Coherente consigo mismo –tal es su naturaleza, como la del escorpión que pica a la rana–, Donald Trump, el incomprensible presidente de Estados Unidos, ha vuelto a incendiar un conflicto, ya de por sí sumamente explosivo, al trasladar la Embajada de Estados Unidos desde Tel Aviv, capitalidad administrativa de Israel, a Jerusalén, ciudad simbólica que es objeto de una enconada negociación para establecer un régimen jurídico especial en el contexto del conflicto palestino-israelí.
Reconocía así la Ciudad Santa como capital del Estado hebreo, satisfaciendo la pretensión histórica de Israel, cosa que ningún Estado ha querido avalar. Y ha tomado esa decisión, que ya en 1995 el Congreso norteamericano había aprobado sin que ningún presidente lo materializase, a sabiendas de que cometería la mayor provocación que cabía imaginar en la eterna hostilidad que enfrenta a árabes e israelíes desde antes de la creación del Estado de Israel en 1948.
De un plumazo, conforme a su estilo visceral, ha destrozado todos los esfuerzos, años de negociaciones y resoluciones vinculadas a la legalidad internacional que se habían desarrollado para alcanzar una compleja solución pactada que hiciera posible la coexistencia pacífica de dos Estados en aquel territorio: Israel y Palestina.
No ha sido posible pero, a partir de ahora, todavía menos. La insensata decisión de Trump suma en su haber, de entrada, más de cuatro muertos a consecuencia de las revueltas que ha generado entre la población árabe y musulmana.
¿Y qué ha conseguido con ello el presidente norteamericano? Simplemente, dar espaldarazo a las ambiciones del Estado sionista de apropiarse de la mayor parte posible del territorio de la antigua Palestina y extenderse más allá de las fronteras establecidas por Naciones Unidas, lo que incluye a Jerusalén, sede de los Santos Lugares para las tres grandes religiones monoteístas (judía, cristiana y musulmana), ciudad que ocupó durante la Guerra de los Seis Días, hace cincuenta años, declarándola capital “eterna, unida y permanente de Israel”. ¿Era necesario agitar este avispero? Por supuesto que no.
Es cierto que esta decisión formaba parte de aquellas ocurrentes promesas que enarboló Donald Trump durante su campaña electoral para atraerse el voto del lobby judío norteamericano y de los supremacistas blancos fanáticamente religiosos con la literalidad de una Biblia que presenta al pueblo hebreo como el escogido por Dios.
En realidad, Trump simplemente ha cumplido con su promesa, buscando antes el refrendo de sus votantes más intransigentes que la lealtad con una política internacional basada, hasta que él llegó al Poder, en la multilateral y los equilibrios.
Rompe, pues, con todos los consensos con los que se había comprometido Estados Unidos y que servían para tejer con hilos de reciprocidad las relaciones entre las naciones del mundo. Esta nueva y abrupta ruptura se suma a otras que ha venido adoptando desde que asumió la presidencia de Estados Unidos, hace sólo un año.
En esta ocasión, ese alineamiento incondicional con la política de hechos consumados que practica Israel incumpliendo las resoluciones de la ONU, le ha obligado a saltarse a la torera la legalidad internacional, como ya hiciera anteriormente con la UNESCO, el Acuerdo de París contra el cambio climático, su desentendimiento con el acuerdo nuclear iraní, los tratados comerciales que su país había establecido con países de Asia (TLC, entre USA y 11 países del Pacífico) y del propio continente americano (TLCAN, entre USA, Canadá y México).
Se trata, en definitiva, de perseverar en aquella doctrina aislacionista y unilateral de retirada que resumió en el afortunado lema de “America first”, y que puede reportarle inicialmente el reconocimiento de sus más arrebatados seguidores, pero que a la larga perjudicará a su país, con la proliferación de aranceles por parte de todas las economías y la pérdida de liderazgo a nivel mundial.
