Manuel Arinaga se sintió bastante contrariado la tarde que no encontró su cabeza. Ocurrió un instante después de haber decidido volársela con un viejo revolver Smith. Manuel quería matarse. La suerte le había abandonado. Había pasado de dirigir una próspera firma de abogados a coordinar las cajas de un supermercado. Sus dos hijas lo dejaron solo, y su amante, mucho más joven que él, lo había sustituido por un joven arquitecto.
El capitalismo salvaje que se había instalado hacía más de una década en Europa estaba haciendo mella en gente como Arinaga. El dinero tenía secuestrados a muchos ciudadanos que decidían acabar con su vida antes que llevar una existencia miserable.
El arma la había heredado del abuelo carlista. El viejo soldado nunca admitió su derrota. Su abuelo siempre llevó el revólver en el bolsillo derecho del pantalón. “Uno no sabe de quién habrá que defenderse”, le decía a su nieto.
Cuando Manuel Arinaga se disparó no sintió ningún dolor. Sólo tuvo miedo. Ni siquiera notó que la bala le hubiera herido. Aunque percibió un extraño cambio. Donde antes estaba su cabeza ahora se hallaba un sombrero estilo panamá perfectamente incrustado en su cuello. Las venas del cuerpo se entrelazaban con el tejido del sombrero y su tacto se asemejaba a la piel de un ornitorrinco.
El extraño acontecimiento ocurrió en plena siesta, mientras el sofoco del verano madrileño castigaba sin clemencia la ciudad. Manuel se mira al espejo y no se extraña. Parece que ese sombrero hubiera adornado su tronco toda la vida.
Decidió salir al exterior y, en la escalera, se cruzó con el doctor Javier Aguimes, su vecino. Comprobó que Aguimes, un neurocirujano muy reputado, tampoco tenía cabeza. En su lugar lucía una boina. Manuel tenía una urgente necesidad de salir a la calle. Antes le preguntó a su vecino si había intentado suicidarse. “Claro, yo me volé el cráneo el año pasado”, le contestó.
Al salir a la calle, Manuel ya no se asombró al comprobar que la gente no tenía cabeza. En su lugar, sus troncos coronaban cofias, turbantes, gorros, bonetes, cascos, monteras y alguna que otra chapela. Fue entonces cuando Manuel cayó en la cuenta: todas esas personas se habían inmolado con un tiro en la cabeza.
A todos les había ocurrido lo mismo: a causa de un extraño fenómeno natural, la cabeza desaparecía en el momento del disparo y, en su lugar, aparecía un sombrero. El doctor Aguímes lucía con mucho estilo su boina de color verde, igual que su bata.
Manuel flota en los pasillos de un gran hospital. Ahora el doctor Aguimes le raja la cabeza con un pequeño bisturí. Manuel ya no ve nada. Oye voces lejanas, acolchadas.
El calor es insoportable y la vida de Manuel se quema en su pecho. Está en un mundo de batas blancas, azules y verdes tocadas de bonitos sombreros. Aparentemente ha dormido la siesta, aunque realmente está recostado en una camilla de hospital rodeado de enfermeras y médicos en plena intervención. A Manuel le están extrayendo el miedo que tiene desde hace años incrustado en su sombrero.
El capitalismo salvaje que se había instalado hacía más de una década en Europa estaba haciendo mella en gente como Arinaga. El dinero tenía secuestrados a muchos ciudadanos que decidían acabar con su vida antes que llevar una existencia miserable.
El arma la había heredado del abuelo carlista. El viejo soldado nunca admitió su derrota. Su abuelo siempre llevó el revólver en el bolsillo derecho del pantalón. “Uno no sabe de quién habrá que defenderse”, le decía a su nieto.
Cuando Manuel Arinaga se disparó no sintió ningún dolor. Sólo tuvo miedo. Ni siquiera notó que la bala le hubiera herido. Aunque percibió un extraño cambio. Donde antes estaba su cabeza ahora se hallaba un sombrero estilo panamá perfectamente incrustado en su cuello. Las venas del cuerpo se entrelazaban con el tejido del sombrero y su tacto se asemejaba a la piel de un ornitorrinco.
El extraño acontecimiento ocurrió en plena siesta, mientras el sofoco del verano madrileño castigaba sin clemencia la ciudad. Manuel se mira al espejo y no se extraña. Parece que ese sombrero hubiera adornado su tronco toda la vida.
Decidió salir al exterior y, en la escalera, se cruzó con el doctor Javier Aguimes, su vecino. Comprobó que Aguimes, un neurocirujano muy reputado, tampoco tenía cabeza. En su lugar lucía una boina. Manuel tenía una urgente necesidad de salir a la calle. Antes le preguntó a su vecino si había intentado suicidarse. “Claro, yo me volé el cráneo el año pasado”, le contestó.
Al salir a la calle, Manuel ya no se asombró al comprobar que la gente no tenía cabeza. En su lugar, sus troncos coronaban cofias, turbantes, gorros, bonetes, cascos, monteras y alguna que otra chapela. Fue entonces cuando Manuel cayó en la cuenta: todas esas personas se habían inmolado con un tiro en la cabeza.
A todos les había ocurrido lo mismo: a causa de un extraño fenómeno natural, la cabeza desaparecía en el momento del disparo y, en su lugar, aparecía un sombrero. El doctor Aguímes lucía con mucho estilo su boina de color verde, igual que su bata.
Manuel flota en los pasillos de un gran hospital. Ahora el doctor Aguimes le raja la cabeza con un pequeño bisturí. Manuel ya no ve nada. Oye voces lejanas, acolchadas.
El calor es insoportable y la vida de Manuel se quema en su pecho. Está en un mundo de batas blancas, azules y verdes tocadas de bonitos sombreros. Aparentemente ha dormido la siesta, aunque realmente está recostado en una camilla de hospital rodeado de enfermeras y médicos en plena intervención. A Manuel le están extrayendo el miedo que tiene desde hace años incrustado en su sombrero.
GONZALO PÉREZ PONFERRADA