En su último libro, Leila Guerriero (Junín, Argentina, 1967) solo ha escrito el prólogo. Porque en este caso ella es la editora. Cuba en la encrucijada. 12 perspectivas sobre la continuidad y el cambio en La Habana y en todo el país es una obra colectiva firmada por autores como Mauricio Vicent, Leonardo Padura, Wendy Guerra, Jon Lee Anderson o Patricia Engel, entre otros.
Dice Guerriero que se trata de una historia actual de Cuba contada por escritores y periodistas que viven en Cuba y fuera, en la que “dan cuenta de una encrucijada que nadie sabe bien, con Trump en la presidencia de Estados Unidos, qué es lo que va a pasar en la isla”.
Como editora ha procurado que la mirada que ofrece el libro sobre Cuba no sea reduccionista sobre un país “acerca del cual se suelen contar siempre las cosas un poco en términos de eclipse. O sea, salirse un poco del cliché”. Y añade: “Se dibuja un país bastante contradictorio, con todo el materialismo dialéctico en un país así, y cruzado con una cantidad de religiones afro y de supersticiones. Cómo encajó Marx con todo esto. Las mujeres muy empoderadas de sus vidas, sus cuerpos y su sexo. Muchísimos exacerbado, grandes machos, como Che o Fidel”.
Comienza su prólogo afirmando que de todas las preguntas que debe hacerse el periodismo, de Cuba solo puede responderse fácilmente una: “dónde queda Cuba”. Para las demás, advierte: “no solo no hay respuestas fáciles sino que además cada quien parece tener las suyas”. En este volumen, el lector puede encontrar doce intentos en este sentido.
A la periodista argentina le gusta vestir de negro. También prefiere los vaqueros. Tiene el pelo muy negro y ensortijado que le da un aire libre y salvaje. También los ojos son muy negros. Son vivos, curiosos, como si quisieran volar fuera de las cuencas que los acogen, siempre alerta, como si el mundo le sorprendiera a cada instante, como si la vida fuese otra observada desde un ángulo diferente.
Ha heredado de su abuela alemana una frialdad que se le deshiela y una distancia que rompe sin pretensiones de proximidad. La abuela era tozuda, fuerte, independiente. Ella es como su abuela: austera en la expresión de sus emociones. No le preocupa, sino que lo reivindica como una herramienta más de su carácter. De su abuela heredó el amor por la lectura. Desde los siete años, Leila nunca salió de casa sin un libro.
No le preocupa la crisis del periodismo porque es de las profesionales que piensan que el oficio nunca atravesó su mejor momento. Le preocupa que cada día se practique menos periodismo de calle y que los profesionales lean cada vez menos. No se sabe si América Latina atraviesa un boom con la crónica, pero “sí me parece que pasa algo que no pasaba hace 20 años”. Las historias que le atraen para escribir son “superdimísiles”.
Arrancó el siglo con la publicación de Los suicidas del fin del mundo, una crónica que ha creado escuela. En 2013, vio la luz Una historia cualquiera, una crónica sobre el malambo, un baile tradicional entre los gauchos argentinos que consiste en un zapateo contenido que requiere gran habilidad técnica y una preparación atlética sobresaliente. Es autora además de la recopilación de crónicas Frutos extraños (2009) y de Zona de obras (2014), donde reunió columnas, conferencias y ensayos. Y de algo está segura: “el periodismo sigue siendo artesanía”.
—Estudiaste Turismo, que nunca ejerciste. ¿Cuándo te diste cuenta de que lo tuyo era contar historias?
—Bueno, contar historias siempre. Yo escribía ficción y después, cuando empecé a ser periodista, siento que encontré en contar historias reales una vocación completa, digamos. Y eso habrá sido a los 22 o 23 años, más o menos, en el 91 o 92. Pero para mí contar historias siempre fue importante. Lo que pasa es que antes contaba historias de ficción y después empecé a contar historias de no ficción.
—Dicen que tu abuela era culta y bella, rubia y de ojos celestes. Todas las tardes celebrabas con ella la ceremonia de la lectura. ¿Qué le debes a ella de la pasión por tu vocación de contar historias?
—Yo le debo mucho a mi abuela en ese y en otros sentidos, porque, como toda mi familia, mi otro abuelo, me incentivaron mucho en la lectura, me leían mucho. Y mi abuela me leía historietas, o sea comics, y me leía libros alemanes para niños muy truculentos, que en realidad a mí me encantaban, no les veía nada de truculentos.
Y ella también era una mujer muy imaginativa, muy disciplinada, muy fuerte, muy tozuda, muy independiente. Entonces, le debo no solo el placer de escuchar historias bien contadas. Ella no me inventaba historias, me leía historias. No me leía libros, me leía historietas. Así que sí. Creo que le debo mucho. Pero le debo mucho más que el placer de contar historias.
—Por ejemplo, también dicen que heredaste de tu abuela la austeridad en la expresión de las emociones.
—Sí. Sí. Mi abuela era una persona muy controlada en ese sentido. Y yo no soy muy efusiva. O sea, la persona que está conmigo se entera de que la quiero, digamos. Bueno, tengo esta cosa. Mi abuela era descendiente de alemanes y yo no necesitaba que mi abuela estuviera dándome besos y tocándome la cabeza y haciéndome “¡ay, qué rica!, para que yo me enterara de que me quería. Y yo soy un poco así.
—Pero escribiendo sí expresas.
—Sí, sí. Expreso emociones pero en mis columnas. Cuando cuento el perfil de una persona, no estoy llorando con el entrevistado. Pero muchos lo hacen. Y a veces sabe bien. Pero a mí no me gusta.
—Desde que tenías siete años, jamás sales de casa sin un libro. ¿También ella es responsable?
—Es parte propia. No sé. Un día se me ocurrió que podía ir a la escuela con un libro. En mi casa no me dijeron que no. Y un día, supongo que debí aburrirme esperando a alguien, dije: “¿Por qué no coges un libro?”. Pero sí. Voy a todos lados con un libro.
—Dedicarse al periodismo en un momento en que la profesión no atraviesa su mejor momento, ¿cómo lo calificarías?
—No. Yo creo que la profesión nunca atravesó su mejor momento. Siempre es un momento duro. Siempre hay unos problemas u otros. En algunos momentos es la persecución. En otros momentos es la falta de libertad de expresión. En otros momentos es la precariedad económica. En otro momento es todo eso junto. Yo creo que es más una crisis de medios que del oficio. Pero el periodismo sigue vivito y coleando.
—Dices que las cosas que han quemado al periodismo tienen que ver con los periodistas que no se han formado en la calle. ¿La precarización de las empresas también tiene algo que ver?
—Yo no sé si dije eso. Lo que siempre digo es que los periodistas han dejado de salir a la calle, en parte por presión de las empresas, que los tienen sentados en sus escritorios hablando por teléfono. Más allá de eso, también un poco el que decide qué condiciones de trabajo aceptar y cuáles no, aunque está claro que hay que pagar el alquiler, la comida, etcétera, etcétera, pero sí me parece que los periódicos y las revistas están yendo hacia un mundo de redacciones repletas de periodistas cuando las historias están en la calle.
O sea, las historias no pasan entre las redacciones. Y menos, a los lugares a los que se están mudando los diarios, que se mudan a las periferias de las ciudades, a sitios bucólicos, rodeados por el campo, donde no hay nada para ver más que pinos por la ventana. El periodista está en la calle. Pero el hecho de que el periodista no esté en la calle es básicamente responsabilidad de un medio que exige que el periodista esté en la redacción haciendo las notas por teléfono.
—¿El periodismo sigue siendo un oficio, afortunadamente?
—Sí. Creo que sí. Una artesanía.
—¿Nunca te arrepentiste de haber optado por este oficio? ¿Nunca huiste del folio en blanco?
—Nunca. Jamás. Ni se me ocurriría pensarlo. No. Nunca.
—Los periodistas leen poco. ¿Esto adónde va?
—No sé adónde nos lleva, pero me parece raro que una persona que quiere escribir, en principio, que quiere comunicar… No sé. La televisión es distinta. La radio quizás sea distinta. A mí sí me llama mucho la atención que una persona que quiere escribir, no lea. Me parece lo más raro del universo. Como un chef al que no le gusta la comida. Pero esto es lo más raro del mundo. A mí esto me irrita, me enerva y no lo entiendo.
—¿Qué nos ha robado Internet, además de la imaginación?
—No. No sé si nos ha robado la imaginación. Yo no creo que nos haya robado la imaginación. Me parece que, como todas las cosas, es una herramienta que depende de uno, de cómo la maneje. No. No sé si nos ha robado la imaginación. A mí, por ejemplo, buscar en Internet escenas de películas que vi en el año 1998, si no tuviera ahí la web disponible y el Youtube o lo que fuera, tendría que ir bien a una cinemateca a ver esa copia. Y en cambio es una fuente de imaginación.
A mí, si hay algo que me ha robado, es la concentración. Estar muy pendiente del correo electrónico, los periódicos, todas las páginas web, la parafernalia, el mundo ahí, puesto en el mismo lugar, que es el mismo lugar en el que trabajas, que es la pantalla, la computadora. Eso.
—Los argentinos tenéis copados el mundo. El Papa Francisco, en el Vaticano. Messi, tocando siempre la pelota. ¿A quién necesitamos en el triunvirato?
—(Ríe). No tengo idea. Es una buena pregunta, pero soy muy mala con esas respuestas. Ay, no sé. No se me ocurre qué. Suena como bastante completo. El mundo del deporte y el mundo de la ficción con el Papa. Creo que ya con esos dos mundos estamos completos.
—¿Lloraste cuando murió Ricardo Piglia?
—(Tarda en responder). Sí, sí, sí. Lloré mucho cuando murió Ricardo Piglia. Sigo llorando por Ricardo Piglia, por otros que quiero. Pero por Ricardo, sí.
—Jon Lee Anderson habla de un nuevo boom en Latinoamérica, esta vez no de literatura sino de periodismo. ¿Compartes su opinión?
—Del boom de la crónica latinoamericana han hablado muchos. Yo, la verdad, no lo veo. Sí creo que están pasando cosas. Es un fenómeno, digamos. Pero es un fenómeno chiquito, de nicho. En gran parte también como de consumo interno para los periodistas. No es un fenómeno masivo como fue el boom de los sesenta y los novelistas, que las señoras andaban con las novelas dentro de su bolsa de supermercado.
—Pero eso es muy difícil que vuelva a repetirse.
—Sí. Pero entonces, si es difícil que pueda volver a darse, ¿por qué utilizamos la misma palabra para dos cosas tan diferentes? Mejor, no usarla.
—Tal vez lo dice por la renovación en la escritura.
—No sé. A mí me parece, por un lado, si es eso, si es la renovación en la escritura, a mí me parece que es un poco forzado. He escuchado que ahora el ajo está en la crónica, digamos. Yo creo que no, que hay buenos escritores de ficción en América Latina. Y que en cualquier caso, poner a competir una cosa con la otra no tiene ningún sentido.
Es como si uno se pusiera a pensar qué es mejor o más necesario para la literatura, el ensayo o la poesía. O sea, no tiene caso. Pero sí me parece que pasa algo en la crónica que no pasaba hace 20 años o 15 años atrás, que es que, bueno, hay un movimiento, hay más periodistas queriendo hacerla y, sobre todo, se ha trasladado a la industria editorial. O sea, la crónica ha encontrado su espacio en colecciones de libros. Todas las editoriales grandes tienen su colección de crónicas.
—Cuando el periodismo está en plena crisis, los periodistas narrativos estáis mejor que hace años. ¿Por qué?
—Lo que pasa es que a mí me parece que, por un lado, el lugar de la crónica, del periodismo narrativo, siempre fue un lugar marginal. Realmente, en los años noventa, en la Argentina, no encontrabas un solo lugar donde publicar una crónica de más de 8.000 caracteres. Y hoy en día, eso está bastante mejor. Entonces, claro, cuando venís del desierto, llueve un poquito, y creés que estás en el paraíso.
Y por otra parte, siento que el periodismo narrativo intenta contar realidades complejas de una manera que no sea reduccionista. Y, a ver, las noticias necesariamente tienen que ser reduccionistas por lo rápido, por la urgencia, etcétera. Entonces, la crónica ofrece, si querés, de alguna forma, esta mirada más compleja, más facetada, más poliédrica, y que esa mirada en un mundo complejo, difícil de comprender, etcétera, etcétera, claramente las cosas no pasan porque unos sean malísimos y otros buenísimos, es más necesaria que nunca.
—No eres una gran encontradora de historias. ¿Cómo hueles dónde hay una?
—No sé. Algo que me produce una inmensa curiosidad. Y una vez que estoy metida en eso, me doy cuenta de que esa curiosidad se ve aumentada, reforzada, digamos. Las historias que me interesan son superdisímiles. Entonces, no hay un tipo de historia que me llama la atención.
—Los suicidas del fin del mundo parte de una gacetilla de la ONG Poder Ciudadano. ¿Qué viste allí?
—Mira, el pueblo que describía la gacetilla esta de la ONG era un pueblo que era el infierno mismo. Decía que tenía entre 24 o 30 por ciento de desempleo, que el pueblo estaba atado un poco a la suerte del petróleo. Cuando el petróleo era caro, el pueblo tenía 15.000 habitantes y, cuando era barato, 6.000 habitantes. O sea, que había claramente una disfuncionalidad social tremenda. Que había tantas iglesias como prostíbulos. Y había muchas iglesias (ríe). Que había una cantidad de embarazos adolescentes desmedido. Un porcentaje altísimo comparado con el resto del país. Y que en un año y medio se habían suicidado 22 chicos muy jóvenes y muy conocidos de la ciudad. Con todo, después descubrí que eran 12, y no 22.
