Demostrando una gran sensibilidad ante la actitud de Italia de prohibir el desembarco de más de 600 migrantes rescatados por el barco Aquarius en aguas que separan a ese país de Libia, el nuevo Gobierno socialista de España ha autorizado la acogida por razones humanitarias de esos inmigrantes en nuestro país, adonde han llegado tras una travesía que les ha hecho recorrer medio Mediterráneo y que ha durado más de tres días, en condiciones que dejan mucho que desear, en un navío no preparado para el transporte de personas.
Nada más desembarcar en un puerto de Valencia, acondicionado para ofrecerles ropa, alimentación y primeros auxilios, aparte de los trámites de extranjería oportunos, se les ha concedido un permiso especial de residencia de 45 días por las circunstancias excepcionales que han tenido que atravesar. Un permiso que no se concede a todos los inmigrantes que alcanzan las costas españolas por sus propios medios o después de haber sido rescatados por patrulleras de Salvamento Marítimo ante un dilema semejante: socorrerlos o dejarlos a la deriva.
Esta diferencia en el trato a migrantes, según el grado de implicación del Gobierno en la acogida (unos son “irregulares” y otros son “invitados”), desluce innecesariamente lo que, en todos los casos sin distinción, debiera ser el comportamiento habitual ante personas que huyen a nuestro país de las guerras, la pobreza, la desesperación y las persecuciones que les acechan en sus países de origen, obligándolos a lanzarse al mar en busca de auxilio, de protección y de posibilidades de una vida mejor e infinitamente más digna.
Sea por humanitarismo o por exigencia legal, la defensa de los Derechos Humanos que asisten a todos los inmigrantes –insisto: sin distinción– que llegan o traemos a nuestro país debería encabezar la actitud con que los acogemos y tratamos, sin que ello suponga un problema moral, de orden público, de seguridad o de convivencia para nosotros.
Y, mucho menos, de temor a un posible “efecto llamada”, como arguyen los líderes nacionalistas populistas y los gobiernos xenófobos que, como el del país transalpino, se niegan a socorrer a unas personas que, enfrentadas a la necesidad imperiosa de sobrevivir, no se detienen por muchas barreras que levantemos ni todo el agua del mar que encuentren en su camino.
Los que huyen no lo hacen atraídos por ningún “efecto llamada”, sino por mero instinto de supervivencia y hacia el lugar más próximo que les parezca seguro y con posibilidades de llevar una vida digna de vivirse. Tampoco les mueve el ánimo de delinquir, como se les acusa para atemorizar a los nacionales y atraer, así, su voto a partidos racistas o al refrendo de medidas egoístas e insolidarias, del todo inhumanas.
No llegan a España, Italia o Grecia por ser destinos turísticos, sino porque son territorios limítrofes de la zona de donde proceden y de la que huyen sin importarles jugarse la vida. Estos países sureños –como el nuestro– constituyen una frontera de Europa, lindante de África y Oriente Próximo, que no es, ni puede ser, impermeable a los flujos migratorios de personas que esperan de nosotros, de la Europa civilizada y próspera, cuando menos, una oportunidad y que seamos consecuentes con nuestros propios valores y esos Derechos Humanos que decimos respetar por convicción.
Y es que el problema migratorio es mucho más grave y complejo que la anécdota protagonizada por el buque Aquarius. De hecho, durante el fin de semana en que el barco transportaba a Valencia a los rescatados al sur de Italia, intentaban llegar a nuestras costas más de 1.300 inmigrantes (507 en el Estrecho, 152 al sur de Canarias y 631 en el mar de Alborán) en precarios cayucos, pateras y lanchas neumáticas, que les hacían pagar un precio insoportable.
43 personas resultaron desparecidas por caídas al mar debido a la extenuación, la hipotermia y los rigores del viaje, a pesar de los esfuerzos realizados por Salvamento Marítimo para rescatarlos, movilizando barcos y helicópteros, tras conocer los avisos de buques mercantes y oenegés que alertaban de la presencia de tales embarcaciones, muchas de ellas a la deriva y semihundidas.