Lo más grave es que Donald Trump parece comportarse como un pirómano cada vez que se siente acorralado por las pesquisas secretas que está realizando en su entorno más cercano el fiscal especial Robert Mueller acerca de la trama rusa. Unas pesquisas que ya han llevado a la Justicia a cobrarse piezas de considerable calibre, como el ex consejero de Seguridad Michael Flynn, el ex jefe de campaña Paul Manafort y el ex asesor electoral George Papadopoulos.
Para colmo, declaraciones como las del exdirector del FBI destituido por Trump, James Comey, sobre los impedimentos que ponía el presidente para que la agencia investigara esa trama, y las de su lugarteniente, Peter Strzok, sobre la injerencia del Kremlin en la campaña electoral, han instalado el miedo en Donald Trump, quien no sabe ya cómo librarse de los indicios que lo señalan.
Siente el aliento de los investigadores, que rastrean ya las cuentas financieras y fiscales del propio presidente, las de su hijo mayor Júnior y las de su yerno, Jared Kushner, quien precisamente fue designado para encabezar una delegación presidencial especial para Oriente Medio en busca de un acuerdo de paz entre Israel y Palestina.
Trump, que ahora ha dinamitado ese acuerdo, parece que halla en el escenario internacional la tranquilidad que no consigue en el ámbito interno, aunque sea destrozando acuerdos y relaciones enjundiosamente elaborados. Toma decisiones incomprensibles y hace anuncios de intenciones, como prometer regresar a la Luna sin concretar ningún plan ni posibilitar soporte financiero, con tal de desviar la atención pública de las sospechas que le persiguen y conseguir un efecto ansiolítico que calme su intranquilidad.
Y es que Trump, el pirómano, aviva incendios, incluso, en su acción gubernamental doméstica a causa de esa manía a dejarse llevar por sus impulsos al comentar vía Twitter la actualidad. Los psicoanalistas deben estar “flipando” con tal exposición pública con la que el presidente alardea inconscientemente de sus obsesiones y traumas.
Así, manifiesta una tendencia racista y xenófoba cuando expresa equivalencia moral en su condena a los “dos bandos” por la violencia desatada en Charlottesville, a raíz de una marcha de supremacistas blancos, integrada por grupos de ultraderecha, nazis y del Ku Klux Klan, y las protestas antirracistas.
O cuando brinda su apoyo al sheriff de Phoenix (Arizona), acusado de perseguir ilegalmente a hispanos en su demarcación. Una incidencia pública de racismo, ahora desde la Casa Blanca, como de la que hizo gala en 1989, cuando gastó la suma de 85.000 dólares en contratar un anuncio a toda página en cuatro diarios neoyorquinos para pedir la pena de muerte contra “los cinco de Central Park”, cuatro adolescentes negros y uno hispano que fueron hallados inocentes, tras las pruebas de ADN, de violar a una mujer.
También el machismo y la misoginia resultan patentes en actitudes, comentarios y declaraciones que Donald Trump no puede reprimir, como aquella confidencia suya en la que se vanaglorió de que, si eres una celebridad, puedes “agarrar por el coño” a cualquier mujer y no pasa nada.
O cuando manifestó su apoyo al candidato republicano a senador por Alabama, acusado de abusos sexuales a menores. Afortunadamente, ello no ha favorecido al candidato cuestionado, pues salió elegido un senador demócrata, poniendo en peligro la mayoría republicana de la cámara.
Y, ahora, Jerusalén, el último avispero que ha agitado el presidente norteamericano, en su empeño de meterse en todos los charcos a pesar de que en ninguno halle los éxitos que busca desesperadamente para demostrar su talla de estadista.
Y no los encuentra porque su política miope, cortoplacista, aislacionista y de desentendimiento con los problemas que aquejan al mundo, e impulsada desde actitudes racistas, xenófobas, machistas, misóginas y sectarias, es incompatible con los valores y las aspiraciones que predominan en estos tiempos en los países desarrollados, incluyendo a los propios Estados Unidos, donde las mujeres no toleran ya los abusos y las agresiones sexuales de que son víctimas en aquella sociedad y están decididas a denunciarlos al amparo del movimiento #MeToo (#YoTambién). Trump, por lo que se ve, se ha equivocado de época; es un pirómano que, en estos tiempos, no da la talla para ser presidente, aunque incomprensiblemente lo hayan elegido.
