negaron su apoyo en primarias. Todos esos “barones” díscolos se van a tener que enfrentar a candidatos que disputen su liderazgo en los próximos congresos regionales y que, presumiblemente, surgirán con la bendición de la nueva dirección federal del PSOE.
La intención implícita es la sustitución de esos líderes locales críticos por otros afines al secretario general. Tal actitud queda lejos de “coser” el partido como todos decían desear. Más bien parece uniformarlo en el silencio acrítico en vez de unirlo en la diversidad de sus voces hasta lograr un coro perfectamente armónico.
La gran “novedad” del PSOE consiste, por lo que puede apreciarse, en un empoderamiento de las bases, de semejanza asamblearia, en detrimento de la democracia representativa seguida hasta la fecha para la extracción de las élites que conforman el “aparato” del partido. De ahí aquella exitosa argucia electoral de diferenciar un PSOE de los militantes de otro supuestamente de las élites, del “aparato” y también, cómo no, de la gestora.
Todo ello se ha precipitado cuando ha convenido a un líder que persigue alcanzar como sea acuerdos con otras formaciones parlamentarias que posibiliten desalojar al Gobierno de Mariano Rajoy. Algo legítimo de todo partido cuando es posible, pero contraproducente si es a causa de una obcecación ajena al resultado electoral e inviable con la actual aritmética parlamentaria y el apoyo de fuerzas desintegradoras de la cohesión territorial y social.
Hay que recordar, al respecto, que las coaliciones de gobierno son honestas cuando se establecen y concurren previamente en elecciones para que los ciudadanos decidan. Además, no se forjan a cualquier precio, puesto que suelen ser más inestables cuanto mayor son las diferencias entre los coaligados. El proyecto y hasta la identidad del partido que las necesita pueden disolverse entre las exigencias nunca suficientes de sus provisionales socios de gobierno.
Y ese afán de Pedro Sánchez por conseguir acuerdos con las “fuerzas del cambio” para desbancar al Gobierno del Partido Popular no es, en absoluto, nada nuevo, pues ya fue una iniciativa que resultó fallida en 2016 tras dos elecciones generales, con resultados cada vez peores para los socialistas.
Aquella intransigencia en seguir intentándolo, sin importar condenar al país a un tercer proceso electoral y mantenerlo paralizado con un Gobierno en funciones durante cerca de un año, fue lo que provocó su desautorización por un Comité Federal ante el que, finalmente, acabó presentando su dimisión.
Prefería unas terceras elecciones a desatascar la situación de bloqueo mediante la abstención del Grupo Parlamentario Socialista, lo que acarreraría –como de hecho sucedió– la constitución de un Gobierno en minoría del Partido Popular, al que los ciudadanos habían dado su confianza como primera fuerza parlamentaria, aunque con una minoría mayoritaria.
Una abstención que se negaba acatar esgrimiendo el mantra del “no es no” –por eso dimitió también como diputado–, pero que ahora –las vueltas que da la vida– no ha tenido empacho en utilizar con ocasión de la moción de censura presentada por Podemos contra ese mismo Gobierno.
Pero es que ni siquiera el lema “somos la izquierda” del XXXIX Congreso del PSOE supone novedad alguna más allá del mero recurso publicitario, útil para atraerse a los socialistas descontentos que hayan podido pasarse a Podemos.
Se supone que de izquierdas siempre se han reconocido los socialistas, aunque se comporten como una izquierda moderada que se limita a reformar el capitalismo con medidas sociales que se articulan en ese llamado Estado de Bienestar que la socialdemocracia impulsó en Europa tras la Segunda Guerra Mundial.
Afirmar “somos la izquierda” constituye una obviedad desde los tiempos de Pablo Iglesias y Francisco Largo Caballero, máxime cuando el “viejo” PSOE nunca ha sido la derecha, aunque se le pareciera. Pero pregonar ser la izquierda para contrarrestar la competencia de un partido radical de izquierdas con la radicalización propia, es cosa distinta y delicada en un partido históricamente reformista y moderado que ha conseguido, cuando ha tenido oportunidad de gobernar, los mayores avances en la modernización, el bienestar y el progreso de este país en las últimas cuatro décadas.
Más que eslóganes, la tendencia ideológica se demuestra con un programa y unas iniciativas que responden a las necesidades más perentorias de los ciudadanos, aquellas que provocan desigualdad y pobreza, y que pueden ser factibles en una coyuntura de dificultades y crisis como la que todavía estamos sorteando.
Del igual modo, también es simple tactismo la promesa del “nuevo” PSOE de someter a las bases cualquier acuerdo de envergadura que pretenda adoptar la cúpula del partido, como si esa consulta fuera más democrática que el ejercicio de sus competencias de una dirección resultante de la democracia representativa.
Todo depende, sea cual sea el método de implementar iniciativas, de su concordancia con lo prometido por escrito en el programa electoral. Garantizar lo estipulado con los votantes es mucho más coherente y democrático que unos plebiscitos que, en realidad, eximen de responsabilidad por sus acciones a los dirigentes, elegidos precisamente para llevar a cabo lo acordado en el programa.
Claro que, por si fuera poco, ese es otro problema mayúsculo: ¿qué programa se va a cumplir? ¿El de España como nación o el de un país plurinacional? ¿El que confía en ganar elecciones para gobernar o el que busca acuerdos parlamentarios con quien sea para conseguirlo? ¿El que cuenta con todo su patrimonio humano, sean militantes o líderes, en un permanente esfuerzo de integración o el que causa división en aras de una homogeneización monolítica?
¿El que renunció al marxismo en 1979 o el que pretende resucitarlo como filosofía política y modelo social? ¿El que propugna un proyecto para España o un trampolín a medida para un determinado líder? ¿El que prioriza la estabilidad política y el interés general a la legítima ambición partidista? ¿El que apela a un pluralismo incluyente o el que se basa en un populismo de barricadas?
No es fácil decidirse porque uno y otro programa se confunden en ese “nuevo” PSOE que se decanta por un estado plurinacional al tiempo que reconoce que la soberanía nacional reside en el conjunto del pueblo español; que aspira a la unidad pero segrega a quienes expresan algún disenso; que busca obsesivamente el pacto con las “fuerzas del cambio”, pero descarta el apoyo de los partidos independentistas o separatistas.
Tal es el “nuevo PSOE que comienza su andadura bajo la batuta de Pedro Sánchez, cuya idoneidad se verá confirmada, como obsesivamente pretende, si logra llevar a los socialistas al Gobierno y, fundamentalmente, si recupera la confianza del electorado para volver a ganar elecciones sin tener que pagar hipotecas de coalición que desnaturalicen su identidad y su mensaje. Este es el reto que deberá superar y para el que se le ha dado una segunda oportunidad. Confiemos en que sepa aprovecharla.
DANIEL GUERRERO