En su afán por la lectura, por encontrar entre los libros y los documentos sueltos cosas y casos que no le brindaba su propia vida, basó y quiso darle sentido a su existencia aquel hombrecillo de edad indefinida, tan pronto como dejó atrás sus años de infancia y juventud.
Tenía, muchas veces, a flor de sus labios, el dicho aquel de "a burro muerto, la cebada al rabo" en su Andalucía natal, donde tuvo que soportar muchas burlas y chanzas a causa de su menguado esqueleto y, en particular, por aquellos dos brazos, mucho más cortos de lo que era habitual en los demás humanos.
Cuando se fue dando cuenta de las cosas, entendió que por el camino de llevar sobre su cuerpo un hábito de religioso, a lo mejor le dulcificaba la existencia y podía encontrar el respeto y la consideración de sus paisanos, los cuales, de muy decidida manera, le estaban amargando sus jornadas.
Un hermano de su madre, prior del convento de su localidad, fue el que con más ahínco se opuso a que aquel deformado pudiera tener entrada en alguna orden religiosa. El deformado hombrecillo de nuestra referencia, en la ciudad andaluza de Lebrija, llevó por nombre el de Antonio y era el apellido Solís el que compaña le dio no solo por entre sus paisanos, sino que también le sirvió de identificación personal por las tierras del Nuevo Mundo, en las que se vio viviendo merced al favor que el hermano de su madre al parecer le hizo para quitárselo de en medio.
Si el dicho lebrijano andaluz Antonio Solís fue pariente del piloto mayor Solís, es algo que cabe en la posibilidad; pero después hemos sabido que el piloto Solís tuvo por cuna y nación la portuguesa, aunque exista la casualidad que en aquel hombre tullido se desarrollaron ciertas afinidades por los asuntos de la mar y las exploraciones.
En la compañía de cierto veneciano de apellido Caboto, y de nombre Pedro, que manifestaba a diestro y siniestro ser sobrino del fallecido Piloto Mayor de Indias, don Sebastián Caboto, que navegando estuvo bajo pabellones de la Cesárea Majestad Castellana, aunque hubiese tenido una formación marinera sajona.
El mentado Piloto Mayor de Indias don Sebastián Caboto, al parecer, fue un hombre de fortuna considerada, porque capacidad tuvo para armar una carabela de su propiedad y en una de sus etapas por su vida dedicarse al comercio del contrabando por Las Indias, mientras que su presunto sobrino Pedro no tenía más capital que el de su ilusión y deseos de ser un hombre rico en el futuro.
Detrás de las estelas que en su día dejaron las naves mandadas por Juan Díaz de Solís por aguas y tierras que lamía el gran río que él mismo bautizó como Río de La Plata, años más tarde, el dicho Sebastián Caboto, fue bojando con su nave tratando de que una mayor fortuna llamara a su puerta, y dejar para siempre aquel arriesgado negocio de contrabandear por Las Indias, que en alguna mala ocasión podía llevarlo a una situación comprometida.
De aquella expedición austral de Caboto, en escritos del cronista don Bartolomé de las Casas, se puede, con toda claridad, leer el testimonio que don Alonso de Santa Cruz, uno de los principales del dicho viaje, al parecer le dio al citado cronista don Bartolomé, y aunque todo el testimonio aportado pueda tener una completa cabida en el mentado refrán de “que una vez el borrico está muerto, toda la cebada se le puede echar en el rabo”, la anotación del cronista dice por sus reglones:
"E allí vieron ciertos hombres marinos que se mostraban fuera del agua desde la cinta arriba, que parecía que tenían forma humana de hombres como nosotros en todo, y así la cara e ojos e narices y boca, y los hombros e brazos, e todo aquello que de fuera del agua mostraban. E destos vieron diez o doce dellos todos aquellos españoles que se hallaron en aquel río con el dicho Alonso de Santa Cruz, al cual se da entero crédito, porque es hombre de honra...".
