Luis Landero publica La vida negociable, una novela de título sugestivo, con la que vuelve de lleno a la ficción. Su personaje, Hugo Bayo, peluquero de profesión y genio incomprendido, es un pícaro moral. Se considera llamado a un gran destino, pero este nunca llega. Solo tiene un don: el don de la peluquería. Y de ahí no logra escapar. Tal vez por eso, antes de encontrar el título definitivo, la novela encontró hueco en otro título posible: Historia de un hombre inútil.
La prosa es amable y socarrona, agria y dulce a la par. Los personajes guardan todos las características, el perfil y los sueños revueltos de ese linaje de alta costura literaria al que nos tiene acostumbrados su autor. Una galería de sujetos que intenta huir del bisturí de quien los dibuja, pero que acaban sucumbiendo a su destino indeclinable.
No sabe a ciencia cierta cómo surgen estos tipos ni cómo cobran la vida que él les da. Dice que no lo sabe porque no es psicólogo, sino narrador. Considera que el humor es fundamental en la literatura y que en España está sobrevalorado lo grave, que “a veces más que grave es solemne”.
Sorprendió para siempre a sus lectores en 1989 cuando invadió la escena editorial con Juegos de la edad tardía, una joya al servicio de un absurdo sin límites y de una imaginación desbordante. Y un libro imprescindible en la historia de nuestra literatura. Fue solo la primera. Le siguieron Caballeros de fortuna, El mágico aprendiz, El guitarrista, Hoy, Júpiter, Absolución y El balcón en invierno.
—Para el padre de tu personaje, Hugo Bayo, todo es negociable en la vida, incluso el sueño de la eternidad. ¿Así es para el ser humano?
—Hombre, si uno lee un manual de Historia o si uno lee el periódico todos los días, te das cuenta de que el hombre negocia con el mismo Satanás y que es capaz de negociar todo. La Historia nos lo dice. Hasta qué punto de perversión es capaz el ser humano. Ahora, si me dices que si todos, todos, podemos negociar todo, pues no. De ninguna manera. Yo estoy seguro de que hay gente que puede negociar algo. Todos somos un poco pícaros y todos negociamos algo, pero hay cosas innegociables y esa es la esperanza que yo tengo en el ser humano, que haga cosas que son completamente innegociables.
—En ‘El balcón en invierno’ volviste la mirada hacia adentro en busca de pedazos de tu propia memoria. Ahora de nuevo regresas a la ficción con una novela magistral. ¿Crisis superada, si la hubo?
—(Ríe). En caso de que la hubiera, que no la hubo realmente. Bueno, la hubo pero era una crisis puntual, como todas las que tenemos. Joder, todos hemos tenido crisis. Pero luego las superamos. Son pequeños baches, pequeñas cosas, desconfianza, desencuentros. Pero sí, completamente superada. Además, yo sabía que volvería naturalmente a la novela. ¿Cómo no?
—En la vida de Hugo Bayo se produce un punto de inflexión cuando descubre que su madre es infiel al padre y esta creencia pervierte su destino.
—Efectivamente. A veces la vida nos pone en una encrucijada. Ojalá que no nos veamos en ella nunca. Pero a veces nos pone en una encrucijada donde, como Ulises, tenemos que amarrarnos o taparnos los oídos con cera, o escuchar el canto de las sirenas. Y el canto de las sirenas, o sea, la tentación del mal, la tentación del poder, la tentación del dinero, es muy fuerte. Y entonces tienes la tentación de convertirte en un canalla o en una buena persona. Pero, naturalmente, él se convierte en un canalla, porque si se convierte en una buena persona, la novela no va a ningún lado. Me quedo sin novela, claro (ríe). Tiene que ser un canalla, claro.
—Llama la atención de tu historia los continuos virajes, los giros disparatados, los continuos puntos de inflexión. Cuando crees haber encontrado el camino a seguir, la trama se tuerce.
—En la portada ves que hay un tipo hecho polvo ahí sentado. Pero dentro de un momento ese tipo se va a levantar. Se va a levantar. “Eureka”, va a decir. Y va a salir disparado hacia un buen sitio. Entonces, lo veremos andando, luego lo veremos otra vez sentado y jodido. Pero ese el negocio de vivir.
El negocio de vivir es levantarse, es tirar palante, luego, joder, sentarte, porque resulta que la torre de Babel que ibas a hacer de no sé cuántos pisos se ha quedado en la segunda planta. Te tienes que sentar y luego seguir palante. Y así andamos tejiendo y destejiendo, como Penélope. Y yo creo que algo de eso hay en la propia condición humana. Es sentarte, levantarte, caer, levantarte y seguir palante.
