Siempre se ha dicho que para que algo no cambie, si está muy cuestionado, hay que crear una comisión de investigación que lo estudie y aporte soluciones. La mayoría de ellas concluyen en nada y dejan el problema como estaba, salvo cambios cosméticos que nada modifican ni arreglan. Especialmente, si las investigaciones son políticas.
Ahora mismo existen, simultáneamente, cuatro comisiones de investigación en las Cortes españolas, algo inédito en nuestra joven democracia. La primera, sobre las “escuchas” del Ministerio del Interior contra adversarios políticos, que ya ha obligado a comparecer al exministro Jorge Fernández Díaz y al exresponsable de la Oficina Antifraude de Cataluña, Daniel de Alfonso.
La segunda, a instancias de Podemos, sobre la crisis bancaria, que aguarda pacientemente a que no se retrase más su constitución; otra más, la tercera, acerca de la presunta financiación ilegal del Partido Popular (PP) y los casos de corrupción que le afectan; y la cuarta, en el Senado y a instancias de un PP que se cree víctima de un “proceso político” por la comisión anterior, sobre la financiación de los demás partidos políticos con representación parlamentaria, que también está en trámite de apertura y de acordar la extensa lista de comparecientes.
Esta última se constituye en el Senado porque en esa Cámara dispone el PP de mayoría absoluta y la oposición no puede rechazarla. De todas ellas, la más llamativa, para la prensa y, por ende, para los ciudadanos, es la que pretende aclarar la financiación ilegal del Partido en el Gobierno. Y el “show” ya ha comenzado.
Para deleite de unos y enfado de otros, el primero en comparecer ha sido Luis Bárcenas, el delincuente que, aprovechando su cargo como responsable de la tesorería del partido conservador, se ha enriquecido ilícitamente –su fortuna está a buen recaudo en el extranjero– gracias a donaciones que realizaban magnates y empresarios al Partido Popular a cambio de adjudicaciones públicas.
Esa ingente cantidad de dinero de procedencia ilegal se administraba a través de una contabilidad “B” –o “contabilidad extracontable”, como reconocía el propio Bárcenas–, opaca al control de cuentas de cualquier entidad sin ánimo de lucro y de interés público como es un partido político, y se destinaba a la financiación ilegal del partido y la remuneración adicional y no declarada, en sobres nominativos de entrega personal, de altas personalidades de la formación y cargos del Gobierno. Un dinero “extra” que servía para “engrasar” una maquinaria de “favores”.
El listado detallado de cantidades y personas beneficiadas es lo que se conoce como “papeles de Bárcenas”, filtrado en su día a la prensa y certificada su autenticidad de manera fehaciente. Así era, precisamente, la manera de proceder de la trama de corrupción Gürtel, tanto en Valencia como en Madrid, comunidades gobernadas por el Partido Popular, y de la que los “papeles de Bárcenas” constituye un capítulo adicional, no el más importante, que se investiga judicialmente en pieza aparte.
Sin embargo, las implicaciones políticas del caso –han hecho del PP el primer y único partido de España imputado judicialmente por financiación ilegal–, es lo que intenta esclarecer la comisión de investigación del Congreso, para determinar el alcance y gravedad de los hechos. Y por esa causa, además, es por lo que está citado a declarar como testigo el propio presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, ante el tribunal que juzga el caso. Algo también inédito en la historia de la democracia española.
Podemos imaginar, desde ya, cómo finalizará la investigación parlamentaria, con “chivos expiatorios” que cargarán con la culpa (siempre se halla alguien que abusa del sistema) y melifluas alusiones condenatorias al sistema que convive con la corrupción (como en una relación simbiótica).
Pero también es posible que tengamos la oportunidad de conocer hechos, relaciones y personajes que han entronizado dicho sistema y unas determinadas políticas con la intención de preservar privilegios de unos pocos, de una élite que retiene el poder en España desde siempre.