Semejante relato, puesto en boca de un hombre serio, que encima testifica bajo juramento, fue asunto en extremo muy preocupante para los intereses de Castilla, puesto que semejantes hombres marinos, a los que posteriormente por todos los lugares se decía montaban en caballos también marinos que les permitía desplazarse por la mar sin riesgo ni temor de tormentas, eran un peligro real en el caso de que se multiplicaran por mucho en aquel su país del río que llamaron de Los Monstruos, balizado de los siete grados y un tercio al sur de la línea equinoccial.
Dichos posteriores, que hablaban de que los hombres marinos fuera de sus arcos y flechas, habían sido capaces de encontrar una pólvora que aún mojada les servía en sus armas, haciéndolos hartos peligrosos y poderosos, quizás fue la causa que motivó que el que decía ser sobrino de Caboto, el tal Pedro, junto a su inseparable amigo Antonio Solís, encontraran un armador que dispuesto estuvo para despachar navío hasta la dichas aguas sureñas, y, en alianza con tales hombres poner de rodillas a todas las coronas.
Fuera de los escasos escritos que cuentan la presencia de la nave de los dos amigos y el desconocido armador por puertos como el de Portobelo y Cartagena, poco más se sabe de la suerte que la dicha expedición tuvo por aguas de la desembocadura de Arroyo Negro, en la tierra Entrerriana.
Pero lo que escrito quedó en una crónica posterior sobre cierto hombre marino, que salado y conservado se exhibió por algunos puertos europeos en holgado negocio, perfecta relación puede guardar con la desdichada suerte de aquel deformado Antonio Solís, cuya desgracia sirvió para que su mal amigo no diera su brazo a torcer sobre el dicho de que, semejantes hombres marinos, tan solo existieron en la imaginación calenturienta de los que pasaron a Las Indias.
De la mujer marina que también se exhibió en Cádiz en la nave de un comerciante, no hemos podido encontrar referencia alguna, aunque puede que alguna vez tengamos la suerte de hallarlo. Salud y Felicidad.
Tenía, muchas veces, a flor de sus labios, el dicho aquel de "a burro muerto, la cebada al rabo" en su Andalucía natal, donde tuvo que soportar muchas burlas y chanzas a causa de su menguado esqueleto y, en particular, por aquellos dos brazos, mucho más cortos de lo que era habitual en los demás humanos.
Cuando se fue dando cuenta de las cosas, entendió que por el camino de llevar sobre su cuerpo un hábito de religioso, a lo mejor le dulcificaba la existencia y podía encontrar el respeto y la consideración de sus paisanos, los cuales, de muy decidida manera, le estaban amargando sus jornadas.
Un hermano de su madre, prior del convento de su localidad, fue el que con más ahínco se opuso a que aquel deformado pudiera tener entrada en alguna orden religiosa. El deformado hombrecillo de nuestra referencia, en la ciudad andaluza de Lebrija, llevó por nombre el de Antonio y era el apellido Solís el que compaña le dio no solo por entre sus paisanos, sino que también le sirvió de identificación personal por las tierras del Nuevo Mundo, en las que se vio viviendo merced al favor que el hermano de su madre al parecer le hizo para quitárselo de en medio.
Si el dicho lebrijano andaluz Antonio Solís fue pariente del piloto mayor Solís, es algo que cabe en la posibilidad; pero después hemos sabido que el piloto Solís tuvo por cuna y nación la portuguesa, aunque exista la casualidad que en aquel hombre tullido se desarrollaron ciertas afinidades por los asuntos de la mar y las exploraciones.
En la compañía de cierto veneciano de apellido Caboto, y de nombre Pedro, que manifestaba a diestro y siniestro ser sobrino del fallecido Piloto Mayor de Indias, don Sebastián Caboto, que navegando estuvo bajo pabellones de la Cesárea Majestad Castellana, aunque hubiese tenido una formación marinera sajona.
