El magnate que habita la Casa Blanca de Washington, que para eso ha ganado Donald Trump la presidencia, anunció a “Twitter y platillo” que iba castigar a Siria con “misiles nuevos, bonitos e inteligentes”. Y aseguró que el severo castigo se haría en cuestión de horas en respuesta al ataque que, con gas cloro, el títere que oprime al país árabe había lanzado contra Duma, una población cercana a Damasco, en la que se atrincheraba un reducto rebelde.
En el ataque murieron asfixiados niños indefensos, de entre los 40 muertos y centenares de heridos. Las imágenes de algunos de esos pequeños, bañados con mangueras de agua para intentar eliminar los restos del gas, habían dado la vuelta al mundo, despertando el rechazo general.
El imprevisible presidente norteamericano aprovechó al vuelo la oportunidad para mostrarse indignado y reaccionar furioso con esa amenaza a Al Assad porque el dictador sirio había hecho caso omiso a su advertencia, de hace solo un año, de que no sobrepasara la línea roja de hacer la guerra con armas químicas, como ya había hecho más de una decena de veces.
Los 105 misiles Tomahawk mandados por Trump –ni tan nuevos ni tan bonitos, pero sí inteligentes– cayeron sobre un Centro de Estudios e Investigaciones Científicas, en las afueras de Damasco, donde se producen y fabrican armas químicas, y en dos almacenes militares, en la ciudad de Homs, que se usaban como sendos arsenales para este tipo de armamento.
Eran objetivos identificados, conocidos y consentidos hasta la fecha, sin que ninguna inspección internacional de los organismos competentes ni la presión de las potencias mundiales obligaran a su clausura y al abandono de sus actividades fabriles de sustancias letales, excepto un primer ataque intimidatorio, en abril del año pasado, también con misiles, contra una base aérea del Ejército sirio en el desierto, que no llegó a intimidar al dictador guerrero, como los hechos actuales demuestran.
Tras más de siete años de guerra en Siria, donde se lucha en múltiples frentes (local, regional y geoestratégico) y por múltiples actores (Daesh, rebeldes sirios, turcos, kurdos, iraníes, rusos y norteamericanos, todos ellos bajo la estrecha vigilancia de Israel), los que pueden hacerlo decidieron que era inconcebible matar con armamento no convencional –con armas químicas, aunque nada se dice de los barriles explosivos, cargados de metralla, lanzados desde helicópteros), y menos aún cuando el enemigo está prácticamente derrotado y sólo reductos rebeldes se niegan a entregarse. Tras ser gaseados, éstos finalmente se rindieron.
Pero el presidente Trump, que participa en esa guerra multilateral en el bando del dictador (2.000 soldados norteamericanos están desplegados en el país) junto a una coalición inverosímil de aliados que se odian, no estaba dispuesto a perdonar que se le tomara el pelo de manera tan descarada y se dejara pasar esa repudiable costumbre de gasear al enemigo -niños y civiles inocentes incluidos-, sin motivos ni necesidad.
Era la ocasión para volver a demostrar su capacidad de liderazgo y firmeza ante un régimen que se comporta con bestial crueldad. Podía ejercer de presidente del país más poderoso del mundo justamente cuando más acorralado se sentía en el ámbito doméstico por la investigación del fiscal especial sobre la trama rusa en su elección.
Por eso amenazó según suele, urbi et orbi, en 140 caracteres, sin importar caer en el mismo pecado que criticó en el expresidente Barack Obama, cuando lo acusó de ofrecer ventajas al enemigo por anunciar las represalias que pensaba adoptar su Administración, en 2013, en una situación idéntica.
En aquella ocasión, el titubeante Obama, ante las promesas rusas de obligar a Siria a retirar su arsenal químico, acabó desechando las represalias militares. Al final, la promesa rusa fue incumplida y la guerra continuó desde entonces con sus inherentes matanzas y atrocidades, dejando un balance de más de 500.000 muertos entre la población y millones de desplazados de un país en llamas.
