La dictadura de lo “políticamente correcto” está llegando a extremos que podrían hacer desaparecer el chiste y la profesión de humorista. Entre otros motivos, porque no habrá de qué reírse sin que alguien se indigne, exija la correspondiente reparación del oprobio y una declaración pública de disculpas por parte del humorista de turno, obligándole a evitar en lo sucesivo ciertos temas vetados para la comicidad.
No hay día sin que alguna denuncia contra un monologuista o contador de chistes ocupe un hueco entre las noticias, dejando entrever que se trata de una muestra de odio intolerable hacia algún colectivo y un ejemplo del racismo o la intolerancia de quien hace reír a costa de los ofendidos.
Es lo que acaba de suceder con Rober Bodegas y el monólogo que hace referencia a la etnia gitana. A este paso, ya no se podrán contar chistes de gitanos, negros, cojos, tuertos, jorobados, tartamudos, japoneses, enanos, mujeres, blancos, homosexuales, gigantes, ancianos, políticos, médicos, gaiteros, leperos, ladrones, putas, catetos, musulmanes, cristianos y cuantos puedan sentirse molestos u objeto de mofa por parte de un humorista.
Y todos los que se rían con el chiste tendrán que correr el riesgo de ser tachados de racistas, xenófobos, machistas, misóginos y demás calificativos con los que se pueda culpabilizar a quien crea que la libertad de expresión ampara el humor, aunque recurra al tópico, la brocha gorda y hasta el mal gusto.
Sin llegar al fanatismo criminal del caso de Charlie Hebdo, semanario donde un comando de yihadistas asesinó a doce de sus redactores por unas caricaturas sobre Mahoma que había publicado días antes, la presión de lo políticamente correcto y las precauciones contra toda expresión que pueda considerarse, no ya delito, sino incluso una forma de discurso condescendiente con el odio, acabarán por impedir, tal vez prohibir, todo chiste, chascarrillo o bufonada cómica en el escenario público si se refiere o representa menosprecio al color de la piel, la etnia, la raza, la condición sexual, las creencias religiosas, las discapacidades, la ideología, el nivel social, cultural o económico, la capacidad intelectual y hasta el aspecto físico.
De hecho, ya pertenecen a nuestro pasado más vergonzante aquellos sketchs de Martes y Trece que nos hacían sonreír con lo de “maricón de España”, “mi marido me pega” o “Paca, cabrona, qué fea eres”. Hoy resultan inadmisibles.
Como sociedad moderna, cada día somos más susceptibles ante las presuntas ofensas que pueda suponer cualquier chiste, y consideramos intolerable la reiteración de estereotipos que la igualdad, la diversidad, los derechos y la libertad se han encargado de demostrar tan falsos como injustos.
Las bromas y el humor que se basan en los pretendidos defectos de otros, en sus incapacidades y dificultades que les hacen parecer inferiores a nosotros, es decir, hacer comicidad de la diferencia, están fuera de lugar en tanto en cuanto aspiramos a convivir en tolerancia y en el respeto a la igual dignidad de todas las personas, incluidas las agraviadas con la broma.
Sin embargo, el racismo y la fobia en general no residen solo en el chiste y la humorada, sino en los comportamientos y la mentalidad que aún conservamos en nuestro fuero interno y que, con la válvula del humor, salen a relucir, un racismo de amplio espectro que perdura camuflado por la educación y las normas cívicas.
Los chistes pueden ser más o menos provocativos y transgresores, recorrer la fina línea que separa lo tolerado de lo prohibido, pero si no incitan al odio y la violencia y no constituyen en sí mismos un ataque flagrante a derechos inviolables de las personas, simplemente son muestras de una libertad de expresión que hace de las burlas y la sátira de costumbres, situaciones y prejuicios un motivo de risa.
Más que al humorista, el chiste y la risa nos arrancan la máscara de tolerancia y moralidad social con que nos cubrimos y nos enfrentan a los pensamientos prejuiciosos que todavía albergamos. El racismo y la discriminación no están en el chiste, aunque algunos los utilicen, sino en nosotros, y por eso nos hace gracia.
Lo intolerable y aborrecible no es el chiste, sino el racismo que aún permanece larvado en nuestros hábitos de convivencia y que asumimos de manera consciente o inconsciente. Por eso nos reímos, porque nos reconocemos, sin decirlo pero pensándolo, con la burla o la ofensa divertida que el chiste expresa.
Si de verdad queremos erradicar el rechazo y el desprecio a los peor situados, a los grupos relegados de nuestra sociedad, lo que se manifiesta en el racismo, la xenofobia, la misoginia, la aporofobia, la homofobia o cualquier otra fobia o aversión que nos despierta el “otro”, no es condenando el humor y denunciando al humorista, sino obligándonos a respetar la libertad y dignidad de todos y ser tolerantes con la pluralidad, también de ideas y expresiones.
El mayor castigo a un humorista no es la denuncia, sino no reír la gracia y no acudir a su espectáculo. Que se le reconozca libertad de expresión no significa que su público tenga que ser racista, ni machista ni nada por el estilo. Y es que resulta incongruente interponer demandas después de reírse a mandíbula batiente con un chiste sobre estereotipos del pueblo romaní, por ejemplo. ¿Quién es racista?