Reconocía así la Ciudad Santa como capital del Estado hebreo, satisfaciendo la pretensión histórica de Israel, cosa que ningún Estado ha querido avalar. Y ha tomado esa decisión, que ya en 1995 el Congreso norteamericano había aprobado sin que ningún presidente lo materializase, a sabiendas de que cometería la mayor provocación que cabía imaginar en la eterna hostilidad que enfrenta a árabes e israelíes desde antes de la creación del Estado de Israel en 1948.
De un plumazo, conforme a su estilo visceral, ha destrozado todos los esfuerzos, años de negociaciones y resoluciones vinculadas a la legalidad internacional que se habían desarrollado para alcanzar una compleja solución pactada que hiciera posible la coexistencia pacífica de dos Estados en aquel territorio: Israel y Palestina.
No ha sido posible pero, a partir de ahora, todavía menos. La insensata decisión de Trump suma en su haber, de entrada, más de cuatro muertos a consecuencia de las revueltas que ha generado entre la población árabe y musulmana.
¿Y qué ha conseguido con ello el presidente norteamericano? Simplemente, dar espaldarazo a las ambiciones del Estado sionista de apropiarse de la mayor parte posible del territorio de la antigua Palestina y extenderse más allá de las fronteras establecidas por Naciones Unidas, lo que incluye a Jerusalén, sede de los Santos Lugares para las tres grandes religiones monoteístas (judía, cristiana y musulmana), ciudad que ocupó durante la Guerra de los Seis Días, hace cincuenta años, declarándola capital “eterna, unida y permanente de Israel”. ¿Era necesario agitar este avispero? Por supuesto que no.
Es cierto que esta decisión formaba parte de aquellas ocurrentes promesas que enarboló Donald Trump durante su campaña electoral para atraerse el voto del lobby judío norteamericano y de los supremacistas blancos fanáticamente religiosos con la literalidad de una Biblia que presenta al pueblo hebreo como el escogido por Dios.
En realidad, Trump simplemente ha cumplido con su promesa, buscando antes el refrendo de sus votantes más intransigentes que la lealtad con una política internacional basada, hasta que él llegó al Poder, en la multilateral y los equilibrios.
Rompe, pues, con todos los consensos con los que se había comprometido Estados Unidos y que servían para tejer con hilos de reciprocidad las relaciones entre las naciones del mundo. Esta nueva y abrupta ruptura se suma a otras que ha venido adoptando desde que asumió la presidencia de Estados Unidos, hace sólo un año.
En esta ocasión, ese alineamiento incondicional con la política de hechos consumados que practica Israel incumpliendo las resoluciones de la ONU, le ha obligado a saltarse a la torera la legalidad internacional, como ya hiciera anteriormente con la UNESCO, el Acuerdo de París contra el cambio climático, su desentendimiento con el acuerdo nuclear iraní, los tratados comerciales que su país había establecido con países de Asia (TLC, entre USA y 11 países del Pacífico) y del propio continente americano (TLCAN, entre USA, Canadá y México).
Se trata, en definitiva, de perseverar en aquella doctrina aislacionista y unilateral de retirada que resumió en el afortunado lema de “America first”, y que puede reportarle inicialmente el reconocimiento de sus más arrebatados seguidores, pero que a la larga perjudicará a su país, con la proliferación de aranceles por parte de todas las economías y la pérdida de liderazgo a nivel mundial.
Lo más grave es que Donald Trump parece comportarse como un pirómano cada vez que se siente acorralado por las pesquisas secretas que está realizando en su entorno más cercano el fiscal especial Robert Mueller acerca de la trama rusa. Unas pesquisas que ya han llevado a la Justicia a cobrarse piezas de considerable calibre, como el ex consejero de Seguridad Michael Flynn, el ex jefe de campaña Paul Manafort y el ex asesor electoral George Papadopoulos.