El caso es que Donald Trump ha repetido lo que hizo Obama: avisar de una acción de represalia inminente, dando tiempo a que el Ejército sirio abandonara las instalaciones más expuestas al ataque y permitiendo que los rusos, que tienen bases navales y aéreas en el país, enviaran sus acorazados a alta mar y sus aviones fuera del espacio aéreo por el que iban a volar los misiles, no vaya a ser que una bomba descarriada les cayera encima y se liara la de Dios.
Después de tales avisos tan disimulados, el comandante en jefe del Ejército más poderoso del mundo dio al fin orden de lanzar un bombardeo limitado y circunscrito a las dianas previstas, sin esperar siquiera a la investigación de los inspectores de la Organización para la Prohibición de Armas Químicas, que ya estaba en marcha, y sin contar, tampoco, con autorización de la ONU, por el veto ruso en el Consejo de Seguridad, lo que resta legitimidad al anunciado castigo norteamericano, aunque actuase en alianza con el Reino Unido y Francia.
Y, como en otras represalias “quirúrgicas” anteriores, las bombas nuevas, bonitas e inteligentes no han servido para variar el curso ni determinado el final de ninguna guerra o conflicto de entre los que ha decidido intervenir el inefable Donald Trump desde que es presidente twittero de Estados Unidos.
Ni la superbomba sobre los talibanes en Afganistán ni las dos veces que ha bombardeado Siria han determinado el curso de esas guerras ni erosionado la capacidad de golpear del enemigo. Los terroristas y los dictadores, una vez despejado de polvo los cráteres que provocan las bombas, siguen a lo suyo, matándose con saña como acostumbran, sangrando el país al que oprimen y haciéndolo retroceder hasta su completa ruina y desolación.
Esta vez, con las bombas de distracción que ha lanzado Trump sobre Siria, la situación en aquel conflictivo país sigue igual, con el sátrapa Bacher el Assad en el poder, ganando la batalla a los rebeldes de la primavera árabe siria y a los terroristas del Daesh, en un revoltijo armado que utiliza para afianzarse, y sin que el protagonismo estratégico de Rusia e Irán sufra erosión en la región.
Ello no ha impedido que el presidente norteamericano haya proclamado ufano “misión cumplida”, sin cumplir ninguna misión y sin alcanzar objetivo alguno en un conflicto en el que las fichas de juego continúan en manos de quienes ya las poseían. Eso sí: sus votantes más acérrimos aplauden su audacia y decisión al apretar el botón de unos misiles de distracción.
En el ataque murieron asfixiados niños indefensos, de entre los 40 muertos y centenares de heridos. Las imágenes de algunos de esos pequeños, bañados con mangueras de agua para intentar eliminar los restos del gas, habían dado la vuelta al mundo, despertando el rechazo general.
El imprevisible presidente norteamericano aprovechó al vuelo la oportunidad para mostrarse indignado y reaccionar furioso con esa amenaza a Al Assad porque el dictador sirio había hecho caso omiso a su advertencia, de hace solo un año, de que no sobrepasara la línea roja de hacer la guerra con armas químicas, como ya había hecho más de una decena de veces.
Los 105 misiles Tomahawk mandados por Trump –ni tan nuevos ni tan bonitos, pero sí inteligentes– cayeron sobre un Centro de Estudios e Investigaciones Científicas, en las afueras de Damasco, donde se producen y fabrican armas químicas, y en dos almacenes militares, en la ciudad de Homs, que se usaban como sendos arsenales para este tipo de armamento.
Eran objetivos identificados, conocidos y consentidos hasta la fecha, sin que ninguna inspección internacional de los organismos competentes ni la presión de las potencias mundiales obligaran a su clausura y al abandono de sus actividades fabriles de sustancias letales, excepto un primer ataque intimidatorio, en abril del año pasado, también con misiles, contra una base aérea del Ejército sirio en el desierto, que no llegó a intimidar al dictador guerrero, como los hechos actuales demuestran.
Tras más de siete años de guerra en Siria, donde se lucha en múltiples frentes (local, regional y geoestratégico) y por múltiples actores (Daesh, rebeldes sirios, turcos, kurdos, iraníes, rusos y norteamericanos, todos ellos bajo la estrecha vigilancia de Israel), los que pueden hacerlo decidieron que era inconcebible matar con armamento no convencional –con armas químicas, aunque nada se dice de los barriles explosivos, cargados de metralla, lanzados desde helicópteros), y menos aún cuando el enemigo está prácticamente derrotado y sólo reductos rebeldes se niegan a entregarse. Tras ser gaseados, éstos finalmente se rindieron.
