Ahora que controla la Generalitat de Cataluña, intervenida en virtud del Artículo 155 de la Constitución por la deriva independentista del Ejecutivo regional, el Gobierno central quiere implantar en esa Comunidad el español (o castellano) como lengua vehicular, junto al catalán, en los usos comunicativos cotidianos, tanto en las relaciones con la Administración regional como en la enseñanza.
De esta manera, el Ejecutivo conservador de Mariano Rajoy intenta, aprovechando la excepcionalidad de la actual tesitura política, frenar la inmersión lingüística que todos los gobiernos autonómicos de cualquier color (desde la antigua CiU hasta el PSOE y ahora los independentistas) han venido llevando a cabo en Cataluña, y hacer que se cumpla la efectiva cooficialidad de las dos lenguas en aquel territorio.
Relegar el español a un uso residual para los no hablantes del catalán nunca ha sido del agrado de los conservadores mesetarios. No hace tanto tiempo que el exministro José Ignacio Wert intentó introducir una alternativa en español a la enseñanza en catalán con su deplorable “reforma” educativa de 2012: pretendía “españolizar a los alumnos catalanes”.
Los efectos de aquella nefasta reforma son de sobra conocidos, pues hasta el Tribunal Constitucional acaba de anular el plan de becas que preveía para garantizar la enseñanza del castellano en Cataluña. Tras aquel fracaso, ahora vuelve el Gobierno a intentar el “resurgimiento” de la lengua española en la Comunidad catalana.
Esta nueva e inesperada iniciativa del Gobierno causa extrañeza por abrir otro frente de confrontación con Cataluña en una materia que es potestad legislativa de la Generalitat. Y es que surge espontáneamente sin ni siquiera responder a una situación especialmente relevante de rechazo o conflictividad por la política de inmersión lingüística que del catalán hace la Generalitat desde el primer día en que se configuró el Estado de las Autonomías y se le cedieron competencias en ésta y otras materias.
Una extrañeza alimentada por el hecho de que, ni cuando disponía de mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados, nunca impulsó medida alguna para evitar la discriminación y exclusión del castellano en el espacio público catalán.
Tampoco se abordó el asunto cuando el presidente del Gobierno de entonces, José María Aznar, presumía de “hablar catalán en la intimidad” para contar con el apoyo parlamentario de los diputados catalanes. Y ello a pesar de que el arrinconamiento del español y su forzosa marginación, sin respetar la cooficialidad de ambas lenguas, fue emprendido desde el primer momento por todos los gobiernos de la Generalitat, en aras de hacer del catalán, no solo la lengua hegemónica y prioritaria de Cataluña, sino también, y fundamentalmente, para convertirla en el signo determinante de la identidad nacional.
Es decir, por convertirla en seña de identidad aun más poderosa y aglutinante que los relatos históricos o las apelaciones a un pueblo “sometido” que no se corresponden con la realidad. De hecho, el idioma es el único distingo diferencial, verdadero y constatable, de la identidad catalana. De ahí, pues, esa política de inmersión del catalán, excluyente y totalitaria.
Pero si, cuando pudo evitarlo, no lo hizo, ¿por qué lo intenta ahora el Gobierno? ¿Por qué cuando está en minoría y no cuenta con apoyos suficientes promueve esta iniciativa? Es posible que ello no tenga nada que ver con los asuntos judiciales que tienen al Partido Popular, un día sí y otro no, sentado en el banquillo de los acusados, ni por las declaraciones de los investigados que abiertamente reconocen la implicación de altos cargos del partido en las distintas tramas de corrupción que se ventilan en los tribunales.
Es probable que, cuando más acorralado está el Gobierno y el partido que lo sustenta a causa del frente judicial que le afecta, y más solitario y en minoría se halla en el Parlamento, donde no es capaz siquiera de conseguir apoyos para aprobar los Presupuestos del Estado, tal situación no tenga relación con la apertura de este otro frente de batalla, a causa de la lengua, con Cataluña. Es sorprendente, pero es probable que todo sea producto de la casualidad.
Como también puede ser pura coincidencia que, en el momento en que Ciudadanos, la formación que rivaliza con el partido en el Gobierno por el mismo nicho electoral, consigue mayor confianza en las encuestas por su firme rechazo a las veleidades independentistas de Cataluña, la iniciativa gubernamental parezca surgir con simular maniqueísmo catalanofóbico.