Se producía, así, uno de los fines de semana de mayor presión migratoria y más trágicos de los últimos tiempos, con muertes que engrosan la estimación de 244 personas perecidas por ahogamiento, superando el total de 224 fallecidos registrados en 2017 en el intento por alcanzar las costas españolas. En todo el Mediterráneo, la cifra se eleva a cerca de 900 muertos en lo que va de año.
Es, por tanto, un problema de primera magnitud por el hecho de que están en juego vidas humanas. Y es un problema que afecta a Europa en su conjunto, aunque el drama se desarrolle en sus fronteras exteriores y, paradójicamente, cuando la presión migratoria está reduciéndose considerablemente desde que se tienen registros, por mucho que las medidas xenófobas de algunos gobiernos intenten trasladar a la opinión pública una preocupación excesiva que alimenta un grado de crispación artificial.
Se obtienen réditos electorales con mensajes anti-inmigrantes y refugiados que llevan al gobierno a partidos ultranacionalistas, racistas, supremacistas y extremistas, tanto en Italia y Polonia o Hungría, como en Estados Unidos o Filipinas. Cuela entre la población el miedo al extranjero, sobre todo si es pobre y miserable, víctima de guerras, explotación y calamidades.
Por ello, necesita Europa una política común de asilo y ayuda al refugiado, más allá de las cuotas vinculantes por países, limitar y regular los flujos internos de asilados entre los Estados miembros sin alterar la libre circulación del espacio Schengen, y unas medidas pactadas de defensa y actuación en sus fronteras contra la inmigración irregular (reforzar el Frontex), para no hacer recaer toda la responsabilidad en los Estados fronterizos que actúan de cordón sanitario frente a los migrantes en la zona meridional (Italia, Grecia, España y Malta), como esas controvertidas propuestas de creación de “plataformas regionales de desembarco” fuera de nuestras fronteras (algo parecido, pero con mayor transparencia, a lo que se acordó con Turquía) para acoger y seleccionar, entre migrantes económicos y perseguidos o refugiados políticos, los que se dirijan a la UE por el Mediterráneo, en colaboración con las agencias de la ONU –Acnur (para los refugiados) y OIM (para las migraciones)–. Y, desde luego, potenciar la cooperación y la ayuda al desarrollo con los países de origen de la migración.
Con todo, el fenómeno migratorio que sufre Europa no es el de mayor intensidad del mundo ni la fuente de problemas más preocupante del Continente, fuera aparte de que así lo quieran tratar algunos gobiernos europeos. Las poco más de 700.000 personas que solicitaron asilo en alguno de los 23 países comunitarios, en 2017 –según datos de la agencia europea de asilo (EASO)–, representan una proporción minúscula y manejable frente a los 25,4 millones de refugiados solicitantes de protección registrados en el mundo en el mismo período.
Y son los sirios, con 6,3 millones de refugiados, los que encabezan este drama, seguidos de los afganos obligados a desplazarse a Pakistán, los rohinyás que padecen genocidio en Myanmar, los sudaneses víctimas de la guerra civil que asola Sudán del Sur, etcétera.
La lista de atrocidades, violaciones, encarcelaciones, explotación, humillaciones y trato inhumano que generan el odio y el racismo contra el extranjero no para de aumentar, incluso en países supuestamente avanzados y civilizados, como Italia, donde hasta los gitanos despiertan la ojeriza del fascista Salvini, o Estados Unidos, donde Trump separa y encarcela a niños de hasta tres años para chantajear a sus padres inmigrantes que desea expulsar del país.
Frente a este panorama, la migración y los refugiados que soporta Europa resulta un problema de menor envergadura que, en cualquier caso, por culpa de las políticas populistas de algunos gobiernos comunitarios, pone en tela de juicio nuestros valores éticos y democráticos y hasta el propio proyecto europeo.
Como país que fuimos de emigrantes, ahora estamos, afortunadamente, en condiciones de ofrecer ayuda a los que migran a nuestro territorio, que es Europa, desde el respeto a los Derechos Humanos por encima de cualquier otra consideración o circunstancia. Y de hacer del modo de actuación con el Aquarius la norma que se debe seguir hacia todo inmigrante o refugiado y que Europa en su conjunto ha de imitar y asumir.