El mentado Piloto Mayor de Indias don Sebastián Caboto, al parecer, fue un hombre de fortuna considerada, porque capacidad tuvo para armar una carabela de su propiedad y en una de sus etapas por su vida dedicarse al comercio del contrabando por Las Indias, mientras que su presunto sobrino Pedro no tenía más capital que el de su ilusión y deseos de ser un hombre rico en el futuro.
Detrás de las estelas que en su día dejaron las naves mandadas por Juan Díaz de Solís por aguas y tierras que lamía el gran río que él mismo bautizó como Río de La Plata, años más tarde, el dicho Sebastián Caboto, fue bojando con su nave tratando de que una mayor fortuna llamara a su puerta, y dejar para siempre aquel arriesgado negocio de contrabandear por Las Indias, que en alguna mala ocasión podía llevarlo a una situación comprometida.
De aquella expedición austral de Caboto, en escritos del cronista don Bartolomé de las Casas, se puede, con toda claridad, leer el testimonio que don Alonso de Santa Cruz, uno de los principales del dicho viaje, al parecer le dio al citado cronista don Bartolomé, y aunque todo el testimonio aportado pueda tener una completa cabida en el mentado refrán de “que una vez el borrico está muerto, toda la cebada se le puede echar en el rabo”, la anotación del cronista dice por sus reglones:
"E allí vieron ciertos hombres marinos que se mostraban fuera del agua desde la cinta arriba, que parecía que tenían forma humana de hombres como nosotros en todo, y así la cara e ojos e narices y boca, y los hombros e brazos, e todo aquello que de fuera del agua mostraban. E destos vieron diez o doce dellos todos aquellos españoles que se hallaron en aquel río con el dicho Alonso de Santa Cruz, al cual se da entero crédito, porque es hombre de honra...".
Semejante relato, puesto en boca de un hombre serio, que encima testifica bajo juramento, fue asunto en extremo muy preocupante para los intereses de Castilla, puesto que semejantes hombres marinos, a los que posteriormente por todos los lugares se decía montaban en caballos también marinos que les permitía desplazarse por la mar sin riesgo ni temor de tormentas, eran un peligro real en el caso de que se multiplicaran por mucho en aquel su país del río que llamaron de Los Monstruos, balizado de los siete grados y un tercio al sur de la línea equinoccial.
Dichos posteriores, que hablaban de que los hombres marinos fuera de sus arcos y flechas, habían sido capaces de encontrar una pólvora que aún mojada les servía en sus armas, haciéndolos hartos peligrosos y poderosos, quizás fue la causa que motivó que el que decía ser sobrino de Caboto, el tal Pedro, junto a su inseparable amigo Antonio Solís, encontraran un armador que dispuesto estuvo para despachar navío hasta la dichas aguas sureñas, y, en alianza con tales hombres poner de rodillas a todas las coronas.
Fuera de los escasos escritos que cuentan la presencia de la nave de los dos amigos y el desconocido armador por puertos como el de Portobelo y Cartagena, poco más se sabe de la suerte que la dicha expedición tuvo por aguas de la desembocadura de Arroyo Negro, en la tierra Entrerriana.
Pero lo que escrito quedó en una crónica posterior sobre cierto hombre marino, que salado y conservado se exhibió por algunos puertos europeos en holgado negocio, perfecta relación puede guardar con la desdichada suerte de aquel deformado Antonio Solís, cuya desgracia sirvió para que su mal amigo no diera su brazo a torcer sobre el dicho de que, semejantes hombres marinos, tan solo existieron en la imaginación calenturienta de los que pasaron a Las Indias.
De la mujer marina que también se exhibió en Cádiz en la nave de un comerciante, no hemos podido encontrar referencia alguna, aunque puede que alguna vez tengamos la suerte de hallarlo. Salud y Felicidad.
JUAN ELADIO PALMIS