Bárcenas no es más que un fiel reflejo de ello. Este miembro de la élite, que ya ha pasado por la cárcel donde recibió mensajitos de apoyo por parte del mismísimo presidente del Gobierno, es el que ha inaugurado las comparecencias en el Congreso de los Diputados. Y se ha comportado como cabía esperar: con un cinismo chulesco –o una chulería cínica– que ha dado lugar a enfrentamientos verbales con algunos diputados que lo interrogaban, excepto con los de su propio partido, quienes ni siquiera le han preguntado y han dedicado la sesión a glosar las bondades de una inequitativa recuperación económica que el Gobierno supuestamente ha propiciado.
Y decimos que este extesorero del PP es una muestra fidedigna de los de su especie porque representa, por modales, apariencia, vinculaciones y comportamiento, a los herederos de quienes vencieron, tras sublevarse, en una Guerra Civil y consideran España su botín de guerra.
Gente engreída, déspota, engominada, conservadora e hipócrita en lo moral, algo más relajada en lo social y ultraliberal en los económico, pero detentadora de privilegios sólo explicables como resultado de una conquista militar o por la fuerza, no gracias al esfuerzo o el mérito personal.
Su adhesión a la democracia es coyuntural siempre y cuando les sirva para retener prebendas que consideran patrimoniales, heredadas de esos antepasados (biológicos o ideológicos) que las conquistaron tras el fratricidio bélico. Actúan como si España fuera su finca y, por ello, no dudan en “doparse” (utilizar una financiación “extra” o ilegal para competir electoralmente), como hace el partido en el que se cobijan, para garantizarse el control del poder político, económico y social de este país que creen les pertenece, cual cortijo privado.
Este sistema político, vestido para la ocasión con traje democrático, vino impuesto con una monarquía que encarna no la voluntad popular libremente expresada, sino la tutela diseñada por un dictador para asegurarse que la élite que él representaba controlaría los hilos, atados y bien atados, que nos manejan, someten y gobiernan.
Esa monarquía, incrustada en un proyecto constitucional de forma inseparable, nunca pudo ser elegida por los ciudadanos, por lo que contiene esa ilegitimidad de origen que la vincula indefectiblemente a la voluntad de un dictador, que se preocupó por “educar” convenientemente al sucesor de su régimen y portador de la corona.
No es de extrañar, por tanto, que, con esa mentalidad de dominio absoluto sobre el país, la corrupción y la desfachatez hayan impregnado hasta la Casa Real en algunos de sus miembros, donde algún yerno se ha creído con poder para imitar la avaricia voraz que permitiría el rango o que su titular se comportara sin comedimiento en cacerías escandalosas en Botsuana (África) o en Vólogda (Rusia), y hasta se condujera exento de esa moralidad que públicamente exhibía, ante los demás no con él mismo, al entablar “amistades” íntimas con princesas y empresarias, y dar rienda suelta a sus pulsiones.
O que el símbolo supremo del poder civil del Estado, aconfesional pero en sus formas y fondo religiosamente católico, consiguiera, como heredero del rey y de la Jefatura, contraer matrimonio con una divorciada con toda la solemnidad y el boato de una boda religiosa, cosa no permitida al común de los creyentes mortales. Todo lo cual constituye un ejemplo paradigmático de una élite que no se siente sujeta a normas ni leyes, sean estas civiles o religiosas, éticas o morales. Y ante la que la Iglesia, siempre dispuesta a respetar los reinos de este mundo, no duda en modular sus normas y atenuar sus exigencias en función del alma distinguida que será uncida con su bendición, ya sea a través del sagrado sacramento del matrimonio y paseándola bajo palio. Al fin y al cabo, la Iglesia es un poder terrenal más y aquí desarrolla su actividad.
Comprendemos, de esta forma, la confluencia de intereses que este sistema oculta bajo su apariencia democrática y convivencial. Intereses económicos, políticos, religiosos y sociales que configuran el poder de una élite nada acostumbrada a ser cuestionada, investigada y mucho menos a dar explicaciones. Exactamente, lo que evidencia la cínica actitud de Bárcenas y de su partido.