—Esta, como todas las tuyas, es una novela de personajes. Entre ellos, cabe destacar al padre, administrador de fincas y de trapicheos, de doble moral y de sentencias bíblicas, gordo y enamorado ciegamente de su mujer. ¿Cómo surgen estos personajes?
—Para mí es un poco misterioso. Porque, además, yo soy un narrador. No soy psicólogo. Antonio, de mí no esperes que yo te dé una explicación psicológica. ¿Entonces, por qué me salió así? Coño, pues no lo sé. Me salió. Salió. ¿Por qué lo hice gordo? Pues tampoco lo sé. Porque en un momento tienes que hacerlo de una manera. Y de pronto se me ocurre, pues lo voy a hacer gordo, y más gordo, y muy gordo, y muy enamorado y muy religioso. Así trabaja un escritor, con cosas un poco artesanales, ¿no?
Cuántos kilos pesa, cuántos kilovatios de amor/hora tiene, cuál es su amor, a qué dedica el tiempo libre, como decía la canción, pues a leer la Biblia. Y un personaje es así. No lo construyes psicológicamente. Los construyo sensorialmente y luego, según van actuando, ellos mismos se van haciendo, claro, y van evolucionando. Pero sí, me ha salido gordo, enamorado y religioso. Una mezcla extraña, pero bueno.
—Un mundo de pícaros y supervivientes. Picaresca, humor, sarcasmo. Mundos subterráneos que pocos describen. Amén de ti y de Eduardo Mendoza.
—Es que el humor es fundamental. Sin embargo, no está demasiado bien valorado en este país. Parece que cuanto más trágica está la cosa, más seria es. Y parece que el humor… cuando tenemos a Cervantes, a Quevedo, a Valle-Inclán. Entonces, el humor es fundamental porque te da una visión distinta del mundo. Es un punto de vista nuevo el humor. El humor inquietante, ese humor que a veces te hiela la sangre. El humor que, efectivamente, le consigue encontrar una perspectiva que revela verdades que estaban escondidas y de pronto el humor las revela.
—Ahora, con la concesión del Premio Cervantes a Eduardo Mendoza, también se reconoce esta faceta del humor en la literatura.
—Yo creo que está más que sobrevalorado lo grave, que a veces más que grave es solemne. En este país, la solemnidad está muy bien vista porque a veces se confunde con profundidad, con complejidad y demás. Y es solamente eso: fanfarrias.
—Otro personaje singular es la mujer del coronel. Mientras hace la mili, Hugo acicala las axilas y el pubis de la coronela. Tal vez sea el momento más efervescente y divertido del libro. Me reí muchísimo leyendo esas páginas.
—(Ríe). Yo me lo he pasado muy bien escribiéndola, porque efectivamente es un poco la encarnación de la mujer primigenia, de la hembra primigenia. Una hembra que aparece, por ejemplo, en Faulkner, en El villorrio. Es la mujer primigenia, la mujer frondosa, la mujer devoradora. Es un poco la amantis religiosa, la que devora a los hombres. Y la coronela es un poco esto. Y, claro, que su primera experiencia erótica tenga lugar con semejante ejemplar, pues tiene su aquel y como es un peluquero qué mejor que aparezcan las axilas, el pubis, todo esto. Es que la novela te va dando todo.
—‘La vida negociable’ habla sobre todo de la infinita capacidad de reinventarnos para no sucumbir a los reveses de la vida.
—Sobre todo, la gente insatisfecha, porque los que son felices, ojo, dichosos ellos. Pero los que no somos felices, los que somos de por sí insatisfechos, necesitamos bichear, tenemos que reinventarnos, reinventar la ilusión, como hace Don Quijote.
Don Quijote y Sancho todos los días se levantan en la floresta y dicen, bueno, a ver qué nos pasa hoy. Y de eso de trata, de reinventarse para no sucumbir, por un lado, al tedio y, por otro lado, para que la vida tenga algún sentido.
—A Hugo le gusta encajar cada momento de su vida en un género literario: comedia, drama, género policiaco, folletín, esperpento. A fin de cuentas, ese salto de un género a otro, de un quiebro a otro, es el motor que mueve la historia y que da diversidad y continuidad al mismo tiempo.
