Éste es un tiempo difícil y el hombre que observa las estrellas fugaces que cruzan el cielo lo sabe. De vez en cuando, se asoma a la ventana y mira el mundo ancho que sus ojos no alcanzan a abarcar; o se sienta en la arena como si metiera su vida entera en el mar y, aunque el horizonte es finito, admira la falsa infinitud que su imaginación le propone; o bien pasea por las mismas calles de todos los días y adivina otra ciudad distinta a la de ayer.
Sin embargo, la fosa donde lo ha hundido este tiempo de infortunio le rompe los sueños más verosímiles en sus propias manos y, aún así, con los coágulos recientes de una herida que no cicatriza, avanza sin rumbo por los atajos que le oferta la noche.
No hay estrellas fugaces hoy. Tampoco ayer. El hombre que observa un cielo estrellado sabe que el universo es todo movimiento pero, a esa hora en que la ciudad duerme, en el firmamento reina una paz estática y medida que no tranquiliza a nadie, porque la quietud que él mastica es el anticipo improvisado de la desgracia.
Mañana volverá sobre sus propios pasos. No obstante, comprobará que todos los días son el mismo día y que también el tiempo está estancado no solo en su memoria sino también en la de quienes le rodean y le quieren o le odian. Los demás son escépticos a los cambios y prefieren morir en un rincón conocido y reconocido por sus semejantes que abrirse a otro paisaje que nadie ha dibujado en sus biografías.
Todos saben que el miedo es la sensación que les habita y saben también que el miedo es una pomada que endurece la piel, que oscurece y oculta la piel, y sobre esa misma piel los demás solo percibimos una capa gelatinosa, como baba de caracol que humedece el cuerpo.
Y eso es el miedo que va de adentro afuera pero también de afuera para adentro, y en ese punto en el que se bifurcan los miedos interiores y los ajenos, la piel es ya transparente, como si no la hubiera, pues nadie quiere entender en realidad que, cuando el miedo es un sentimiento común, el advenimiento de otros tiempos de bonanza se transmuta en días de vigilia que nadie desea sentir en la propia piel que el miedo hizo cenizas en este futuro sombrío.
Sin embargo, la fosa donde lo ha hundido este tiempo de infortunio le rompe los sueños más verosímiles en sus propias manos y, aún así, con los coágulos recientes de una herida que no cicatriza, avanza sin rumbo por los atajos que le oferta la noche.
No hay estrellas fugaces hoy. Tampoco ayer. El hombre que observa un cielo estrellado sabe que el universo es todo movimiento pero, a esa hora en que la ciudad duerme, en el firmamento reina una paz estática y medida que no tranquiliza a nadie, porque la quietud que él mastica es el anticipo improvisado de la desgracia.
Mañana volverá sobre sus propios pasos. No obstante, comprobará que todos los días son el mismo día y que también el tiempo está estancado no solo en su memoria sino también en la de quienes le rodean y le quieren o le odian. Los demás son escépticos a los cambios y prefieren morir en un rincón conocido y reconocido por sus semejantes que abrirse a otro paisaje que nadie ha dibujado en sus biografías.
Todos saben que el miedo es la sensación que les habita y saben también que el miedo es una pomada que endurece la piel, que oscurece y oculta la piel, y sobre esa misma piel los demás solo percibimos una capa gelatinosa, como baba de caracol que humedece el cuerpo.
Y eso es el miedo que va de adentro afuera pero también de afuera para adentro, y en ese punto en el que se bifurcan los miedos interiores y los ajenos, la piel es ya transparente, como si no la hubiera, pues nadie quiere entender en realidad que, cuando el miedo es un sentimiento común, el advenimiento de otros tiempos de bonanza se transmuta en días de vigilia que nadie desea sentir en la propia piel que el miedo hizo cenizas en este futuro sombrío.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO