José María Aznar, el expresidente conservador con el que, durante su mandato de ocho años en la Moncloa, se produjeron los mayores escándalos de corrupción en la historia del Partido Popular (PP) y quien metió a España en una guerra no declarada y mediante mentiras reconocidas por sus cómplices, sigue fiel a su estilo de soberbia, intransigencia y arrogancia ideológica.
A pesar de haber sido el presidente de una formación condenada en sentencia firme por financiación irregular y contabilidad ilegal (caja B y papeles de Bárcenas, reconocidos hasta por Pío García Escudero, presidente del Senado), aún sea a título de partícipe lucrativo, con causas pendientes de ser juzgadas por la trama Gürtel de corrupción arraigada en su seno, y quedar constatado –véanse las hemerotecas– que se rodeó en el Gobierno, el partido y el ámbito de su vida privada (boda de su hija en El Escorial, en 2002, en la que 18 invitados al enlace están imputados) de delincuentes que bien han sido condenados, bien están siendo investigados, bien han confesado su implicación y participación delictivas o bien tratan todavía de eludir la acción de la Justicia, sigue impertérrito en no reconocer, con rostro pétreo y mirada severa, ninguno de tales hechos (repito: hechos, no especulaciones subjetivas), negándose en redondo a pedir perdón a los españoles por los daños que haya podido causar (“No tengo que pedir perdón a nadie”) y, encima, en el colmo de la desfachatez, basando su defensa en el ataque a cuantos osen cuestionarle y subrayar los borrones que ensucian su hoja de servicios.
Fiel a su arquetipo desabrido, Aznar no defrauda ni en sede parlamentaria, donde se supone estaba obligado a decir la verdad y no mentir, como los católicos cuando se confiesan. Pero como éstos, que casi nunca son sinceros en los confesionarios, ni ante Dios ni ante el cura, tampoco lo iba ser frente a unos congresistas bastante menos todopoderosos que la deidad el engreído Aznar, embebecido de soberbia.
Interrogado durante cuatro horas, el pasado martes, en la comisión de investigación del Congreso de los Diputados sobre la financiación ilegal del PP, José María Aznar se exhibió como cabía esperar: arrogante y condescendiente, según el sesgo político del diputado que le preguntaba. Y es que allí fue a lo que iba, no a confesarse. Por eso lo negó todo, todo de lo que pudieran acusarle y echarle en cara en su comparecencia.
Negó la existencia de una caja B en el PP que él dirigía, a pesar de quedar acreditado en sentencia de la Audiencia Nacional; negó que existiera corrupción en sus siglas, cuando todos los tesoreros que ha tenido la formación han sido objeto de investigaciones judiciales; y, por supuesto, negó que hubiera tenido trato con los que han sido finalmente condenados por corrupción en su partido, ni siquiera con Luis Bárcenas, el militante que él designó como tesorero y Rajoy ratificó como gerente del PP. Aznar es un redomado experto en negar la evidencia, cosa conocida por sus adversarios.
De hecho, su vida es una constante negación de su conducta y sus actos. De joven fue falangista, aunque lo achaque a la bisoñez propia de la edad. También desdeña como bulo que se le recrimine que no votó la Constitución cuando Alianza Popular, el partido de Fraga en el que militaba, se abstuvo de votarla en las Cortes constituyentes mientras él escribía “reflexiones” en un periódico de La Rioja en contra de la Constitución, asegurando que “ponía en juego el libre mercado, la libertad en la Educación, el derecho a la vida y el buen funcionamiento de las autonomías” (“Hablar claro”, La Nueva Rioja, 1979).
Por negar, niega que mintiera cuando metió a España en una guerra ilegal, en 2003, basándose en la existencia de armas de destrucción masiva en Irak, extremo que los inspectores de la ONU declararon improbable. Incluso niega su intención de manipular a la opinión pública española después de haber llamado a todos los directores de periódicos para asegurar que ETA estaba detrás de los atentados del 11-M en Madrid, autoría desmentida categóricamente por la Audiencia Nacional.