Todo un sistema político en el que la economía, las instituciones sociales y hasta el marco moral están subordinados a los intereses y privilegios de esa élite que históricamente acapara el poder en España. Una élite que se ha valido, en democracia, del Partido Popular –anteriormente Alianza Popular y, antes aun, con integrantes del Movimiento Nacional, el partido único creado en 1937 por el franquismo–, como el instrumento político más eficaz para la defensa de sus privilegios y prerrogativas ideológicas.
Fue creado por miembros directos de la dictadura y herederos ideológicos de aquel régimen fascista y opresor. En la actualidad se encuadra en el pensamiento de derecha, conservador o neoliberal, sinónimos que designan la misma finalidad: retener el control del sistema en manos de la élite que detenta el poder, mediante una monarquía parlamentaria.
Tan formidable es su capacidad de persuasión de la población, declarándose defensor de las esencias patrias, que ni siquiera protagonizando los mayores escándalos de corrupción en nuestro país deja de ser la primera fuerza política por número de votos. Frente a otras opciones aparentemente más favorables a la equidad e igualdad social, e incluso con menos casos de corrupción en su seno, sigue siendo el partido preferido por los españoles.
Ni a pesar de haber ejecutado los mayores recortes económicos y sociales, con excusa de una crisis económica, que han empobrecido a la mayor parte de los ciudadanos, dejado orillados a los más desfavorecidos, pero beneficiados a los pudientes y poderosos, es abandonado por los que escogen la papeleta del Partido Popular en unas elecciones.
Su influencia en la sociedad es tan abrumadora que narcotiza a las masas y les impide distinguir que el Partido Popular conjuga ideología con intereses particulares de las élites. Por eso se creen impunes y hasta autorizados para la corrupción, el latrocinio y la arbitrariedad más sectaria.
Piensan que administran los intereses de la finca de su gente. Como Bárcenas, al que una comisión de investigación no le va a arredrar en la defensa de sus intereses ni a despeinar el engominado pelo que cubre sus convicciones ideológicas. Tampoco va a cambiar el sistema político.
Ahora mismo existen, simultáneamente, cuatro comisiones de investigación en las Cortes españolas, algo inédito en nuestra joven democracia. La primera, sobre las “escuchas” del Ministerio del Interior contra adversarios políticos, que ya ha obligado a comparecer al exministro Jorge Fernández Díaz y al exresponsable de la Oficina Antifraude de Cataluña, Daniel de Alfonso.
La segunda, a instancias de Podemos, sobre la crisis bancaria, que aguarda pacientemente a que no se retrase más su constitución; otra más, la tercera, acerca de la presunta financiación ilegal del Partido Popular (PP) y los casos de corrupción que le afectan; y la cuarta, en el Senado y a instancias de un PP que se cree víctima de un “proceso político” por la comisión anterior, sobre la financiación de los demás partidos políticos con representación parlamentaria, que también está en trámite de apertura y de acordar la extensa lista de comparecientes.
Esta última se constituye en el Senado porque en esa Cámara dispone el PP de mayoría absoluta y la oposición no puede rechazarla. De todas ellas, la más llamativa, para la prensa y, por ende, para los ciudadanos, es la que pretende aclarar la financiación ilegal del Partido en el Gobierno. Y el “show” ya ha comenzado.
Para deleite de unos y enfado de otros, el primero en comparecer ha sido Luis Bárcenas, el delincuente que, aprovechando su cargo como responsable de la tesorería del partido conservador, se ha enriquecido ilícitamente –su fortuna está a buen recaudo en el extranjero– gracias a donaciones que realizaban magnates y empresarios al Partido Popular a cambio de adjudicaciones públicas.