A mí lo que me llamó la atención en realidad fue la historia en sí: pueblo petrolero con petrolera nacional recientemente nacionalizada por el Gobierno de Carlos Saúl Menem, enorme cantidad de gente desclasada de su lugar de trabajo y la maldición del dinero, digamos. Todo eso fue lo que me llevó allí. Unido a esa situación social. Y, de hecho, comprobé que esa situación social era peor que cualquier cosa que yo no hubiera podido imaginar.
—Te gusta grabar los testimonios de las fuentes para reproducir su modo de expresarse.
—Sí. Porque, cuando lo volviese a escuchar, escuchaba la congoja en la voz de la mujer y escuchaba cómo contiene las lágrimas o cómo lloró. Qué sé yo. Es como muy evocador. Entre el momento en que vos terminabas el trabajo de campo y después volvés a tu casa, degustas, te pones a escribir, hay un tiempo grande que pasa. Entonces, cómo rescatar esa emoción de ese momento si no lo volvés a escuchar si solo tomaste notas. Para mí, sí es muy importante grabar.
—Me gusta esta frase suya: “Sin estilo no hay texto, pero sin reporteo no hay historia”.
—Sí. El estilo es la voz propia. Por qué alguien querría escribir y que su escritura se confundiera con la escritura de cualquier persona u otro periodista u otro colega. El sello es eso, una voz propia. Por eso me parece tan importante que uno esté trabajando en pro de desarrollar un estilo propio. Que no tenga frases comunes. Que sea eso, como una voz propia. Que alguien encuentre un texto tuyo, sin tu nombre, y diga esto lo escribió fulano.
Pero sobre todo entiendo que es periodismo. Entonces no puede ser nada más que forma. Y siento que sin un reportero, sin una labor de campo exhaustiva, el texto por más que esté bien escrito, si yo estoy diez minutos con una persona y quiero escribir el perfil de esa persona, no hay manera de que sea eso.
—Cuba va, poco a poco, sufriendo algunos cambios. ¿La llegada de Donald Trump a la presidencia del gobierno perjudicara los avances alcanzados hasta ahora?
—Vos sabés que ahora el presidente de mi país es Mauricio Macri. Aparentemente hay una buena relación con Estados Unidos, con Trump. Obviamente, hay una cuestión de estrategia y conveniencia político-económica. Cómo decirte. A mí me produce mucho resquemor que nos llevemos tan bien con este Trump (ríe).
Creo que los países más afectados a lo mejor no están en el Cono Sur, por lo menos por ahora. Creo que se va a sentir mucho más fuerte, por ejemplo, en México, en Cuba. Nosotros, hasta ahora, estamos en una especie como de distancia. Yo todavía no me lo creo que Trump sea el presidente de Estados Unidos. Estoy como en estado de shock. Pero últimamente el mundo vive en ese discurso voluntarista de esto no va a suceder y finalmente sucede. No podía suceder que Inglaterra se fuera de la Comunidad Europea, y fue lo que sucedió. No podía suceder que los colombianos votaran no al plebiscito si quieren o no un acuerdo de paz, y sucedió.
—¿Escribes ahora otro libro?
—Sí. Pero nunca menciono porque siento que, si cuento de qué estoy escribiendo, como que no necesito escribirlo. Es muy raro. Ya se lo conté a todo el mundo, ya está, no lo escribo. Pero sí, sí. Es una crónica. Y es un perfil muy largo que por ahí se transformará en un libro. Veremos.
—Quisiera preguntarte, para terminar de una manera bonita…
—(Ríe). No me asustes.
—Para nada. Observando el mundo, ¿no se queda corta cualquier mirada para acaparar tanto desastre?
—Es muy difícil. Yo, justamente, vivo de no ser reduccionista. Para decirte cómo veo el mundo, tengo que ser reduccionista. El cielo puede estar azul o gris. Pero el mundo… Antes que nada soy una ferviente detractora de la idea de que ayer estábamos mejor y hoy todo es decadente. Y también soy una ferviente detractora de las miradas estúpidas, de estar diciendo no, el mundo está mejor ahora.
La FAO acaba de decir por primera vez desde el año 2013 que creció el hambre en el mundo. Pasamos de ser 777 millones de subalimentados a 800 y pico millones. Entonces digo: perdón. O sea, nada. Entre una cosa y la otra está la vida y la gente que sigue viviendo. Qué sé yo. El mundo da curiosidad. Eso es lo que podría decirte (ríe).