—Todos nosotros, en nuestra vida, tocamos todos los palos. Sea por alegrías o por seguidillas. Hemos tenido tragedia, hemos tenido comedia, esperpento, sainete. Qué no habremos tenido. Y la vida, efectivamente, es un popurrí de géneros de todo tipo.
—He leído que esta es tu novela más agria. Aunque sería más correcto decir que es agridulce.
—Me alegro que lo veas así, porque yo también lo veo así. Yo creo que tiene algo de agrio y algo de dulce. Pero porque el sabor de la vida es agridulce, joder. La vida está llena de belleza, está llena de amistad, de amor, de tortillas de patatas, de paisajes, llena de belleza. Uno quisiera vivir para siempre. Pero luego también está llena de horror. Está la enfermedad, está la brevedad de la vida, está la muerte, está todo esto, están las guerras, está la crueldad. De manera que el sabor propio de la vida es agridulce.
—Pero yo me refería al tratamiento que da el autor a los personajes, que los barniza de ternura, que no se desprenden de su aspecto humano.
—Yo lo que nunca hago es despojar al personaje de su cosa humana. De convertirlo en títere, como hace Valle-Inclán, que lo hace muy bien y es su manera de hacerlo. Yo, jamás. Porque no me sale además convertirlo en títere, descarnarlo, sino que en la encarnadura humana siempre irá, aunque sea el individuo más canalla del mundo. Como no puede ser de otra manera, creo yo.
—Hugo no quiere ser peluquero, pero el oficio nunca le abandona. Como si el destino estuviera escrito y no se pudiera hacer nada contra él.
—No debe estar escrito. Uno tiene que ser libre y debe currarse su destino porque, de lo contrario, no vale la pena vivir. Todo conformismo y todo fatalismo es reaccionario y no puede ser así. Lo que pasa es que una cosa es lo que uno quiere conseguir y otra cosa es lo que consigue en la vida.
Uno aspira a mucho y luego la vida te pone en tu sitio. Y entonces tienes que negociar entre el joven que fuiste, soñador, rebelde, romántico y tal, y luego el señor mayor y mediano en que te has convertido. No hay que idealizar ni los desafueros de la juventud ni las mezquindades de la medianía, de la mediocridad. Es que a veces se sublima todo eso. Está muy bien pactar con la vida y está muy bien encontrar la felicidad en la medianía.
—La novela es también una historia de amor. O más bien dos: la de Hugo y Leo y la de los padres. Y ambas un tanto extrañas.
—Es que es una historia de amor. Incluso es una doble historia de amor, porque también están los padres. Es una historia de búsqueda desesperada del amor. Ellos no se soportan pero tampoco pueden vivir separados. Eso de contigo ni sin ti tienen mis males remedio. Y ese amor que está hecho de rechazo y de atracción es un amor ambiguo, es un amor conflictivo, tormentoso, como me imagino que habrá muchos amores y los hemos visto en las películas americanas: esos amores terribles, tremendos.
—Dices que nunca te lo has planteado, pero es cierto que el libro está repleto de lecciones morales.
—Sí, pero porque la historia me lo pide. La historia me pide la reflexión moral. No porque yo reflexione, sino porque reflexiona él, el peluquero, el narrador. Y entonces él, naturalmente, tiene que reflexionar porque la vida le va llevando a encrucijadas morales. Tiene que resolverlas de alguna manera, sí.
—En los años noventa, los escritores erais reconocidos, os llamaban a participar en los debates públicos. En tu caso, incluso te pidieron opinión sobre la campaña de condones ‘Póntelo, pónselo’. Ahora ya no os llaman para nada. ¿Echas de menos aquellos tiempos?
—(Ríe). No, no, no. Sobre todo no echo de menos que no me llamen. ¿Para qué coño me tienen que llamar a mí para opinar de tonterías? Lo que sí echo de menos es que la cultura esté mejor valorada en la sociedad y más respetada. Desgraciadamente no lo está.
Ha sido sustituido el intelectual por el comunicador. Y el comunicador, el opinólgo, es quien realmente ocupa ese lugar. Pero lo digo en el buen sentido de la palabra, como narrador, porque yo no me considero un intelectual. Los intelectuales han sido un poco descatalogados. Y los comunicadores han ocupado su lugar, que son los charlatanes de guardia.
—Dices que las payasadas de Donald Trump pueden ser un reactivo, una vacuna cuyo virus reaccionará contra él. Te veo optimista.