Esa ingente cantidad de dinero de procedencia ilegal se administraba a través de una contabilidad “B” –o “contabilidad extracontable”, como reconocía el propio Bárcenas–, opaca al control de cuentas de cualquier entidad sin ánimo de lucro y de interés público como es un partido político, y se destinaba a la financiación ilegal del partido y la remuneración adicional y no declarada, en sobres nominativos de entrega personal, de altas personalidades de la formación y cargos del Gobierno. Un dinero “extra” que servía para “engrasar” una maquinaria de “favores”.
El listado detallado de cantidades y personas beneficiadas es lo que se conoce como “papeles de Bárcenas”, filtrado en su día a la prensa y certificada su autenticidad de manera fehaciente. Así era, precisamente, la manera de proceder de la trama de corrupción Gürtel, tanto en Valencia como en Madrid, comunidades gobernadas por el Partido Popular, y de la que los “papeles de Bárcenas” constituye un capítulo adicional, no el más importante, que se investiga judicialmente en pieza aparte.
Sin embargo, las implicaciones políticas del caso –han hecho del PP el primer y único partido de España imputado judicialmente por financiación ilegal–, es lo que intenta esclarecer la comisión de investigación del Congreso, para determinar el alcance y gravedad de los hechos. Y por esa causa, además, es por lo que está citado a declarar como testigo el propio presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, ante el tribunal que juzga el caso. Algo también inédito en la historia de la democracia española.
Podemos imaginar, desde ya, cómo finalizará la investigación parlamentaria, con “chivos expiatorios” que cargarán con la culpa (siempre se halla alguien que abusa del sistema) y melifluas alusiones condenatorias al sistema que convive con la corrupción (como en una relación simbiótica).
Pero también es posible que tengamos la oportunidad de conocer hechos, relaciones y personajes que han entronizado dicho sistema y unas determinadas políticas con la intención de preservar privilegios de unos pocos, de una élite que retiene el poder en España desde siempre.
Bárcenas no es más que un fiel reflejo de ello. Este miembro de la élite, que ya ha pasado por la cárcel donde recibió mensajitos de apoyo por parte del mismísimo presidente del Gobierno, es el que ha inaugurado las comparecencias en el Congreso de los Diputados. Y se ha comportado como cabía esperar: con un cinismo chulesco –o una chulería cínica– que ha dado lugar a enfrentamientos verbales con algunos diputados que lo interrogaban, excepto con los de su propio partido, quienes ni siquiera le han preguntado y han dedicado la sesión a glosar las bondades de una inequitativa recuperación económica que el Gobierno supuestamente ha propiciado.
Y decimos que este extesorero del PP es una muestra fidedigna de los de su especie porque representa, por modales, apariencia, vinculaciones y comportamiento, a los herederos de quienes vencieron, tras sublevarse, en una Guerra Civil y consideran España su botín de guerra.
Gente engreída, déspota, engominada, conservadora e hipócrita en lo moral, algo más relajada en lo social y ultraliberal en los económico, pero detentadora de privilegios sólo explicables como resultado de una conquista militar o por la fuerza, no gracias al esfuerzo o el mérito personal.
Su adhesión a la democracia es coyuntural siempre y cuando les sirva para retener prebendas que consideran patrimoniales, heredadas de esos antepasados (biológicos o ideológicos) que las conquistaron tras el fratricidio bélico. Actúan como si España fuera su finca y, por ello, no dudan en “doparse” (utilizar una financiación “extra” o ilegal para competir electoralmente), como hace el partido en el que se cobijan, para garantizarse el control del poder político, económico y social de este país que creen les pertenece, cual cortijo privado.
Este sistema político, vestido para la ocasión con traje democrático, vino impuesto con una monarquía que encarna no la voluntad popular libremente expresada, sino la tutela diseñada por un dictador para asegurarse que la élite que él representaba controlaría los hilos, atados y bien atados, que nos manejan, someten y gobiernan.
Esa monarquía, incrustada en un proyecto constitucional de forma inseparable, nunca pudo ser elegida por los ciudadanos, por lo que contiene esa ilegitimidad de origen que la vincula indefectiblemente a la voluntad de un dictador, que se preocupó por “educar” convenientemente al sucesor de su régimen y portador de la corona.