Dice Guerriero que se trata de una historia actual de Cuba contada por escritores y periodistas que viven en Cuba y fuera, en la que “dan cuenta de una encrucijada que nadie sabe bien, con Trump en la presidencia de Estados Unidos, qué es lo que va a pasar en la isla”.
Como editora ha procurado que la mirada que ofrece el libro sobre Cuba no sea reduccionista sobre un país “acerca del cual se suelen contar siempre las cosas un poco en términos de eclipse. O sea, salirse un poco del cliché”. Y añade: “Se dibuja un país bastante contradictorio, con todo el materialismo dialéctico en un país así, y cruzado con una cantidad de religiones afro y de supersticiones. Cómo encajó Marx con todo esto. Las mujeres muy empoderadas de sus vidas, sus cuerpos y su sexo. Muchísimos exacerbado, grandes machos, como Che o Fidel”.
Comienza su prólogo afirmando que de todas las preguntas que debe hacerse el periodismo, de Cuba solo puede responderse fácilmente una: “dónde queda Cuba”. Para las demás, advierte: “no solo no hay respuestas fáciles sino que además cada quien parece tener las suyas”. En este volumen, el lector puede encontrar doce intentos en este sentido.
A la periodista argentina le gusta vestir de negro. También prefiere los vaqueros. Tiene el pelo muy negro y ensortijado que le da un aire libre y salvaje. También los ojos son muy negros. Son vivos, curiosos, como si quisieran volar fuera de las cuencas que los acogen, siempre alerta, como si el mundo le sorprendiera a cada instante, como si la vida fuese otra observada desde un ángulo diferente.
Ha heredado de su abuela alemana una frialdad que se le deshiela y una distancia que rompe sin pretensiones de proximidad. La abuela era tozuda, fuerte, independiente. Ella es como su abuela: austera en la expresión de sus emociones. No le preocupa, sino que lo reivindica como una herramienta más de su carácter. De su abuela heredó el amor por la lectura. Desde los siete años, Leila nunca salió de casa sin un libro.
No le preocupa la crisis del periodismo porque es de las profesionales que piensan que el oficio nunca atravesó su mejor momento. Le preocupa que cada día se practique menos periodismo de calle y que los profesionales lean cada vez menos. No se sabe si América Latina atraviesa un boom con la crónica, pero “sí me parece que pasa algo que no pasaba hace 20 años”. Las historias que le atraen para escribir son “superdimísiles”.
Arrancó el siglo con la publicación de Los suicidas del fin del mundo, una crónica que ha creado escuela. En 2013, vio la luz Una historia cualquiera, una crónica sobre el malambo, un baile tradicional entre los gauchos argentinos que consiste en un zapateo contenido que requiere gran habilidad técnica y una preparación atlética sobresaliente. Es autora además de la recopilación de crónicas Frutos extraños (2009) y de Zona de obras (2014), donde reunió columnas, conferencias y ensayos. Y de algo está segura: “el periodismo sigue siendo artesanía”.
—Estudiaste Turismo, que nunca ejerciste. ¿Cuándo te diste cuenta de que lo tuyo era contar historias?
—Bueno, contar historias siempre. Yo escribía ficción y después, cuando empecé a ser periodista, siento que encontré en contar historias reales una vocación completa, digamos. Y eso habrá sido a los 22 o 23 años, más o menos, en el 91 o 92. Pero para mí contar historias siempre fue importante. Lo que pasa es que antes contaba historias de ficción y después empecé a contar historias de no ficción.
—Dicen que tu abuela era culta y bella, rubia y de ojos celestes. Todas las tardes celebrabas con ella la ceremonia de la lectura. ¿Qué le debes a ella de la pasión por tu vocación de contar historias?
—Yo le debo mucho a mi abuela en ese y en otros sentidos, porque, como toda mi familia, mi otro abuelo, me incentivaron mucho en la lectura, me leían mucho. Y mi abuela me leía historietas, o sea comics, y me leía libros alemanes para niños muy truculentos, que en realidad a mí me encantaban, no les veía nada de truculentos.
Y ella también era una mujer muy imaginativa, muy disciplinada, muy fuerte, muy tozuda, muy independiente. Entonces, le debo no solo el placer de escuchar historias bien contadas. Ella no me inventaba historias, me leía historias. No me leía libros, me leía historietas. Así que sí. Creo que le debo mucho. Pero le debo mucho más que el placer de contar historias.