Eso sí, Aznar es correoso a la hora de disfrazar la verdad y defenderse. Como buen abogado y funcionario de Hacienda, donde ocupó el puesto de inspector de Finanzas del Estado, sabe jugar con las palabras y torcer el significado de los argumentos, como dejó patente cuando ejerció la presidencia del PP desde 1990 hasta 2004 y como presidente del Gobierno durante dos mandatos consecutivos (1996-2004).
Con dicha habilidad, no admitió, ni con ocasión de la boda de su hija en El Escorial (2002), haberse relacionado con Francisco Correa, cabecilla de la trama Gürtel condenado a 51 años de cárcel, que desfiló entre los invitados y regaló a los contrayentes parte de la financiación de la celebración.
Una habilidad con la que se mostró desafiante con el diputado de Esquerra Republicana de Catalunya, Gabriel Rufián, al que acusó de pertenecer a un partido golpista que quiere acabar con España y el orden constitucional. Y duro y tenso con Pablo Iglesias, líder de Podemos, con quien se enfrentó en un duelo de “tú más” sobre financiaciones poco claras, amistades peligrosas y hasta problemas con los hijos, y al que espetó: “Usted es un peligro para la democracia”.
Pero, sobre todo, sabe ser condescendiente con los suyos, incluidos los acólitos de Ciudadanos, el partido de una derecha más lozana pero igual de sectaria, y con su delfín al frente del PP, Pablo Casado, que lo acompañó como escolta real durante su visita al Congreso de los Diputados.
Y es que Aznar no defrauda. A sus 65 años, tras abandonar voluntariamente toda responsabilidad política y dedicarse exclusivamente, además de sus negocios, a impartir lecciones de gobernanza con pureza ideológica y afear la actitud de sus correligionarios que no lo idolatran, aunque hayan sido nombrados digitalmente por él en las poltronas que ocupan, no tiene empacho en mostrarse tal cual es y exponer su versión personal como dogma incontestable.
Y si niega cualquier cosa, es que tal cosa no es verdad. Y punto. Como el cambio climático, que estima un invento de ecologistas que pretenden “restringir las libertades” O haber impulsado la burbuja inmobiliaria con aquella liberalización del suelo que su Gobierno promulgó. O desmantelar el patrimonio del Estado gracias a las privatizaciones que impulsó en buena parte de las empresas públicas para entregárselas a amigos y afines políticos.
Y facilitar, con la reforma de la Ley Hipotecaria que acometió su Ejecutivo, las inmatriculaciones (registrar a su nombre sin ningún documento que acredite su propiedad) que ha efectuado la Iglesia Católica no solo de catedrales, iglesias y la Mezquita de Córdoba, sino también de miles de casas parroquiales, fuentes, plazas públicas, patios y hasta la cima de un monte, el de Oiz, en Vizcaya.
Por negar, niega tener cuota de responsabilidad en el envalentonamiento del independentismo catalán tras haber promovido el resurgir de un nacionalismo españolista rancio cuando ya no le convino “hablar catalán en la intimidad”. No encuentra tacha alguna de la que arrepentirse y se porta en consecuencia, sin importarle que la revista Foreign.Policy lo considere uno de los peores gobernantes del mundo. Así es él: sobrado.
Con semejante autoestima y henchido de amor propio, abandonó ufano la comisión de investigación convencido de habérselo pasado bien y haber triunfado en el enfrentamiento dialéctico con sus contrincantes. Se sentía, pues, ligero y limpio como un pecador cuando sale perdonado del confesionario. Hasta se despidió con un “vuelvo cuando ustedes quieran”, satisfecho de su actuación y… de él mismo.
Sigue creyendo que engaña a todo el mundo cuando ya es un tipo patético que sólo se engaña a sí mismo. Un personaje con resabios franquistas que hay que conocer para impedir que manipule los sueños y esperanzas de los españoles por la libertad, la democracia, la justicia, la igualdad, la reconciliación y la dignidad. Y es que para eso sirve una comisión de investigación del Congreso, no para descubrir nada, sino para que todos, comparecientes y diputados, se retraten ante la opinión pública. Y Aznar lo bordó porque no defrauda.