—Sí. Bueno, optimista a palos. Como el médico a palos. Vamos a esperar a que esto pueda ser bueno. Y puede ser bueno. De hecho, he leído que los países latinoamericanos están cerrando filas con México. Europa también. Y esto puede que nos haga despertar de esta especie de letargo moral en el que vivimos.
La prosa es amable y socarrona, agria y dulce a la par. Los personajes guardan todos las características, el perfil y los sueños revueltos de ese linaje de alta costura literaria al que nos tiene acostumbrados su autor. Una galería de sujetos que intenta huir del bisturí de quien los dibuja, pero que acaban sucumbiendo a su destino indeclinable.
No sabe a ciencia cierta cómo surgen estos tipos ni cómo cobran la vida que él les da. Dice que no lo sabe porque no es psicólogo, sino narrador. Considera que el humor es fundamental en la literatura y que en España está sobrevalorado lo grave, que “a veces más que grave es solemne”.
Sorprendió para siempre a sus lectores en 1989 cuando invadió la escena editorial con Juegos de la edad tardía, una joya al servicio de un absurdo sin límites y de una imaginación desbordante. Y un libro imprescindible en la historia de nuestra literatura. Fue solo la primera. Le siguieron Caballeros de fortuna, El mágico aprendiz, El guitarrista, Hoy, Júpiter, Absolución y El balcón en invierno.
—Para el padre de tu personaje, Hugo Bayo, todo es negociable en la vida, incluso el sueño de la eternidad. ¿Así es para el ser humano?
—Hombre, si uno lee un manual de Historia o si uno lee el periódico todos los días, te das cuenta de que el hombre negocia con el mismo Satanás y que es capaz de negociar todo. La Historia nos lo dice. Hasta qué punto de perversión es capaz el ser humano. Ahora, si me dices que si todos, todos, podemos negociar todo, pues no. De ninguna manera. Yo estoy seguro de que hay gente que puede negociar algo. Todos somos un poco pícaros y todos negociamos algo, pero hay cosas innegociables y esa es la esperanza que yo tengo en el ser humano, que haga cosas que son completamente innegociables.
—En ‘El balcón en invierno’ volviste la mirada hacia adentro en busca de pedazos de tu propia memoria. Ahora de nuevo regresas a la ficción con una novela magistral. ¿Crisis superada, si la hubo?
—(Ríe). En caso de que la hubiera, que no la hubo realmente. Bueno, la hubo pero era una crisis puntual, como todas las que tenemos. Joder, todos hemos tenido crisis. Pero luego las superamos. Son pequeños baches, pequeñas cosas, desconfianza, desencuentros. Pero sí, completamente superada. Además, yo sabía que volvería naturalmente a la novela. ¿Cómo no?
—En la vida de Hugo Bayo se produce un punto de inflexión cuando descubre que su madre es infiel al padre y esta creencia pervierte su destino.
—Efectivamente. A veces la vida nos pone en una encrucijada. Ojalá que no nos veamos en ella nunca. Pero a veces nos pone en una encrucijada donde, como Ulises, tenemos que amarrarnos o taparnos los oídos con cera, o escuchar el canto de las sirenas. Y el canto de las sirenas, o sea, la tentación del mal, la tentación del poder, la tentación del dinero, es muy fuerte. Y entonces tienes la tentación de convertirte en un canalla o en una buena persona. Pero, naturalmente, él se convierte en un canalla, porque si se convierte en una buena persona, la novela no va a ningún lado. Me quedo sin novela, claro (ríe). Tiene que ser un canalla, claro.
—Llama la atención de tu historia los continuos virajes, los giros disparatados, los continuos puntos de inflexión. Cuando crees haber encontrado el camino a seguir, la trama se tuerce.
—En la portada ves que hay un tipo hecho polvo ahí sentado. Pero dentro de un momento ese tipo se va a levantar. Se va a levantar. “Eureka”, va a decir. Y va a salir disparado hacia un buen sitio. Entonces, lo veremos andando, luego lo veremos otra vez sentado y jodido. Pero ese el negocio de vivir.
El negocio de vivir es levantarse, es tirar palante, luego, joder, sentarte, porque resulta que la torre de Babel que ibas a hacer de no sé cuántos pisos se ha quedado en la segunda planta. Te tienes que sentar y luego seguir palante. Y así andamos tejiendo y destejiendo, como Penélope. Y yo creo que algo de eso hay en la propia condición humana. Es sentarte, levantarte, caer, levantarte y seguir palante.