Pero el presidente Trump, que participa en esa guerra multilateral en el bando del dictador (2.000 soldados norteamericanos están desplegados en el país) junto a una coalición inverosímil de aliados que se odian, no estaba dispuesto a perdonar que se le tomara el pelo de manera tan descarada y se dejara pasar esa repudiable costumbre de gasear al enemigo -niños y civiles inocentes incluidos-, sin motivos ni necesidad.
Era la ocasión para volver a demostrar su capacidad de liderazgo y firmeza ante un régimen que se comporta con bestial crueldad. Podía ejercer de presidente del país más poderoso del mundo justamente cuando más acorralado se sentía en el ámbito doméstico por la investigación del fiscal especial sobre la trama rusa en su elección.
Por eso amenazó según suele, urbi et orbi, en 140 caracteres, sin importar caer en el mismo pecado que criticó en el expresidente Barack Obama, cuando lo acusó de ofrecer ventajas al enemigo por anunciar las represalias que pensaba adoptar su Administración, en 2013, en una situación idéntica.
En aquella ocasión, el titubeante Obama, ante las promesas rusas de obligar a Siria a retirar su arsenal químico, acabó desechando las represalias militares. Al final, la promesa rusa fue incumplida y la guerra continuó desde entonces con sus inherentes matanzas y atrocidades, dejando un balance de más de 500.000 muertos entre la población y millones de desplazados de un país en llamas.
El caso es que Donald Trump ha repetido lo que hizo Obama: avisar de una acción de represalia inminente, dando tiempo a que el Ejército sirio abandonara las instalaciones más expuestas al ataque y permitiendo que los rusos, que tienen bases navales y aéreas en el país, enviaran sus acorazados a alta mar y sus aviones fuera del espacio aéreo por el que iban a volar los misiles, no vaya a ser que una bomba descarriada les cayera encima y se liara la de Dios.
Después de tales avisos tan disimulados, el comandante en jefe del Ejército más poderoso del mundo dio al fin orden de lanzar un bombardeo limitado y circunscrito a las dianas previstas, sin esperar siquiera a la investigación de los inspectores de la Organización para la Prohibición de Armas Químicas, que ya estaba en marcha, y sin contar, tampoco, con autorización de la ONU, por el veto ruso en el Consejo de Seguridad, lo que resta legitimidad al anunciado castigo norteamericano, aunque actuase en alianza con el Reino Unido y Francia.
Y, como en otras represalias “quirúrgicas” anteriores, las bombas nuevas, bonitas e inteligentes no han servido para variar el curso ni determinado el final de ninguna guerra o conflicto de entre los que ha decidido intervenir el inefable Donald Trump desde que es presidente twittero de Estados Unidos.
Ni la superbomba sobre los talibanes en Afganistán ni las dos veces que ha bombardeado Siria han determinado el curso de esas guerras ni erosionado la capacidad de golpear del enemigo. Los terroristas y los dictadores, una vez despejado de polvo los cráteres que provocan las bombas, siguen a lo suyo, matándose con saña como acostumbran, sangrando el país al que oprimen y haciéndolo retroceder hasta su completa ruina y desolación.
Esta vez, con las bombas de distracción que ha lanzado Trump sobre Siria, la situación en aquel conflictivo país sigue igual, con el sátrapa Bacher el Assad en el poder, ganando la batalla a los rebeldes de la primavera árabe siria y a los terroristas del Daesh, en un revoltijo armado que utiliza para afianzarse, y sin que el protagonismo estratégico de Rusia e Irán sufra erosión en la región.
Ello no ha impedido que el presidente norteamericano haya proclamado ufano “misión cumplida”, sin cumplir ninguna misión y sin alcanzar objetivo alguno en un conflicto en el que las fichas de juego continúan en manos de quienes ya las poseían. Eso sí: sus votantes más acérrimos aplauden su audacia y decisión al apretar el botón de unos misiles de distracción.
DANIEL GUERRERO