A pesar de haber sido el presidente de una formación condenada en sentencia firme por financiación irregular y contabilidad ilegal (caja B y papeles de Bárcenas, reconocidos hasta por Pío García Escudero, presidente del Senado), aún sea a título de partícipe lucrativo, con causas pendientes de ser juzgadas por la trama Gürtel de corrupción arraigada en su seno, y quedar constatado –véanse las hemerotecas– que se rodeó en el Gobierno, el partido y el ámbito de su vida privada (boda de su hija en El Escorial, en 2002, en la que 18 invitados al enlace están imputados) de delincuentes que bien han sido condenados, bien están siendo investigados, bien han confesado su implicación y participación delictivas o bien tratan todavía de eludir la acción de la Justicia, sigue impertérrito en no reconocer, con rostro pétreo y mirada severa, ninguno de tales hechos (repito: hechos, no especulaciones subjetivas), negándose en redondo a pedir perdón a los españoles por los daños que haya podido causar (“No tengo que pedir perdón a nadie”) y, encima, en el colmo de la desfachatez, basando su defensa en el ataque a cuantos osen cuestionarle y subrayar los borrones que ensucian su hoja de servicios.
Fiel a su arquetipo desabrido, Aznar no defrauda ni en sede parlamentaria, donde se supone estaba obligado a decir la verdad y no mentir, como los católicos cuando se confiesan. Pero como éstos, que casi nunca son sinceros en los confesionarios, ni ante Dios ni ante el cura, tampoco lo iba ser frente a unos congresistas bastante menos todopoderosos que la deidad el engreído Aznar, embebecido de soberbia.
Interrogado durante cuatro horas, el pasado martes, en la comisión de investigación del Congreso de los Diputados sobre la financiación ilegal del PP, José María Aznar se exhibió como cabía esperar: arrogante y condescendiente, según el sesgo político del diputado que le preguntaba. Y es que allí fue a lo que iba, no a confesarse. Por eso lo negó todo, todo de lo que pudieran acusarle y echarle en cara en su comparecencia.
Negó la existencia de una caja B en el PP que él dirigía, a pesar de quedar acreditado en sentencia de la Audiencia Nacional; negó que existiera corrupción en sus siglas, cuando todos los tesoreros que ha tenido la formación han sido objeto de investigaciones judiciales; y, por supuesto, negó que hubiera tenido trato con los que han sido finalmente condenados por corrupción en su partido, ni siquiera con Luis Bárcenas, el militante que él designó como tesorero y Rajoy ratificó como gerente del PP. Aznar es un redomado experto en negar la evidencia, cosa conocida por sus adversarios.
De hecho, su vida es una constante negación de su conducta y sus actos. De joven fue falangista, aunque lo achaque a la bisoñez propia de la edad. También desdeña como bulo que se le recrimine que no votó la Constitución cuando Alianza Popular, el partido de Fraga en el que militaba, se abstuvo de votarla en las Cortes constituyentes mientras él escribía “reflexiones” en un periódico de La Rioja en contra de la Constitución, asegurando que “ponía en juego el libre mercado, la libertad en la Educación, el derecho a la vida y el buen funcionamiento de las autonomías” (“Hablar claro”, La Nueva Rioja, 1979).
Por negar, niega que mintiera cuando metió a España en una guerra ilegal, en 2003, basándose en la existencia de armas de destrucción masiva en Irak, extremo que los inspectores de la ONU declararon improbable. Incluso niega su intención de manipular a la opinión pública española después de haber llamado a todos los directores de periódicos para asegurar que ETA estaba detrás de los atentados del 11-M en Madrid, autoría desmentida categóricamente por la Audiencia Nacional.