—Por ejemplo, también dicen que heredaste de tu abuela la austeridad en la expresión de las emociones.
—Sí. Sí. Mi abuela era una persona muy controlada en ese sentido. Y yo no soy muy efusiva. O sea, la persona que está conmigo se entera de que la quiero, digamos. Bueno, tengo esta cosa. Mi abuela era descendiente de alemanes y yo no necesitaba que mi abuela estuviera dándome besos y tocándome la cabeza y haciéndome “¡ay, qué rica!, para que yo me enterara de que me quería. Y yo soy un poco así.
—Pero escribiendo sí expresas.
—Sí, sí. Expreso emociones pero en mis columnas. Cuando cuento el perfil de una persona, no estoy llorando con el entrevistado. Pero muchos lo hacen. Y a veces sabe bien. Pero a mí no me gusta.
—Desde que tenías siete años, jamás sales de casa sin un libro. ¿También ella es responsable?
—Es parte propia. No sé. Un día se me ocurrió que podía ir a la escuela con un libro. En mi casa no me dijeron que no. Y un día, supongo que debí aburrirme esperando a alguien, dije: “¿Por qué no coges un libro?”. Pero sí. Voy a todos lados con un libro.
—Dedicarse al periodismo en un momento en que la profesión no atraviesa su mejor momento, ¿cómo lo calificarías?
—No. Yo creo que la profesión nunca atravesó su mejor momento. Siempre es un momento duro. Siempre hay unos problemas u otros. En algunos momentos es la persecución. En otros momentos es la falta de libertad de expresión. En otros momentos es la precariedad económica. En otro momento es todo eso junto. Yo creo que es más una crisis de medios que del oficio. Pero el periodismo sigue vivito y coleando.
—Dices que las cosas que han quemado al periodismo tienen que ver con los periodistas que no se han formado en la calle. ¿La precarización de las empresas también tiene algo que ver?
—Yo no sé si dije eso. Lo que siempre digo es que los periodistas han dejado de salir a la calle, en parte por presión de las empresas, que los tienen sentados en sus escritorios hablando por teléfono. Más allá de eso, también un poco el que decide qué condiciones de trabajo aceptar y cuáles no, aunque está claro que hay que pagar el alquiler, la comida, etcétera, etcétera, pero sí me parece que los periódicos y las revistas están yendo hacia un mundo de redacciones repletas de periodistas cuando las historias están en la calle.
O sea, las historias no pasan entre las redacciones. Y menos, a los lugares a los que se están mudando los diarios, que se mudan a las periferias de las ciudades, a sitios bucólicos, rodeados por el campo, donde no hay nada para ver más que pinos por la ventana. El periodista está en la calle. Pero el hecho de que el periodista no esté en la calle es básicamente responsabilidad de un medio que exige que el periodista esté en la redacción haciendo las notas por teléfono.
—¿El periodismo sigue siendo un oficio, afortunadamente?
—Sí. Creo que sí. Una artesanía.
—¿Nunca te arrepentiste de haber optado por este oficio? ¿Nunca huiste del folio en blanco?
—Nunca. Jamás. Ni se me ocurriría pensarlo. No. Nunca.
—Los periodistas leen poco. ¿Esto adónde va?
—No sé adónde nos lleva, pero me parece raro que una persona que quiere escribir, en principio, que quiere comunicar… No sé. La televisión es distinta. La radio quizás sea distinta. A mí sí me llama mucho la atención que una persona que quiere escribir, no lea. Me parece lo más raro del universo. Como un chef al que no le gusta la comida. Pero esto es lo más raro del mundo. A mí esto me irrita, me enerva y no lo entiendo.
—¿Qué nos ha robado Internet, además de la imaginación?
—No. No sé si nos ha robado la imaginación. Yo no creo que nos haya robado la imaginación. Me parece que, como todas las cosas, es una herramienta que depende de uno, de cómo la maneje. No. No sé si nos ha robado la imaginación. A mí, por ejemplo, buscar en Internet escenas de películas que vi en el año 1998, si no tuviera ahí la web disponible y el Youtube o lo que fuera, tendría que ir bien a una cinemateca a ver esa copia. Y en cambio es una fuente de imaginación.
A mí, si hay algo que me ha robado, es la concentración. Estar muy pendiente del correo electrónico, los periódicos, todas las páginas web, la parafernalia, el mundo ahí, puesto en el mismo lugar, que es el mismo lugar en el que trabajas, que es la pantalla, la computadora. Eso.
—Los argentinos tenéis copados el mundo. El Papa Francisco, en el Vaticano. Messi, tocando siempre la pelota. ¿A quién necesitamos en el triunvirato?