No es de extrañar, por tanto, que, con esa mentalidad de dominio absoluto sobre el país, la corrupción y la desfachatez hayan impregnado hasta la Casa Real en algunos de sus miembros, donde algún yerno se ha creído con poder para imitar la avaricia voraz que permitiría el rango o que su titular se comportara sin comedimiento en cacerías escandalosas en Botsuana (África) o en Vólogda (Rusia), y hasta se condujera exento de esa moralidad que públicamente exhibía, ante los demás no con él mismo, al entablar “amistades” íntimas con princesas y empresarias, y dar rienda suelta a sus pulsiones.
O que el símbolo supremo del poder civil del Estado, aconfesional pero en sus formas y fondo religiosamente católico, consiguiera, como heredero del rey y de la Jefatura, contraer matrimonio con una divorciada con toda la solemnidad y el boato de una boda religiosa, cosa no permitida al común de los creyentes mortales. Todo lo cual constituye un ejemplo paradigmático de una élite que no se siente sujeta a normas ni leyes, sean estas civiles o religiosas, éticas o morales. Y ante la que la Iglesia, siempre dispuesta a respetar los reinos de este mundo, no duda en modular sus normas y atenuar sus exigencias en función del alma distinguida que será uncida con su bendición, ya sea a través del sagrado sacramento del matrimonio y paseándola bajo palio. Al fin y al cabo, la Iglesia es un poder terrenal más y aquí desarrolla su actividad.
Comprendemos, de esta forma, la confluencia de intereses que este sistema oculta bajo su apariencia democrática y convivencial. Intereses económicos, políticos, religiosos y sociales que configuran el poder de una élite nada acostumbrada a ser cuestionada, investigada y mucho menos a dar explicaciones. Exactamente, lo que evidencia la cínica actitud de Bárcenas y de su partido.
Todo un sistema político en el que la economía, las instituciones sociales y hasta el marco moral están subordinados a los intereses y privilegios de esa élite que históricamente acapara el poder en España. Una élite que se ha valido, en democracia, del Partido Popular –anteriormente Alianza Popular y, antes aun, con integrantes del Movimiento Nacional, el partido único creado en 1937 por el franquismo–, como el instrumento político más eficaz para la defensa de sus privilegios y prerrogativas ideológicas.
Fue creado por miembros directos de la dictadura y herederos ideológicos de aquel régimen fascista y opresor. En la actualidad se encuadra en el pensamiento de derecha, conservador o neoliberal, sinónimos que designan la misma finalidad: retener el control del sistema en manos de la élite que detenta el poder, mediante una monarquía parlamentaria.
Tan formidable es su capacidad de persuasión de la población, declarándose defensor de las esencias patrias, que ni siquiera protagonizando los mayores escándalos de corrupción en nuestro país deja de ser la primera fuerza política por número de votos. Frente a otras opciones aparentemente más favorables a la equidad e igualdad social, e incluso con menos casos de corrupción en su seno, sigue siendo el partido preferido por los españoles.
Ni a pesar de haber ejecutado los mayores recortes económicos y sociales, con excusa de una crisis económica, que han empobrecido a la mayor parte de los ciudadanos, dejado orillados a los más desfavorecidos, pero beneficiados a los pudientes y poderosos, es abandonado por los que escogen la papeleta del Partido Popular en unas elecciones.
Su influencia en la sociedad es tan abrumadora que narcotiza a las masas y les impide distinguir que el Partido Popular conjuga ideología con intereses particulares de las élites. Por eso se creen impunes y hasta autorizados para la corrupción, el latrocinio y la arbitrariedad más sectaria.
Piensan que administran los intereses de la finca de su gente. Como Bárcenas, al que una comisión de investigación no le va a arredrar en la defensa de sus intereses ni a despeinar el engominado pelo que cubre sus convicciones ideológicas. Tampoco va a cambiar el sistema político.
DANIEL GUERRERO