—Esta, como todas las tuyas, es una novela de personajes. Entre ellos, cabe destacar al padre, administrador de fincas y de trapicheos, de doble moral y de sentencias bíblicas, gordo y enamorado ciegamente de su mujer. ¿Cómo surgen estos personajes?
—Para mí es un poco misterioso. Porque, además, yo soy un narrador. No soy psicólogo. Antonio, de mí no esperes que yo te dé una explicación psicológica. ¿Entonces, por qué me salió así? Coño, pues no lo sé. Me salió. Salió. ¿Por qué lo hice gordo? Pues tampoco lo sé. Porque en un momento tienes que hacerlo de una manera. Y de pronto se me ocurre, pues lo voy a hacer gordo, y más gordo, y muy gordo, y muy enamorado y muy religioso. Así trabaja un escritor, con cosas un poco artesanales, ¿no?
Cuántos kilos pesa, cuántos kilovatios de amor/hora tiene, cuál es su amor, a qué dedica el tiempo libre, como decía la canción, pues a leer la Biblia. Y un personaje es así. No lo construyes psicológicamente. Los construyo sensorialmente y luego, según van actuando, ellos mismos se van haciendo, claro, y van evolucionando. Pero sí, me ha salido gordo, enamorado y religioso. Una mezcla extraña, pero bueno.
—Un mundo de pícaros y supervivientes. Picaresca, humor, sarcasmo. Mundos subterráneos que pocos describen. Amén de ti y de Eduardo Mendoza.
—Es que el humor es fundamental. Sin embargo, no está demasiado bien valorado en este país. Parece que cuanto más trágica está la cosa, más seria es. Y parece que el humor… cuando tenemos a Cervantes, a Quevedo, a Valle-Inclán. Entonces, el humor es fundamental porque te da una visión distinta del mundo. Es un punto de vista nuevo el humor. El humor inquietante, ese humor que a veces te hiela la sangre. El humor que, efectivamente, le consigue encontrar una perspectiva que revela verdades que estaban escondidas y de pronto el humor las revela.
—Ahora, con la concesión del Premio Cervantes a Eduardo Mendoza, también se reconoce esta faceta del humor en la literatura.
—Yo creo que está más que sobrevalorado lo grave, que a veces más que grave es solemne. En este país, la solemnidad está muy bien vista porque a veces se confunde con profundidad, con complejidad y demás. Y es solamente eso: fanfarrias.
—Otro personaje singular es la mujer del coronel. Mientras hace la mili, Hugo acicala las axilas y el pubis de la coronela. Tal vez sea el momento más efervescente y divertido del libro. Me reí muchísimo leyendo esas páginas.
—(Ríe). Yo me lo he pasado muy bien escribiéndola, porque efectivamente es un poco la encarnación de la mujer primigenia, de la hembra primigenia. Una hembra que aparece, por ejemplo, en Faulkner, en El villorrio. Es la mujer primigenia, la mujer frondosa, la mujer devoradora. Es un poco la amantis religiosa, la que devora a los hombres. Y la coronela es un poco esto. Y, claro, que su primera experiencia erótica tenga lugar con semejante ejemplar, pues tiene su aquel y como es un peluquero qué mejor que aparezcan las axilas, el pubis, todo esto. Es que la novela te va dando todo.
—‘La vida negociable’ habla sobre todo de la infinita capacidad de reinventarnos para no sucumbir a los reveses de la vida.
—Sobre todo, la gente insatisfecha, porque los que son felices, ojo, dichosos ellos. Pero los que no somos felices, los que somos de por sí insatisfechos, necesitamos bichear, tenemos que reinventarnos, reinventar la ilusión, como hace Don Quijote.
Don Quijote y Sancho todos los días se levantan en la floresta y dicen, bueno, a ver qué nos pasa hoy. Y de eso de trata, de reinventarse para no sucumbir, por un lado, al tedio y, por otro lado, para que la vida tenga algún sentido.
—A Hugo le gusta encajar cada momento de su vida en un género literario: comedia, drama, género policiaco, folletín, esperpento. A fin de cuentas, ese salto de un género a otro, de un quiebro a otro, es el motor que mueve la historia y que da diversidad y continuidad al mismo tiempo.
—Todos nosotros, en nuestra vida, tocamos todos los palos. Sea por alegrías o por seguidillas. Hemos tenido tragedia, hemos tenido comedia, esperpento, sainete. Qué no habremos tenido. Y la vida, efectivamente, es un popurrí de géneros de todo tipo.
—He leído que esta es tu novela más agria. Aunque sería más correcto decir que es agridulce.