Para colmo, declaraciones como las del exdirector del FBI destituido por Trump, James Comey, sobre los impedimentos que ponía el presidente para que la agencia investigara esa trama, y las de su lugarteniente, Peter Strzok, sobre la injerencia del Kremlin en la campaña electoral, han instalado el miedo en Donald Trump, quien no sabe ya cómo librarse de los indicios que lo señalan.
Siente el aliento de los investigadores, que rastrean ya las cuentas financieras y fiscales del propio presidente, las de su hijo mayor Júnior y las de su yerno, Jared Kushner, quien precisamente fue designado para encabezar una delegación presidencial especial para Oriente Medio en busca de un acuerdo de paz entre Israel y Palestina.
Trump, que ahora ha dinamitado ese acuerdo, parece que halla en el escenario internacional la tranquilidad que no consigue en el ámbito interno, aunque sea destrozando acuerdos y relaciones enjundiosamente elaborados. Toma decisiones incomprensibles y hace anuncios de intenciones, como prometer regresar a la Luna sin concretar ningún plan ni posibilitar soporte financiero, con tal de desviar la atención pública de las sospechas que le persiguen y conseguir un efecto ansiolítico que calme su intranquilidad.
Y es que Trump, el pirómano, aviva incendios, incluso, en su acción gubernamental doméstica a causa de esa manía a dejarse llevar por sus impulsos al comentar vía Twitter la actualidad. Los psicoanalistas deben estar “flipando” con tal exposición pública con la que el presidente alardea inconscientemente de sus obsesiones y traumas.
Así, manifiesta una tendencia racista y xenófoba cuando expresa equivalencia moral en su condena a los “dos bandos” por la violencia desatada en Charlottesville, a raíz de una marcha de supremacistas blancos, integrada por grupos de ultraderecha, nazis y del Ku Klux Klan, y las protestas antirracistas.
O cuando brinda su apoyo al sheriff de Phoenix (Arizona), acusado de perseguir ilegalmente a hispanos en su demarcación. Una incidencia pública de racismo, ahora desde la Casa Blanca, como de la que hizo gala en 1989, cuando gastó la suma de 85.000 dólares en contratar un anuncio a toda página en cuatro diarios neoyorquinos para pedir la pena de muerte contra “los cinco de Central Park”, cuatro adolescentes negros y uno hispano que fueron hallados inocentes, tras las pruebas de ADN, de violar a una mujer.
También el machismo y la misoginia resultan patentes en actitudes, comentarios y declaraciones que Donald Trump no puede reprimir, como aquella confidencia suya en la que se vanaglorió de que, si eres una celebridad, puedes “agarrar por el coño” a cualquier mujer y no pasa nada.
O cuando manifestó su apoyo al candidato republicano a senador por Alabama, acusado de abusos sexuales a menores. Afortunadamente, ello no ha favorecido al candidato cuestionado, pues salió elegido un senador demócrata, poniendo en peligro la mayoría republicana de la cámara.
Y, ahora, Jerusalén, el último avispero que ha agitado el presidente norteamericano, en su empeño de meterse en todos los charcos a pesar de que en ninguno halle los éxitos que busca desesperadamente para demostrar su talla de estadista.
Y no los encuentra porque su política miope, cortoplacista, aislacionista y de desentendimiento con los problemas que aquejan al mundo, e impulsada desde actitudes racistas, xenófobas, machistas, misóginas y sectarias, es incompatible con los valores y las aspiraciones que predominan en estos tiempos en los países desarrollados, incluyendo a los propios Estados Unidos, donde las mujeres no toleran ya los abusos y las agresiones sexuales de que son víctimas en aquella sociedad y están decididas a denunciarlos al amparo del movimiento #MeToo (#YoTambién). Trump, por lo que se ve, se ha equivocado de época; es un pirómano que, en estos tiempos, no da la talla para ser presidente, aunque incomprensiblemente lo hayan elegido.
DANIEL GUERRERO