Un buen amigo me llama para invitarme a una cena familiar en la casa que tiene en la sierra de Guadarrama. Por la tarde, cojo el coche desde mi domicilio en el barrio de Tetuán, cerca de la madrileña plaza de Castilla, en dirección hacia el norte de la provincia. Al llegar, me encuentro con viejos amigos con lo que comparto muchos recuerdos. Hablamos del trabajo, de la situación política del país, de los resultados que han tenido los hijos al finalizar el curso y, cómo no, de algunos de los últimos chismes de nuestro entorno.
De repente, me fijo en un chico adolescente que se encuentra cerca de mí y que debe estar entre los quince y dieciséis años, que mira atentamente a su smartphone. Intercambiamos unas palabras, y me dice que se llama Carlos. Compruebo que se expresa muy bien, pero cuando la pantalla se enciende me dirige media sonrisa, por lo que entiendo que la conversación ha llegado a su fin. Ha recibido una fotografía por whatsapp y está ansioso por verla. Así pues, me despido de él para reunirme con el grupo que está próximo.
Momentos después, también Carlos se une a este grupo, sin dejar de mirar constantemente a su móvil. Interviene unas cuatro o cinco veces, pero siempre sin entrar de lleno en el tema de la conversación. Echo una mirada a mi alrededor y compruebo que los demás niños y adolescentes que han venido con sus padres están concentrados en sus teléfonos móviles.
José Luis, un amigo de la infancia y que ahora ronda los cincuenta y cinco años, se acerca a mi lado. Nos saludamos y comenzamos a hablar rememorando las reuniones familiares allá por la infancia. Recordamos cómo, por entonces, nos solían poner en una mesa aparte: la mesa de los niños. Desde ese lugar nos esforzábamos por captar las conversaciones que mantenían los adultos, que para nosotros contenían grandes misterios, pues en medio de las mismas se intercalaban palabras y frases que no comprendíamos del todo sus significados.
“Recuerdo”, me dice José Luis, “lo excitado que estaba cada vez que creía entender algo de lo que decían e inmediatamente soltaba: ¡Yo lo sé! Ni que decir tiene que inmediatamente me mandaban callar, al tiempo que me recriminaban diciéndome que no debía entrometerme en las conversaciones de los mayores”.
Con cierta nostalgia, evocamos los tiempos, no lejanos, en los que cara a cara se mantenían largas e interminables charlas. Ambos estamos convencidos que los cambios que se han dado en los últimos años han sido tremendos, puesto que ahora las familias se pasan las horas concentradas en sus móviles, enviando y recibiendo mensajes, como si lo que les rodea, lo que tienen al alcance de la mano, careciera de importancia.
“Fíjate, incluso hay gente que prefiere poner fin a sus relaciones a través de mensajes de texto. No quieren verse cara a cara y afrontar el mal trago que supone decir que sus relaciones se han terminado…”, me apunta este viejo amigo.
La cena transcurre entre comidas, charlas y móviles. De nuevo, he cambiado de grupo. Veo a mi lado una niña, de unos seis años, que suplica a su madre cuando comprueba que se dispone a realizar la tercera llamada desde que me encuentro con ellos. “¡Mamá, me lo prometiste! ¡Si lo has mirado otra vez hace menos de cinco minutos!”, le dice la pequeña con cierta congoja.
Otro niño, que se encuentra en el grupo, se da cuenta que su madre se dispone a sacar el móvil del bolso. Le agarra de la manga de la camisa, al tiempo que llorando le dice: “¡No, mamá, otra vez no!”. Su madre se gira y le da la espalda al tiempo que le dice: “Cariño, tengo que hacer una llamada urgente. Siéntate y después charlamos”. El pequeño le hace caso y se sienta refunfuñando.
A partir de esos momentos, la charla se desplaza al empleo de los móviles. Marta, una adolescente de quince años, toma la palabra para comentarnos lo que le aconteció en el fin de semana en el que su padre acudió a verla a un campamento en el que no se les permitía el uso de los móviles y las tabletas, puesto que se trataba de estar en pleno contacto con la naturaleza.
“Al poco tiempo de comenzar a comer juntos”, nos apunta, “salió un tema, creo que era sobre una peli que habíamos visto, y, en ese momento, yo no sabía quiénes la protagonizaban. Automáticamente mi padre echó mano del móvil. Enfadada le dije: ‘Papá, deja de buscar todas las cosas a través de Google. ¡Yo lo que quiero es hablar contigo! No me importa tanto saber la respuesta correcta como que charlemos en este rato que estamos juntos’”.
A Marta le molesta mucho que su padre esté pendiente de modo constante de su móvil. Cree que es una barrera que aparece de modo automático en medio de sus conversaciones. Sin embargo, paradójicamente, admite que cuando ella está con sus amigas procede del mismo modo que su padre: interrumpe las conversaciones para mirar cosas en el móvil, responder a los mensajes de texto que recibe por whatsapp o consultar su cuenta de Facebook.
Después de varias horas de encuentro, la noche se ha echado encima y la reunión comienza a languidecer. Miro el reloj y compruebo que son más de las una y media. Algunos de los que vinieron a la cita hace rato que se han despedido con la intención de regresar a casa con sus hijos. Por mi parte, creo que es la hora de volver a Madrid.
En el trayecto de vuelta, no conecto la radio como en otras ocasiones. Cogido al volante, me veo dialogando con mis propios pensamientos. Me envuelve la idea de que todo está cambiando, sin que seamos capaces de detener este frenético movimiento. Acuden a mi mente, como si fueran escenas de cuentos que me fueron narrados, los lejanos recuerdos en los que yo también de niño escuchaba embelesado misteriosas frases en las charlas de los mayores. Y percibo que una tenue nostalgia me invade en medio de la oscuridad del asfalto cuando siento que un mundo se ha ido ya definitivamente.