No hay día sin que alguna denuncia contra un monologuista o contador de chistes ocupe un hueco entre las noticias, dejando entrever que se trata de una muestra de odio intolerable hacia algún colectivo y un ejemplo del racismo o la intolerancia de quien hace reír a costa de los ofendidos.
Es lo que acaba de suceder con Rober Bodegas y el monólogo que hace referencia a la etnia gitana. A este paso, ya no se podrán contar chistes de gitanos, negros, cojos, tuertos, jorobados, tartamudos, japoneses, enanos, mujeres, blancos, homosexuales, gigantes, ancianos, políticos, médicos, gaiteros, leperos, ladrones, putas, catetos, musulmanes, cristianos y cuantos puedan sentirse molestos u objeto de mofa por parte de un humorista.
Y todos los que se rían con el chiste tendrán que correr el riesgo de ser tachados de racistas, xenófobos, machistas, misóginos y demás calificativos con los que se pueda culpabilizar a quien crea que la libertad de expresión ampara el humor, aunque recurra al tópico, la brocha gorda y hasta el mal gusto.
Sin llegar al fanatismo criminal del caso de Charlie Hebdo, semanario donde un comando de yihadistas asesinó a doce de sus redactores por unas caricaturas sobre Mahoma que había publicado días antes, la presión de lo políticamente correcto y las precauciones contra toda expresión que pueda considerarse, no ya delito, sino incluso una forma de discurso condescendiente con el odio, acabarán por impedir, tal vez prohibir, todo chiste, chascarrillo o bufonada cómica en el escenario público si se refiere o representa menosprecio al color de la piel, la etnia, la raza, la condición sexual, las creencias religiosas, las discapacidades, la ideología, el nivel social, cultural o económico, la capacidad intelectual y hasta el aspecto físico.
De hecho, ya pertenecen a nuestro pasado más vergonzante aquellos sketchs de Martes y Trece que nos hacían sonreír con lo de “maricón de España”, “mi marido me pega” o “Paca, cabrona, qué fea eres”. Hoy resultan inadmisibles.
Como sociedad moderna, cada día somos más susceptibles ante las presuntas ofensas que pueda suponer cualquier chiste, y consideramos intolerable la reiteración de estereotipos que la igualdad, la diversidad, los derechos y la libertad se han encargado de demostrar tan falsos como injustos.
Las bromas y el humor que se basan en los pretendidos defectos de otros, en sus incapacidades y dificultades que les hacen parecer inferiores a nosotros, es decir, hacer comicidad de la diferencia, están fuera de lugar en tanto en cuanto aspiramos a convivir en tolerancia y en el respeto a la igual dignidad de todas las personas, incluidas las agraviadas con la broma.
Sin embargo, el racismo y la fobia en general no residen solo en el chiste y la humorada, sino en los comportamientos y la mentalidad que aún conservamos en nuestro fuero interno y que, con la válvula del humor, salen a relucir, un racismo de amplio espectro que perdura camuflado por la educación y las normas cívicas.
Los chistes pueden ser más o menos provocativos y transgresores, recorrer la fina línea que separa lo tolerado de lo prohibido, pero si no incitan al odio y la violencia y no constituyen en sí mismos un ataque flagrante a derechos inviolables de las personas, simplemente son muestras de una libertad de expresión que hace de las burlas y la sátira de costumbres, situaciones y prejuicios un motivo de risa.
Más que al humorista, el chiste y la risa nos arrancan la máscara de tolerancia y moralidad social con que nos cubrimos y nos enfrentan a los pensamientos prejuiciosos que todavía albergamos. El racismo y la discriminación no están en el chiste, aunque algunos los utilicen, sino en nosotros, y por eso nos hace gracia.
Lo intolerable y aborrecible no es el chiste, sino el racismo que aún permanece larvado en nuestros hábitos de convivencia y que asumimos de manera consciente o inconsciente. Por eso nos reímos, porque nos reconocemos, sin decirlo pero pensándolo, con la burla o la ofensa divertida que el chiste expresa.
Si de verdad queremos erradicar el rechazo y el desprecio a los peor situados, a los grupos relegados de nuestra sociedad, lo que se manifiesta en el racismo, la xenofobia, la misoginia, la aporofobia, la homofobia o cualquier otra fobia o aversión que nos despierta el “otro”, no es condenando el humor y denunciando al humorista, sino obligándonos a respetar la libertad y dignidad de todos y ser tolerantes con la pluralidad, también de ideas y expresiones.
El mayor castigo a un humorista no es la denuncia, sino no reír la gracia y no acudir a su espectáculo. Que se le reconozca libertad de expresión no significa que su público tenga que ser racista, ni machista ni nada por el estilo. Y es que resulta incongruente interponer demandas después de reírse a mandíbula batiente con un chiste sobre estereotipos del pueblo romaní, por ejemplo. ¿Quién es racista?
DANIEL GUERRERO