Es posible, incluso, que el batacazo electoral de los conservadores en las últimas elecciones catalanas y la conquista como primer partido votado en aquel territorio por Ciudadanos no guarde ninguna relación con la imprevista y sorprendente propuesta del Gobierno.
Puede que la reclamación del español como lengua vehicular en Cataluña, en momento tan inoportuno, sea en verdad ajena a los intereses partidistas de ambas formaciones en aquella Comunidad y a los cálculos electoralistas que ya realizan a escala nacional. Todo es posible, pero es muy extraño.
Porque exigir ahora el uso del español en igualdad de condiciones que el catalán, décadas después de dejar que se imponga la hegemonía del segundo en detrimento del primero, no sólo es hacerlo tarde y mal, sino hacerlo por otros motivos aviesos, no confesados, que en nada guardan relación con la defensa de la pluralidad social y cultural del país ni con la riqueza plurilingüística de España. Ni siquiera con el respeto a la democracia y sus instituciones, gracias a las cuales los gobernados eligen a sus gobernantes y ratifican las políticas que éstos se comprometen aplicar, según sus programas electorales.
Tanto en Cataluña como en el País Vasco, y en menor medida Galicia, Baleares y Comunidad valenciana, se prioriza la lengua vernácula del territorio en detrimento del español, sin que ello suponga ninguna discriminación ni afrenta, salvo en casos concretos de intransigencia entre los hablantes de una y otra.
Y por mucho que convenga al Partido Popular abrir otro frente de confrontación con Cataluña que desvíe la atención de los enjuiciamientos por corrupción que le afectan y distraiga al personal sobre qué formación representa con más rigor el nacionalismo español centralista, no cabe duda de que el momento es el más inoportuno para ello.
La excepcionalidad de la situación política en aquella Comunidad, con políticos soberanistas encarcelados por quebrantar la ley y proclamar la independencia, otros huidos a Bélgica y Suiza por el mismo motivo, con la población radicalmente dividida, enrabietada y frustrada por el sentimiento identitario, y el funcionamiento de la autonomía suspendido y teledirigido desde Madrid, nada de esto aconseja echar más leña al fuego y anunciar que se impondrá el castellano en los usos comunicativos en una Comunidad con la sensibilidad a flor de piel. A menos que se persigan otros fines y no importe el precio que haya que pagar por empeorar aún más las relaciones y la situación catalanas. En tal caso, me callo. Pero disiento.
De esta manera, el Ejecutivo conservador de Mariano Rajoy intenta, aprovechando la excepcionalidad de la actual tesitura política, frenar la inmersión lingüística que todos los gobiernos autonómicos de cualquier color (desde la antigua CiU hasta el PSOE y ahora los independentistas) han venido llevando a cabo en Cataluña, y hacer que se cumpla la efectiva cooficialidad de las dos lenguas en aquel territorio.
Relegar el español a un uso residual para los no hablantes del catalán nunca ha sido del agrado de los conservadores mesetarios. No hace tanto tiempo que el exministro José Ignacio Wert intentó introducir una alternativa en español a la enseñanza en catalán con su deplorable “reforma” educativa de 2012: pretendía “españolizar a los alumnos catalanes”.
Los efectos de aquella nefasta reforma son de sobra conocidos, pues hasta el Tribunal Constitucional acaba de anular el plan de becas que preveía para garantizar la enseñanza del castellano en Cataluña. Tras aquel fracaso, ahora vuelve el Gobierno a intentar el “resurgimiento” de la lengua española en la Comunidad catalana.
Esta nueva e inesperada iniciativa del Gobierno causa extrañeza por abrir otro frente de confrontación con Cataluña en una materia que es potestad legislativa de la Generalitat. Y es que surge espontáneamente sin ni siquiera responder a una situación especialmente relevante de rechazo o conflictividad por la política de inmersión lingüística que del catalán hace la Generalitat desde el primer día en que se configuró el Estado de las Autonomías y se le cedieron competencias en ésta y otras materias.
Una extrañeza alimentada por el hecho de que, ni cuando disponía de mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados, nunca impulsó medida alguna para evitar la discriminación y exclusión del castellano en el espacio público catalán.
