A mí que me gustan tanto los cuentos, Camden es un lugar donde perderme, donde sentir y donde sonreír todo el tiempo. En una miniescapada me he venido a este rincón de Londres donde todo es posible. Comprar comida sana mientras escuchas Summertime en los labios de Ella Fitzgerald, con el chisporroteo que hace la aguja sobre el vinilo... Una tienda llena de vestidos de princesa mayor en la que una aragonesa te ayuda y halaga con su eterna paciencia. He sucumbido a una falda de tul. Y es que mi edad no tiene nada que ver con mi ilusión eterna. Casi soy un hada.
Ahora escribo en Round House viendo cómo la gente camina mientras una voz negra masculina me envuelve con su terciopelo. Creo que es rhythm and blues. Antiguos establos convertidos en miles de pequeñas tiendas en las que encontrar lo que deseas. Tu imaginación es el límite.
Un puente sobre un río con terrazas donde la gente sonríe y toma el sol. Un rincón no secreto donde escapar del estrés. Hombres y mujeres que pasean, nadie corre. ¿ Para qué? Es sábado, hace unos 20 grados y el cuerpo quiere calle.
Punky, góticos, faldas con convers, pin-up del siglo XXI, turistas a raudales, colores de piel que desmienten que solo hay cuatro razas: del blanco al chocolate negro hay una infinidad de tonos. Italianos, franceses, españoles, brasileños, japoneses, chinos, gente de distintas partes de África...
De todos los lugares del mundo vienen a esta ciudad cosmopolita que amenaza con separarse más del continente europeo. Quizás los ingleses hayan votado que se quieren ir pero Londres se quiere quedar. La mezcla de culturas le sienta bien. La capital británica se aburriría convirtiéndose en una ciudad blanca uniforme.
Reconozco que tengo debilidad por este acento, ese que corta las frases y no deja nada sin pronunciar. Antes de venir aquí he pasado por Portobello y he querido ser una gran duquesa con una casa en la campiña inglesa y decorarla con las mil antigüedades que por ahí se ven.
Me enamorado de una camisola interior de mujer del siglo XIX, pero he tenido que desistir del romance después de conocer su precio. No estoy triste. Contemplar su belleza ya ha sido un regalo. Una jarrita con agua y limón, una plantita y una vela para comer. Pollo y patatas con perejil. Es fácil ser feliz. El boli, tú, mi querido diario, y yo. Hoy no te puedes quejar, que te he sacado de casa.
No sé por qué me han venido la cabeza unas palabras de agradecimiento para todos aquellos que me enseñaron con cariño de mi vida de estudiante. Mi mente salta de un tema otro. ¿Será que estoy en la ciudad de Virginia Woolf?
Ahora escribo en Round House viendo cómo la gente camina mientras una voz negra masculina me envuelve con su terciopelo. Creo que es rhythm and blues. Antiguos establos convertidos en miles de pequeñas tiendas en las que encontrar lo que deseas. Tu imaginación es el límite.
Un puente sobre un río con terrazas donde la gente sonríe y toma el sol. Un rincón no secreto donde escapar del estrés. Hombres y mujeres que pasean, nadie corre. ¿ Para qué? Es sábado, hace unos 20 grados y el cuerpo quiere calle.
Punky, góticos, faldas con convers, pin-up del siglo XXI, turistas a raudales, colores de piel que desmienten que solo hay cuatro razas: del blanco al chocolate negro hay una infinidad de tonos. Italianos, franceses, españoles, brasileños, japoneses, chinos, gente de distintas partes de África...
De todos los lugares del mundo vienen a esta ciudad cosmopolita que amenaza con separarse más del continente europeo. Quizás los ingleses hayan votado que se quieren ir pero Londres se quiere quedar. La mezcla de culturas le sienta bien. La capital británica se aburriría convirtiéndose en una ciudad blanca uniforme.
Reconozco que tengo debilidad por este acento, ese que corta las frases y no deja nada sin pronunciar. Antes de venir aquí he pasado por Portobello y he querido ser una gran duquesa con una casa en la campiña inglesa y decorarla con las mil antigüedades que por ahí se ven.
Me enamorado de una camisola interior de mujer del siglo XIX, pero he tenido que desistir del romance después de conocer su precio. No estoy triste. Contemplar su belleza ya ha sido un regalo. Una jarrita con agua y limón, una plantita y una vela para comer. Pollo y patatas con perejil. Es fácil ser feliz. El boli, tú, mi querido diario, y yo. Hoy no te puedes quejar, que te he sacado de casa.
No sé por qué me han venido la cabeza unas palabras de agradecimiento para todos aquellos que me enseñaron con cariño de mi vida de estudiante. Mi mente salta de un tema otro. ¿Será que estoy en la ciudad de Virginia Woolf?
MARÍA JESÚS SÁNCHEZ