Se vistió de princesa y se echó a la calle. Ese día iba a encontrar al príncipe azul. Era ese y no cualquier otro día. Y claro está, debía ir con un atuendo especial para la ocasión. Buscó el mejor vestido, rizó su pelo, se pintó una sonrisa que no tenía y se dibujó en los ojos una mirada atractiva que escondía perfectamente su miedo y su inseguridad.
Estaba harta de la soledad y de la lucha individual. Quería y deseaba un compañero de camino. Y lo quería ya. Quedo con él. ¿Por qué él? ¿Y por qué no? ¿Acaso no había sido capaz de ver que ella temblaba y la había abrazado para reconfortarla sin que apenas se conocieran de nada?
No podemos hablar de flechazo, ni de instinto animal. Ella estaba perdida en las telarañas de su mente y él le proporcionó un sitio con luz durante el tiempo que dura un abrazo entre dos desconocidos. No hubo amor como en La Javanaise, en la que "nos amamos el tiempo de una canción". Pero sí surgió algo: una duda, un misterio.
¿Podría ser él? No era pasión, ni ensoñación. Era una pregunta que se elevaba en el aire y que, de vez en cuando, se posaba delante de sus ojos. Pensó que ya tenía una respuesta. Un día de invierno en el que en la conversación solo existió él. La vida de ella no fue objeto de interés. Su intuición extendió la mano a su ilusión y ambas cotejaron que aquello no pasaba de una simple, muy simple, amistad.
Pero volvió la primavera y las canicas del azar chocaron. Se volvieron a ver y el calor, esta vez vespertino, unido a las ganas de no pensar los llevaron al parque de una antigua infanta. El lugar invitaba, la brisa acompañaba, el canto de las palomas enamoradas creaba ambiente y los grandes árboles hacían de escenario perfecto para un beso. Pero no llegó. Podríamos decir que no llegó ni siquiera a ser una idea.
La princesa recordaba otros días, otros paseos por aquel parque llenos de suspiros y de mariposas en una época en que caer en el amor era fácil. El cielo se fue nublando y el ocaso se tornó frío. Todo había pasado y se despidieron con otro abrazo.
Hoy ella ha intentado ser esa flor que despierte la luz de su mirada, pero no se puede exigir ni pedir a nadie que sea el príncipe del cuento. Ellos ya no están para cuentos. Los dos tienen un álbum lleno de las cosas que desean y ninguno de ambos se ajusta la persona soñada por el otro.
"No tengo tiempo de leer cosas que no me interesan", le dijo él. Es una buena metáfora de las relaciones. Al igual que los libros, si no nos resultan atractivos, los cerramos. Solo nos movemos cuando algo ocurre, sin que sepamos que está ocurriendo.
Pero ella no está triste: se queda con los abrazos recibidos, con la protección y el calor que le han proporcionado. Pero, sobre todo, se queda con un gran descubrimiento: ahora sabe que le gusta vagabundear por el parque acompañada y que sigue deseando que la besen en algún rincón escondido del mismo. Puede no parecer una gran cosa. Pero, pasados algunos años, reconocer que en nosotros aún vive la ilusión es un bello tesoro.
Estaba harta de la soledad y de la lucha individual. Quería y deseaba un compañero de camino. Y lo quería ya. Quedo con él. ¿Por qué él? ¿Y por qué no? ¿Acaso no había sido capaz de ver que ella temblaba y la había abrazado para reconfortarla sin que apenas se conocieran de nada?
No podemos hablar de flechazo, ni de instinto animal. Ella estaba perdida en las telarañas de su mente y él le proporcionó un sitio con luz durante el tiempo que dura un abrazo entre dos desconocidos. No hubo amor como en La Javanaise, en la que "nos amamos el tiempo de una canción". Pero sí surgió algo: una duda, un misterio.
¿Podría ser él? No era pasión, ni ensoñación. Era una pregunta que se elevaba en el aire y que, de vez en cuando, se posaba delante de sus ojos. Pensó que ya tenía una respuesta. Un día de invierno en el que en la conversación solo existió él. La vida de ella no fue objeto de interés. Su intuición extendió la mano a su ilusión y ambas cotejaron que aquello no pasaba de una simple, muy simple, amistad.
Pero volvió la primavera y las canicas del azar chocaron. Se volvieron a ver y el calor, esta vez vespertino, unido a las ganas de no pensar los llevaron al parque de una antigua infanta. El lugar invitaba, la brisa acompañaba, el canto de las palomas enamoradas creaba ambiente y los grandes árboles hacían de escenario perfecto para un beso. Pero no llegó. Podríamos decir que no llegó ni siquiera a ser una idea.
La princesa recordaba otros días, otros paseos por aquel parque llenos de suspiros y de mariposas en una época en que caer en el amor era fácil. El cielo se fue nublando y el ocaso se tornó frío. Todo había pasado y se despidieron con otro abrazo.
Hoy ella ha intentado ser esa flor que despierte la luz de su mirada, pero no se puede exigir ni pedir a nadie que sea el príncipe del cuento. Ellos ya no están para cuentos. Los dos tienen un álbum lleno de las cosas que desean y ninguno de ambos se ajusta la persona soñada por el otro.
"No tengo tiempo de leer cosas que no me interesan", le dijo él. Es una buena metáfora de las relaciones. Al igual que los libros, si no nos resultan atractivos, los cerramos. Solo nos movemos cuando algo ocurre, sin que sepamos que está ocurriendo.
Pero ella no está triste: se queda con los abrazos recibidos, con la protección y el calor que le han proporcionado. Pero, sobre todo, se queda con un gran descubrimiento: ahora sabe que le gusta vagabundear por el parque acompañada y que sigue deseando que la besen en algún rincón escondido del mismo. Puede no parecer una gran cosa. Pero, pasados algunos años, reconocer que en nosotros aún vive la ilusión es un bello tesoro.
MARÍA JESÚS SÁNCHEZ