Eso sí, Aznar es correoso a la hora de disfrazar la verdad y defenderse. Como buen abogado y funcionario de Hacienda, donde ocupó el puesto de inspector de Finanzas del Estado, sabe jugar con las palabras y torcer el significado de los argumentos, como dejó patente cuando ejerció la presidencia del PP desde 1990 hasta 2004 y como presidente del Gobierno durante dos mandatos consecutivos (1996-2004).
Con dicha habilidad, no admitió, ni con ocasión de la boda de su hija en El Escorial (2002), haberse relacionado con Francisco Correa, cabecilla de la trama Gürtel condenado a 51 años de cárcel, que desfiló entre los invitados y regaló a los contrayentes parte de la financiación de la celebración.
Una habilidad con la que se mostró desafiante con el diputado de Esquerra Republicana de Catalunya, Gabriel Rufián, al que acusó de pertenecer a un partido golpista que quiere acabar con España y el orden constitucional. Y duro y tenso con Pablo Iglesias, líder de Podemos, con quien se enfrentó en un duelo de “tú más” sobre financiaciones poco claras, amistades peligrosas y hasta problemas con los hijos, y al que espetó: “Usted es un peligro para la democracia”.
Pero, sobre todo, sabe ser condescendiente con los suyos, incluidos los acólitos de Ciudadanos, el partido de una derecha más lozana pero igual de sectaria, y con su delfín al frente del PP, Pablo Casado, que lo acompañó como escolta real durante su visita al Congreso de los Diputados.
Y es que Aznar no defrauda. A sus 65 años, tras abandonar voluntariamente toda responsabilidad política y dedicarse exclusivamente, además de sus negocios, a impartir lecciones de gobernanza con pureza ideológica y afear la actitud de sus correligionarios que no lo idolatran, aunque hayan sido nombrados digitalmente por él en las poltronas que ocupan, no tiene empacho en mostrarse tal cual es y exponer su versión personal como dogma incontestable.
Y si niega cualquier cosa, es que tal cosa no es verdad. Y punto. Como el cambio climático, que estima un invento de ecologistas que pretenden “restringir las libertades” O haber impulsado la burbuja inmobiliaria con aquella liberalización del suelo que su Gobierno promulgó. O desmantelar el patrimonio del Estado gracias a las privatizaciones que impulsó en buena parte de las empresas públicas para entregárselas a amigos y afines políticos.
Y facilitar, con la reforma de la Ley Hipotecaria que acometió su Ejecutivo, las inmatriculaciones (registrar a su nombre sin ningún documento que acredite su propiedad) que ha efectuado la Iglesia Católica no solo de catedrales, iglesias y la Mezquita de Córdoba, sino también de miles de casas parroquiales, fuentes, plazas públicas, patios y hasta la cima de un monte, el de Oiz, en Vizcaya.
Por negar, niega tener cuota de responsabilidad en el envalentonamiento del independentismo catalán tras haber promovido el resurgir de un nacionalismo españolista rancio cuando ya no le convino “hablar catalán en la intimidad”. No encuentra tacha alguna de la que arrepentirse y se porta en consecuencia, sin importarle que la revista Foreign.Policy lo considere uno de los peores gobernantes del mundo. Así es él: sobrado.
Con semejante autoestima y henchido de amor propio, abandonó ufano la comisión de investigación convencido de habérselo pasado bien y haber triunfado en el enfrentamiento dialéctico con sus contrincantes. Se sentía, pues, ligero y limpio como un pecador cuando sale perdonado del confesionario. Hasta se despidió con un “vuelvo cuando ustedes quieran”, satisfecho de su actuación y… de él mismo.
Sigue creyendo que engaña a todo el mundo cuando ya es un tipo patético que sólo se engaña a sí mismo. Un personaje con resabios franquistas que hay que conocer para impedir que manipule los sueños y esperanzas de los españoles por la libertad, la democracia, la justicia, la igualdad, la reconciliación y la dignidad. Y es que para eso sirve una comisión de investigación del Congreso, no para descubrir nada, sino para que todos, comparecientes y diputados, se retraten ante la opinión pública. Y Aznar lo bordó porque no defrauda.
DANIEL GUERRERO