Hoy, al ver a un vecino mayor del bloque que vive solo y nadie visita, me ha venido a la memoria el anciano que vivía cerca de mi abuela que sufría la misma situación. Siempre hay que conocer todas las versiones antes de emitir un juicio u opinión.
Aquel hombre tenía una hija que vivía en la capital y nunca venía verlo. Si alguien juzgase el comportamiento de ella, podría pensar que era una mala hija, una desalmada que no cuidaba de su padre, ni lo acompañaba en sus últimos años. El pobrecito sería él. La hija sería la ingrata. Esta sería la escena que nuestra cabeza crearía en nuestra cabeza y los papeles estarían definidos en términos de buenos y malos.
Yo lo conocía de vista, a veces me cruzaba con él en la plaza, pero no sabía quién era, ni cómo era, hasta que una tarde de verano, a la hora en que todo se vuelve rojo, se sentó en mi banco. Yo siempre acostumbraba a elegir el banco más cercano a la fuente de chorro continuo. No sé por qué él lo eligió también aquel ocaso; seguramente el universo quería que yo aprendiese una lección.
Como era costumbre en el pueblo, me preguntó que de quién era y le di el nombre de mi abuela, asintió con la cabeza para corroborar que sabía quién era. Luego me contó que había sido piloto militar. A medida que hablaba se notaba que era un hombre de fuerte genio, acostumbrado a mandar y con una cabeza llena de reglas que cumplir.
Como yo sabía de la existencia de su hija, pero no quería hacer la pregunta obvia: ¿por qué no viene tu hija a verte o tú la visitas? O mejor dicho: ¿por qué no viene su hija a a verlo o la visita usted? Me dejó claro desde el principio que el tuteo no era una posibilidad.
Fue él y sus ganas de hablar los que fueron descubriendo la otra parte de la historia, los que dieron luz a una zona desconocida. Me dijo que se casó con una buena mujer, de su clase –elegir a alguien desde la cabeza siempre es un error– y tuvieron una hija. Esta se casó con un empresario de Córdoba capital.
Le tuve que inspirar confianza, porque me contó ciertas intimidades, de esas que las familias ocultan en el desván dentro de un baúl de siete llaves. Por lo visto, su hija lo llamó a los cinco años de casada para pedirle que la acogiera en su casa porque su marido la maltrataba. La respuesta del militar franquista me dejó helada.
Mirándome a los ojos me confesó orgulloso de su decisión que la respuesta fue no. Sin que yo le pidiera ningún tipo de explicación, me dio sus razones, pero no eran razones para justificarse o para que yo empatizara con él: eran las razones de un robot programado para no pensar y repetir las frases que había guardado alguien en su sistema: "No te puedes venir a mi casa, ni divorciarte, porque la Iglesia dice que el matrimonio es para siempre y tú tienes que estar con tu marido".
Además, lo bueno de seguir unas directrices es que no hay lugar a la culpa, se diluye la responsabilidad de los propios actos y uno puede seguir para adelante con la cabeza alta porque ha hecho lo que tenía que hacer.
La película fue cambiando de perspectiva. El protagonista ya no era un pobre hombre abandonado sino un padre insensible al dolor de su hija. Dejé que terminara su disertación y me alejé de su frialdad corriendo por las calles y buscando el regazo cálido de mi abuela.
Yo era poco más que una niña, pero aquella tarde aprendí que hay que abrir bien los ojos y ver el conjunto; que a veces las cosas no son lo que parecen y que hay matices que no se ven a simple vista. El universo me enseñó a ser más lenta en mis juicios.
Aquel hombre tenía una hija que vivía en la capital y nunca venía verlo. Si alguien juzgase el comportamiento de ella, podría pensar que era una mala hija, una desalmada que no cuidaba de su padre, ni lo acompañaba en sus últimos años. El pobrecito sería él. La hija sería la ingrata. Esta sería la escena que nuestra cabeza crearía en nuestra cabeza y los papeles estarían definidos en términos de buenos y malos.
Yo lo conocía de vista, a veces me cruzaba con él en la plaza, pero no sabía quién era, ni cómo era, hasta que una tarde de verano, a la hora en que todo se vuelve rojo, se sentó en mi banco. Yo siempre acostumbraba a elegir el banco más cercano a la fuente de chorro continuo. No sé por qué él lo eligió también aquel ocaso; seguramente el universo quería que yo aprendiese una lección.
Como era costumbre en el pueblo, me preguntó que de quién era y le di el nombre de mi abuela, asintió con la cabeza para corroborar que sabía quién era. Luego me contó que había sido piloto militar. A medida que hablaba se notaba que era un hombre de fuerte genio, acostumbrado a mandar y con una cabeza llena de reglas que cumplir.
Como yo sabía de la existencia de su hija, pero no quería hacer la pregunta obvia: ¿por qué no viene tu hija a verte o tú la visitas? O mejor dicho: ¿por qué no viene su hija a a verlo o la visita usted? Me dejó claro desde el principio que el tuteo no era una posibilidad.
Fue él y sus ganas de hablar los que fueron descubriendo la otra parte de la historia, los que dieron luz a una zona desconocida. Me dijo que se casó con una buena mujer, de su clase –elegir a alguien desde la cabeza siempre es un error– y tuvieron una hija. Esta se casó con un empresario de Córdoba capital.
Le tuve que inspirar confianza, porque me contó ciertas intimidades, de esas que las familias ocultan en el desván dentro de un baúl de siete llaves. Por lo visto, su hija lo llamó a los cinco años de casada para pedirle que la acogiera en su casa porque su marido la maltrataba. La respuesta del militar franquista me dejó helada.
Mirándome a los ojos me confesó orgulloso de su decisión que la respuesta fue no. Sin que yo le pidiera ningún tipo de explicación, me dio sus razones, pero no eran razones para justificarse o para que yo empatizara con él: eran las razones de un robot programado para no pensar y repetir las frases que había guardado alguien en su sistema: "No te puedes venir a mi casa, ni divorciarte, porque la Iglesia dice que el matrimonio es para siempre y tú tienes que estar con tu marido".
Además, lo bueno de seguir unas directrices es que no hay lugar a la culpa, se diluye la responsabilidad de los propios actos y uno puede seguir para adelante con la cabeza alta porque ha hecho lo que tenía que hacer.
La película fue cambiando de perspectiva. El protagonista ya no era un pobre hombre abandonado sino un padre insensible al dolor de su hija. Dejé que terminara su disertación y me alejé de su frialdad corriendo por las calles y buscando el regazo cálido de mi abuela.
Yo era poco más que una niña, pero aquella tarde aprendí que hay que abrir bien los ojos y ver el conjunto; que a veces las cosas no son lo que parecen y que hay matices que no se ven a simple vista. El universo me enseñó a ser más lenta en mis juicios.
MARÍA JESÚS SÁNCHEZ