Ese es el reto que hemos de superar para demostrar el grado de civilización alcanzado por nuestra sociedad y no caer en la banalización del mal con que tratamos al otro, al extraño o al extranjero, sea migrante o sea refugiado.
Nada más desembarcar en un puerto de Valencia, acondicionado para ofrecerles ropa, alimentación y primeros auxilios, aparte de los trámites de extranjería oportunos, se les ha concedido un permiso especial de residencia de 45 días por las circunstancias excepcionales que han tenido que atravesar. Un permiso que no se concede a todos los inmigrantes que alcanzan las costas españolas por sus propios medios o después de haber sido rescatados por patrulleras de Salvamento Marítimo ante un dilema semejante: socorrerlos o dejarlos a la deriva.
Esta diferencia en el trato a migrantes, según el grado de implicación del Gobierno en la acogida (unos son “irregulares” y otros son “invitados”), desluce innecesariamente lo que, en todos los casos sin distinción, debiera ser el comportamiento habitual ante personas que huyen a nuestro país de las guerras, la pobreza, la desesperación y las persecuciones que les acechan en sus países de origen, obligándolos a lanzarse al mar en busca de auxilio, de protección y de posibilidades de una vida mejor e infinitamente más digna.
Sea por humanitarismo o por exigencia legal, la defensa de los Derechos Humanos que asisten a todos los inmigrantes –insisto: sin distinción– que llegan o traemos a nuestro país debería encabezar la actitud con que los acogemos y tratamos, sin que ello suponga un problema moral, de orden público, de seguridad o de convivencia para nosotros.
Y, mucho menos, de temor a un posible “efecto llamada”, como arguyen los líderes nacionalistas populistas y los gobiernos xenófobos que, como el del país transalpino, se niegan a socorrer a unas personas que, enfrentadas a la necesidad imperiosa de sobrevivir, no se detienen por muchas barreras que levantemos ni todo el agua del mar que encuentren en su camino.
Los que huyen no lo hacen atraídos por ningún “efecto llamada”, sino por mero instinto de supervivencia y hacia el lugar más próximo que les parezca seguro y con posibilidades de llevar una vida digna de vivirse. Tampoco les mueve el ánimo de delinquir, como se les acusa para atemorizar a los nacionales y atraer, así, su voto a partidos racistas o al refrendo de medidas egoístas e insolidarias, del todo inhumanas.
No llegan a España, Italia o Grecia por ser destinos turísticos, sino porque son territorios limítrofes de la zona de donde proceden y de la que huyen sin importarles jugarse la vida. Estos países sureños –como el nuestro– constituyen una frontera de Europa, lindante de África y Oriente Próximo, que no es, ni puede ser, impermeable a los flujos migratorios de personas que esperan de nosotros, de la Europa civilizada y próspera, cuando menos, una oportunidad y que seamos consecuentes con nuestros propios valores y esos Derechos Humanos que decimos respetar por convicción.
Y es que el problema migratorio es mucho más grave y complejo que la anécdota protagonizada por el buque Aquarius. De hecho, durante el fin de semana en que el barco transportaba a Valencia a los rescatados al sur de Italia, intentaban llegar a nuestras costas más de 1.300 inmigrantes (507 en el Estrecho, 152 al sur de Canarias y 631 en el mar de Alborán) en precarios cayucos, pateras y lanchas neumáticas, que les hacían pagar un precio insoportable.
43 personas resultaron desparecidas por caídas al mar debido a la extenuación, la hipotermia y los rigores del viaje, a pesar de los esfuerzos realizados por Salvamento Marítimo para rescatarlos, movilizando barcos y helicópteros, tras conocer los avisos de buques mercantes y oenegés que alertaban de la presencia de tales embarcaciones, muchas de ellas a la deriva y semihundidas.
Se producía, así, uno de los fines de semana de mayor presión migratoria y más trágicos de los últimos tiempos, con muertes que engrosan la estimación de 244 personas perecidas por ahogamiento, superando el total de 224 fallecidos registrados en 2017 en el intento por alcanzar las costas españolas. En todo el Mediterráneo, la cifra se eleva a cerca de 900 muertos en lo que va de año.