—(Ríe). No tengo idea. Es una buena pregunta, pero soy muy mala con esas respuestas. Ay, no sé. No se me ocurre qué. Suena como bastante completo. El mundo del deporte y el mundo de la ficción con el Papa. Creo que ya con esos dos mundos estamos completos.
—¿Lloraste cuando murió Ricardo Piglia?
—(Tarda en responder). Sí, sí, sí. Lloré mucho cuando murió Ricardo Piglia. Sigo llorando por Ricardo Piglia, por otros que quiero. Pero por Ricardo, sí.
—Jon Lee Anderson habla de un nuevo boom en Latinoamérica, esta vez no de literatura sino de periodismo. ¿Compartes su opinión?
—Del boom de la crónica latinoamericana han hablado muchos. Yo, la verdad, no lo veo. Sí creo que están pasando cosas. Es un fenómeno, digamos. Pero es un fenómeno chiquito, de nicho. En gran parte también como de consumo interno para los periodistas. No es un fenómeno masivo como fue el boom de los sesenta y los novelistas, que las señoras andaban con las novelas dentro de su bolsa de supermercado.
—Pero eso es muy difícil que vuelva a repetirse.
—Sí. Pero entonces, si es difícil que pueda volver a darse, ¿por qué utilizamos la misma palabra para dos cosas tan diferentes? Mejor, no usarla.
—Tal vez lo dice por la renovación en la escritura.
—No sé. A mí me parece, por un lado, si es eso, si es la renovación en la escritura, a mí me parece que es un poco forzado. He escuchado que ahora el ajo está en la crónica, digamos. Yo creo que no, que hay buenos escritores de ficción en América Latina. Y que en cualquier caso, poner a competir una cosa con la otra no tiene ningún sentido.
Es como si uno se pusiera a pensar qué es mejor o más necesario para la literatura, el ensayo o la poesía. O sea, no tiene caso. Pero sí me parece que pasa algo en la crónica que no pasaba hace 20 años o 15 años atrás, que es que, bueno, hay un movimiento, hay más periodistas queriendo hacerla y, sobre todo, se ha trasladado a la industria editorial. O sea, la crónica ha encontrado su espacio en colecciones de libros. Todas las editoriales grandes tienen su colección de crónicas.
—Cuando el periodismo está en plena crisis, los periodistas narrativos estáis mejor que hace años. ¿Por qué?
—Lo que pasa es que a mí me parece que, por un lado, el lugar de la crónica, del periodismo narrativo, siempre fue un lugar marginal. Realmente, en los años noventa, en la Argentina, no encontrabas un solo lugar donde publicar una crónica de más de 8.000 caracteres. Y hoy en día, eso está bastante mejor. Entonces, claro, cuando venís del desierto, llueve un poquito, y creés que estás en el paraíso.
Y por otra parte, siento que el periodismo narrativo intenta contar realidades complejas de una manera que no sea reduccionista. Y, a ver, las noticias necesariamente tienen que ser reduccionistas por lo rápido, por la urgencia, etcétera. Entonces, la crónica ofrece, si querés, de alguna forma, esta mirada más compleja, más facetada, más poliédrica, y que esa mirada en un mundo complejo, difícil de comprender, etcétera, etcétera, claramente las cosas no pasan porque unos sean malísimos y otros buenísimos, es más necesaria que nunca.
—No eres una gran encontradora de historias. ¿Cómo hueles dónde hay una?
—No sé. Algo que me produce una inmensa curiosidad. Y una vez que estoy metida en eso, me doy cuenta de que esa curiosidad se ve aumentada, reforzada, digamos. Las historias que me interesan son superdisímiles. Entonces, no hay un tipo de historia que me llama la atención.
—Los suicidas del fin del mundo parte de una gacetilla de la ONG Poder Ciudadano. ¿Qué viste allí?
—Mira, el pueblo que describía la gacetilla esta de la ONG era un pueblo que era el infierno mismo. Decía que tenía entre 24 o 30 por ciento de desempleo, que el pueblo estaba atado un poco a la suerte del petróleo. Cuando el petróleo era caro, el pueblo tenía 15.000 habitantes y, cuando era barato, 6.000 habitantes. O sea, que había claramente una disfuncionalidad social tremenda. Que había tantas iglesias como prostíbulos. Y había muchas iglesias (ríe). Que había una cantidad de embarazos adolescentes desmedido. Un porcentaje altísimo comparado con el resto del país. Y que en un año y medio se habían suicidado 22 chicos muy jóvenes y muy conocidos de la ciudad. Con todo, después descubrí que eran 12, y no 22.