Posdata: Agradezco las páginas de la profesora estadounidense Sherry Turkle, pues su magnífico libro En defensa de la conversación me ha servido para construir este pequeño relato que se acerca más a un posible hecho real que a la pura ficción que es.
De repente, me fijo en un chico adolescente que se encuentra cerca de mí y que debe estar entre los quince y dieciséis años, que mira atentamente a su smartphone. Intercambiamos unas palabras, y me dice que se llama Carlos. Compruebo que se expresa muy bien, pero cuando la pantalla se enciende me dirige media sonrisa, por lo que entiendo que la conversación ha llegado a su fin. Ha recibido una fotografía por whatsapp y está ansioso por verla. Así pues, me despido de él para reunirme con el grupo que está próximo.
Momentos después, también Carlos se une a este grupo, sin dejar de mirar constantemente a su móvil. Interviene unas cuatro o cinco veces, pero siempre sin entrar de lleno en el tema de la conversación. Echo una mirada a mi alrededor y compruebo que los demás niños y adolescentes que han venido con sus padres están concentrados en sus teléfonos móviles.
José Luis, un amigo de la infancia y que ahora ronda los cincuenta y cinco años, se acerca a mi lado. Nos saludamos y comenzamos a hablar rememorando las reuniones familiares allá por la infancia. Recordamos cómo, por entonces, nos solían poner en una mesa aparte: la mesa de los niños. Desde ese lugar nos esforzábamos por captar las conversaciones que mantenían los adultos, que para nosotros contenían grandes misterios, pues en medio de las mismas se intercalaban palabras y frases que no comprendíamos del todo sus significados.
“Recuerdo”, me dice José Luis, “lo excitado que estaba cada vez que creía entender algo de lo que decían e inmediatamente soltaba: ¡Yo lo sé! Ni que decir tiene que inmediatamente me mandaban callar, al tiempo que me recriminaban diciéndome que no debía entrometerme en las conversaciones de los mayores”.
Con cierta nostalgia, evocamos los tiempos, no lejanos, en los que cara a cara se mantenían largas e interminables charlas. Ambos estamos convencidos que los cambios que se han dado en los últimos años han sido tremendos, puesto que ahora las familias se pasan las horas concentradas en sus móviles, enviando y recibiendo mensajes, como si lo que les rodea, lo que tienen al alcance de la mano, careciera de importancia.
“Fíjate, incluso hay gente que prefiere poner fin a sus relaciones a través de mensajes de texto. No quieren verse cara a cara y afrontar el mal trago que supone decir que sus relaciones se han terminado…”, me apunta este viejo amigo.
La cena transcurre entre comidas, charlas y móviles. De nuevo, he cambiado de grupo. Veo a mi lado una niña, de unos seis años, que suplica a su madre cuando comprueba que se dispone a realizar la tercera llamada desde que me encuentro con ellos. “¡Mamá, me lo prometiste! ¡Si lo has mirado otra vez hace menos de cinco minutos!”, le dice la pequeña con cierta congoja.
Otro niño, que se encuentra en el grupo, se da cuenta que su madre se dispone a sacar el móvil del bolso. Le agarra de la manga de la camisa, al tiempo que llorando le dice: “¡No, mamá, otra vez no!”. Su madre se gira y le da la espalda al tiempo que le dice: “Cariño, tengo que hacer una llamada urgente. Siéntate y después charlamos”. El pequeño le hace caso y se sienta refunfuñando.
A partir de esos momentos, la charla se desplaza al empleo de los móviles. Marta, una adolescente de quince años, toma la palabra para comentarnos lo que le aconteció en el fin de semana en el que su padre acudió a verla a un campamento en el que no se les permitía el uso de los móviles y las tabletas, puesto que se trataba de estar en pleno contacto con la naturaleza.
“Al poco tiempo de comenzar a comer juntos”, nos apunta, “salió un tema, creo que era sobre una peli que habíamos visto, y, en ese momento, yo no sabía quiénes la protagonizaban. Automáticamente mi padre echó mano del móvil. Enfadada le dije: ‘Papá, deja de buscar todas las cosas a través de Google. ¡Yo lo que quiero es hablar contigo! No me importa tanto saber la respuesta correcta como que charlemos en este rato que estamos juntos’”.
A Marta le molesta mucho que su padre esté pendiente de modo constante de su móvil. Cree que es una barrera que aparece de modo automático en medio de sus conversaciones. Sin embargo, paradójicamente, admite que cuando ella está con sus amigas procede del mismo modo que su padre: interrumpe las conversaciones para mirar cosas en el móvil, responder a los mensajes de texto que recibe por whatsapp o consultar su cuenta de Facebook.
Después de varias horas de encuentro, la noche se ha echado encima y la reunión comienza a languidecer. Miro el reloj y compruebo que son más de las una y media. Algunos de los que vinieron a la cita hace rato que se han despedido con la intención de regresar a casa con sus hijos. Por mi parte, creo que es la hora de volver a Madrid.
En el trayecto de vuelta, no conecto la radio como en otras ocasiones. Cogido al volante, me veo dialogando con mis propios pensamientos. Me envuelve la idea de que todo está cambiando, sin que seamos capaces de detener este frenético movimiento. Acuden a mi mente, como si fueran escenas de cuentos que me fueron narrados, los lejanos recuerdos en los que yo también de niño escuchaba embelesado misteriosas frases en las charlas de los mayores. Y percibo que una tenue nostalgia me invade en medio de la oscuridad del asfalto cuando siento que un mundo se ha ido ya definitivamente.
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AURELIANO SÁINZ