Es, por tanto, un problema de primera magnitud por el hecho de que están en juego vidas humanas. Y es un problema que afecta a Europa en su conjunto, aunque el drama se desarrolle en sus fronteras exteriores y, paradójicamente, cuando la presión migratoria está reduciéndose considerablemente desde que se tienen registros, por mucho que las medidas xenófobas de algunos gobiernos intenten trasladar a la opinión pública una preocupación excesiva que alimenta un grado de crispación artificial.
Se obtienen réditos electorales con mensajes anti-inmigrantes y refugiados que llevan al gobierno a partidos ultranacionalistas, racistas, supremacistas y extremistas, tanto en Italia y Polonia o Hungría, como en Estados Unidos o Filipinas. Cuela entre la población el miedo al extranjero, sobre todo si es pobre y miserable, víctima de guerras, explotación y calamidades.
Por ello, necesita Europa una política común de asilo y ayuda al refugiado, más allá de las cuotas vinculantes por países, limitar y regular los flujos internos de asilados entre los Estados miembros sin alterar la libre circulación del espacio Schengen, y unas medidas pactadas de defensa y actuación en sus fronteras contra la inmigración irregular (reforzar el Frontex), para no hacer recaer toda la responsabilidad en los Estados fronterizos que actúan de cordón sanitario frente a los migrantes en la zona meridional (Italia, Grecia, España y Malta), como esas controvertidas propuestas de creación de “plataformas regionales de desembarco” fuera de nuestras fronteras (algo parecido, pero con mayor transparencia, a lo que se acordó con Turquía) para acoger y seleccionar, entre migrantes económicos y perseguidos o refugiados políticos, los que se dirijan a la UE por el Mediterráneo, en colaboración con las agencias de la ONU –Acnur (para los refugiados) y OIM (para las migraciones)–. Y, desde luego, potenciar la cooperación y la ayuda al desarrollo con los países de origen de la migración.
Con todo, el fenómeno migratorio que sufre Europa no es el de mayor intensidad del mundo ni la fuente de problemas más preocupante del Continente, fuera aparte de que así lo quieran tratar algunos gobiernos europeos. Las poco más de 700.000 personas que solicitaron asilo en alguno de los 23 países comunitarios, en 2017 –según datos de la agencia europea de asilo (EASO)–, representan una proporción minúscula y manejable frente a los 25,4 millones de refugiados solicitantes de protección registrados en el mundo en el mismo período.
Y son los sirios, con 6,3 millones de refugiados, los que encabezan este drama, seguidos de los afganos obligados a desplazarse a Pakistán, los rohinyás que padecen genocidio en Myanmar, los sudaneses víctimas de la guerra civil que asola Sudán del Sur, etcétera.
La lista de atrocidades, violaciones, encarcelaciones, explotación, humillaciones y trato inhumano que generan el odio y el racismo contra el extranjero no para de aumentar, incluso en países supuestamente avanzados y civilizados, como Italia, donde hasta los gitanos despiertan la ojeriza del fascista Salvini, o Estados Unidos, donde Trump separa y encarcela a niños de hasta tres años para chantajear a sus padres inmigrantes que desea expulsar del país.
Frente a este panorama, la migración y los refugiados que soporta Europa resulta un problema de menor envergadura que, en cualquier caso, por culpa de las políticas populistas de algunos gobiernos comunitarios, pone en tela de juicio nuestros valores éticos y democráticos y hasta el propio proyecto europeo.
Como país que fuimos de emigrantes, ahora estamos, afortunadamente, en condiciones de ofrecer ayuda a los que migran a nuestro territorio, que es Europa, desde el respeto a los Derechos Humanos por encima de cualquier otra consideración o circunstancia. Y de hacer del modo de actuación con el Aquarius la norma que se debe seguir hacia todo inmigrante o refugiado y que Europa en su conjunto ha de imitar y asumir.
Ese es el reto que hemos de superar para demostrar el grado de civilización alcanzado por nuestra sociedad y no caer en la banalización del mal con que tratamos al otro, al extraño o al extranjero, sea migrante o sea refugiado.
DANIEL GUERRERO