A mí lo que me llamó la atención en realidad fue la historia en sí: pueblo petrolero con petrolera nacional recientemente nacionalizada por el Gobierno de Carlos Saúl Menem, enorme cantidad de gente desclasada de su lugar de trabajo y la maldición del dinero, digamos. Todo eso fue lo que me llevó allí. Unido a esa situación social. Y, de hecho, comprobé que esa situación social era peor que cualquier cosa que yo no hubiera podido imaginar.
—Te gusta grabar los testimonios de las fuentes para reproducir su modo de expresarse.
—Sí. Porque, cuando lo volviese a escuchar, escuchaba la congoja en la voz de la mujer y escuchaba cómo contiene las lágrimas o cómo lloró. Qué sé yo. Es como muy evocador. Entre el momento en que vos terminabas el trabajo de campo y después volvés a tu casa, degustas, te pones a escribir, hay un tiempo grande que pasa. Entonces, cómo rescatar esa emoción de ese momento si no lo volvés a escuchar si solo tomaste notas. Para mí, sí es muy importante grabar.
—Me gusta esta frase suya: “Sin estilo no hay texto, pero sin reporteo no hay historia”.
—Sí. El estilo es la voz propia. Por qué alguien querría escribir y que su escritura se confundiera con la escritura de cualquier persona u otro periodista u otro colega. El sello es eso, una voz propia. Por eso me parece tan importante que uno esté trabajando en pro de desarrollar un estilo propio. Que no tenga frases comunes. Que sea eso, como una voz propia. Que alguien encuentre un texto tuyo, sin tu nombre, y diga esto lo escribió fulano.
Pero sobre todo entiendo que es periodismo. Entonces no puede ser nada más que forma. Y siento que sin un reportero, sin una labor de campo exhaustiva, el texto por más que esté bien escrito, si yo estoy diez minutos con una persona y quiero escribir el perfil de esa persona, no hay manera de que sea eso.
—Cuba va, poco a poco, sufriendo algunos cambios. ¿La llegada de Donald Trump a la presidencia del gobierno perjudicara los avances alcanzados hasta ahora?
—Vos sabés que ahora el presidente de mi país es Mauricio Macri. Aparentemente hay una buena relación con Estados Unidos, con Trump. Obviamente, hay una cuestión de estrategia y conveniencia político-económica. Cómo decirte. A mí me produce mucho resquemor que nos llevemos tan bien con este Trump (ríe).
Creo que los países más afectados a lo mejor no están en el Cono Sur, por lo menos por ahora. Creo que se va a sentir mucho más fuerte, por ejemplo, en México, en Cuba. Nosotros, hasta ahora, estamos en una especie como de distancia. Yo todavía no me lo creo que Trump sea el presidente de Estados Unidos. Estoy como en estado de shock. Pero últimamente el mundo vive en ese discurso voluntarista de esto no va a suceder y finalmente sucede. No podía suceder que Inglaterra se fuera de la Comunidad Europea, y fue lo que sucedió. No podía suceder que los colombianos votaran no al plebiscito si quieren o no un acuerdo de paz, y sucedió.
—¿Escribes ahora otro libro?
—Sí. Pero nunca menciono porque siento que, si cuento de qué estoy escribiendo, como que no necesito escribirlo. Es muy raro. Ya se lo conté a todo el mundo, ya está, no lo escribo. Pero sí, sí. Es una crónica. Y es un perfil muy largo que por ahí se transformará en un libro. Veremos.
—Quisiera preguntarte, para terminar de una manera bonita…
—(Ríe). No me asustes.
—Para nada. Observando el mundo, ¿no se queda corta cualquier mirada para acaparar tanto desastre?
—Es muy difícil. Yo, justamente, vivo de no ser reduccionista. Para decirte cómo veo el mundo, tengo que ser reduccionista. El cielo puede estar azul o gris. Pero el mundo… Antes que nada soy una ferviente detractora de la idea de que ayer estábamos mejor y hoy todo es decadente. Y también soy una ferviente detractora de las miradas estúpidas, de estar diciendo no, el mundo está mejor ahora.
La FAO acaba de decir por primera vez desde el año 2013 que creció el hambre en el mundo. Pasamos de ser 777 millones de subalimentados a 800 y pico millones. Entonces digo: perdón. O sea, nada. Entre una cosa y la otra está la vida y la gente que sigue viviendo. Qué sé yo. El mundo da curiosidad. Eso es lo que podría decirte (ríe).
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
FOTOGRAFÍAS: ELISA ARROYO
FOTOGRAFÍAS: ELISA ARROYO