—Me alegro que lo veas así, porque yo también lo veo así. Yo creo que tiene algo de agrio y algo de dulce. Pero porque el sabor de la vida es agridulce, joder. La vida está llena de belleza, está llena de amistad, de amor, de tortillas de patatas, de paisajes, llena de belleza. Uno quisiera vivir para siempre. Pero luego también está llena de horror. Está la enfermedad, está la brevedad de la vida, está la muerte, está todo esto, están las guerras, está la crueldad. De manera que el sabor propio de la vida es agridulce.
—Pero yo me refería al tratamiento que da el autor a los personajes, que los barniza de ternura, que no se desprenden de su aspecto humano.
—Yo lo que nunca hago es despojar al personaje de su cosa humana. De convertirlo en títere, como hace Valle-Inclán, que lo hace muy bien y es su manera de hacerlo. Yo, jamás. Porque no me sale además convertirlo en títere, descarnarlo, sino que en la encarnadura humana siempre irá, aunque sea el individuo más canalla del mundo. Como no puede ser de otra manera, creo yo.
—Hugo no quiere ser peluquero, pero el oficio nunca le abandona. Como si el destino estuviera escrito y no se pudiera hacer nada contra él.
—No debe estar escrito. Uno tiene que ser libre y debe currarse su destino porque, de lo contrario, no vale la pena vivir. Todo conformismo y todo fatalismo es reaccionario y no puede ser así. Lo que pasa es que una cosa es lo que uno quiere conseguir y otra cosa es lo que consigue en la vida.
Uno aspira a mucho y luego la vida te pone en tu sitio. Y entonces tienes que negociar entre el joven que fuiste, soñador, rebelde, romántico y tal, y luego el señor mayor y mediano en que te has convertido. No hay que idealizar ni los desafueros de la juventud ni las mezquindades de la medianía, de la mediocridad. Es que a veces se sublima todo eso. Está muy bien pactar con la vida y está muy bien encontrar la felicidad en la medianía.
—La novela es también una historia de amor. O más bien dos: la de Hugo y Leo y la de los padres. Y ambas un tanto extrañas.
—Es que es una historia de amor. Incluso es una doble historia de amor, porque también están los padres. Es una historia de búsqueda desesperada del amor. Ellos no se soportan pero tampoco pueden vivir separados. Eso de contigo ni sin ti tienen mis males remedio. Y ese amor que está hecho de rechazo y de atracción es un amor ambiguo, es un amor conflictivo, tormentoso, como me imagino que habrá muchos amores y los hemos visto en las películas americanas: esos amores terribles, tremendos.
—Dices que nunca te lo has planteado, pero es cierto que el libro está repleto de lecciones morales.
—Sí, pero porque la historia me lo pide. La historia me pide la reflexión moral. No porque yo reflexione, sino porque reflexiona él, el peluquero, el narrador. Y entonces él, naturalmente, tiene que reflexionar porque la vida le va llevando a encrucijadas morales. Tiene que resolverlas de alguna manera, sí.
—En los años noventa, los escritores erais reconocidos, os llamaban a participar en los debates públicos. En tu caso, incluso te pidieron opinión sobre la campaña de condones ‘Póntelo, pónselo’. Ahora ya no os llaman para nada. ¿Echas de menos aquellos tiempos?
—(Ríe). No, no, no. Sobre todo no echo de menos que no me llamen. ¿Para qué coño me tienen que llamar a mí para opinar de tonterías? Lo que sí echo de menos es que la cultura esté mejor valorada en la sociedad y más respetada. Desgraciadamente no lo está.
Ha sido sustituido el intelectual por el comunicador. Y el comunicador, el opinólgo, es quien realmente ocupa ese lugar. Pero lo digo en el buen sentido de la palabra, como narrador, porque yo no me considero un intelectual. Los intelectuales han sido un poco descatalogados. Y los comunicadores han ocupado su lugar, que son los charlatanes de guardia.
—Dices que las payasadas de Donald Trump pueden ser un reactivo, una vacuna cuyo virus reaccionará contra él. Te veo optimista.
—Sí. Bueno, optimista a palos. Como el médico a palos. Vamos a esperar a que esto pueda ser bueno. Y puede ser bueno. De hecho, he leído que los países latinoamericanos están cerrando filas con México. Europa también. Y esto puede que nos haga despertar de esta especie de letargo moral en el que vivimos.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
REPORTAJE GRÁFICO: ELISA ARROYO
REPORTAJE GRÁFICO: ELISA ARROYO