Tampoco se abordó el asunto cuando el presidente del Gobierno de entonces, José María Aznar, presumía de “hablar catalán en la intimidad” para contar con el apoyo parlamentario de los diputados catalanes. Y ello a pesar de que el arrinconamiento del español y su forzosa marginación, sin respetar la cooficialidad de ambas lenguas, fue emprendido desde el primer momento por todos los gobiernos de la Generalitat, en aras de hacer del catalán, no solo la lengua hegemónica y prioritaria de Cataluña, sino también, y fundamentalmente, para convertirla en el signo determinante de la identidad nacional.
Es decir, por convertirla en seña de identidad aun más poderosa y aglutinante que los relatos históricos o las apelaciones a un pueblo “sometido” que no se corresponden con la realidad. De hecho, el idioma es el único distingo diferencial, verdadero y constatable, de la identidad catalana. De ahí, pues, esa política de inmersión del catalán, excluyente y totalitaria.
Pero si, cuando pudo evitarlo, no lo hizo, ¿por qué lo intenta ahora el Gobierno? ¿Por qué cuando está en minoría y no cuenta con apoyos suficientes promueve esta iniciativa? Es posible que ello no tenga nada que ver con los asuntos judiciales que tienen al Partido Popular, un día sí y otro no, sentado en el banquillo de los acusados, ni por las declaraciones de los investigados que abiertamente reconocen la implicación de altos cargos del partido en las distintas tramas de corrupción que se ventilan en los tribunales.
Es probable que, cuando más acorralado está el Gobierno y el partido que lo sustenta a causa del frente judicial que le afecta, y más solitario y en minoría se halla en el Parlamento, donde no es capaz siquiera de conseguir apoyos para aprobar los Presupuestos del Estado, tal situación no tenga relación con la apertura de este otro frente de batalla, a causa de la lengua, con Cataluña. Es sorprendente, pero es probable que todo sea producto de la casualidad.
Como también puede ser pura coincidencia que, en el momento en que Ciudadanos, la formación que rivaliza con el partido en el Gobierno por el mismo nicho electoral, consigue mayor confianza en las encuestas por su firme rechazo a las veleidades independentistas de Cataluña, la iniciativa gubernamental parezca surgir con simular maniqueísmo catalanofóbico.
Es posible, incluso, que el batacazo electoral de los conservadores en las últimas elecciones catalanas y la conquista como primer partido votado en aquel territorio por Ciudadanos no guarde ninguna relación con la imprevista y sorprendente propuesta del Gobierno.
Puede que la reclamación del español como lengua vehicular en Cataluña, en momento tan inoportuno, sea en verdad ajena a los intereses partidistas de ambas formaciones en aquella Comunidad y a los cálculos electoralistas que ya realizan a escala nacional. Todo es posible, pero es muy extraño.
Porque exigir ahora el uso del español en igualdad de condiciones que el catalán, décadas después de dejar que se imponga la hegemonía del segundo en detrimento del primero, no sólo es hacerlo tarde y mal, sino hacerlo por otros motivos aviesos, no confesados, que en nada guardan relación con la defensa de la pluralidad social y cultural del país ni con la riqueza plurilingüística de España. Ni siquiera con el respeto a la democracia y sus instituciones, gracias a las cuales los gobernados eligen a sus gobernantes y ratifican las políticas que éstos se comprometen aplicar, según sus programas electorales.
Tanto en Cataluña como en el País Vasco, y en menor medida Galicia, Baleares y Comunidad valenciana, se prioriza la lengua vernácula del territorio en detrimento del español, sin que ello suponga ninguna discriminación ni afrenta, salvo en casos concretos de intransigencia entre los hablantes de una y otra.
Y por mucho que convenga al Partido Popular abrir otro frente de confrontación con Cataluña que desvíe la atención de los enjuiciamientos por corrupción que le afectan y distraiga al personal sobre qué formación representa con más rigor el nacionalismo español centralista, no cabe duda de que el momento es el más inoportuno para ello.
La excepcionalidad de la situación política en aquella Comunidad, con políticos soberanistas encarcelados por quebrantar la ley y proclamar la independencia, otros huidos a Bélgica y Suiza por el mismo motivo, con la población radicalmente dividida, enrabietada y frustrada por el sentimiento identitario, y el funcionamiento de la autonomía suspendido y teledirigido desde Madrid, nada de esto aconseja echar más leña al fuego y anunciar que se impondrá el castellano en los usos comunicativos en una Comunidad con la sensibilidad a flor de piel. A menos que se persigan otros fines y no importe el precio que haya que pagar por empeorar aún más las relaciones y la situación catalanas. En tal caso, me callo. Pero disiento.
DANIEL GUERRERO