Cataluña se prepara para un otoño, más que caliente, infernal. Unos, los independentistas, siguen a lo suyo, al enfrentamiento y la provocación con su cantinela secesionista republicana. Y los otros, los “constitucionalistas”, a las amenazas con la ley y la fuerza. Ya están los pertinentes refuerzos de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado acuartelados en la región por si hay que atajar de inmediato cualquier afrenta a la legalidad y actuar en caso de desórdenes públicos.
Además, el Gobierno tiene preparado sobre la mesa el Artículo 151 de la Constitución Española para aplicarlo inmediatamente, una vez más, si fuera necesario. ¿Se volverá a las andadas en Cataluña? Estímulos y oportunidades no faltan.
Para empezar, septiembre y octubre brindan ocasiones para la demostración de las respectivas convicciones graníticas y la inmovilidad estoica de sus posiciones, a pesar de las reiteradas apelaciones al diálogo que ambas partes se desgañitan en reclamar ante cualquier micrófono o tribuna.
El pistoletazo de salida lo ha dado el juicio en Bruselas contra el juez Llanera a raíz de la querella presentada en aquel país por el expresidente Carles Puigdemont, huido tras proclamar y dejar en suspenso la República catalana, dejando a todos boquiabiertos: a los de su banda, por quedarse corto; a los de la contraria, por ir demasiado lejos.
Desde el exilio, el querellando aguarda con impaciencia el veredicto. Si pierde, lo blandirá desde el victimismo con el que reafirma su obcecación; pero si gana, alardeará de que la razón que le niega el Gobierno español es reconocida fuera de nuestras fronteras.
Antes que se conozca esa sentencia, que tardará porque las alegaciones posponen la fecha del juicio, se celebrará el 11 de septiembre la Diada de Cataluña, festividad nacionalista propicia para manifestaciones multitudinarias.
Al efecto, los agentes movilizan a sus partidarios y simpatizantes, tanto desde el Govern catalán como desde las organizaciones civiles (ANC y OC, fundamentalmente) que actúan coordinadas con aquel, para llenar las calles de lemas, cánticos, lazos y banderas esteladas en demostración de un refrendo popular que en las urnas nunca ha sido mayoritario.
Esa es, precisamente, una de las farsas del independentismo catalán: pretender representar la voluntad de un pueblo en su totalidad cuando responde a las intenciones de una parte del mismo, para colmo, no mayoritaria. Con esa finalidad, no le importa dividir traumáticamente a la sociedad en un enfrentamiento que, por ahora, se limita a plantar y retirar símbolos amarillos en calles y edificios, lugares supuestamente públicos que pertenecen a todos y que así debería estar garantizado por las instituciones de la Generalitat, incluida su Policía autonómica, que sólo identifica y multa a los que limpian esos espacios y no a los que los ensucian.
Se espera, pues, un rebrote de manifestaciones de gran repercusión mediática, aunque posiblemente con menor asistencia que otros años, además de diversos actos de calculada violencia pacífica, si el oxímoron fuera compatible con la realidad.
Entre tanto, el molt honorable presidente de Cataluña, Quim Torra, marioneta presidencial cuyos hilos maneja el huido Puigdemont, continúa lanzando mensajes de radicalidad retórica contra el Estado, la Justicia, la Democracia española, la Constitución y toda la legalidad del país, mientras sigue sin gobernar su Comunidad Autónoma, mantiene sin actividad el Parlament regional y visita cuantos balcones y teatros le ofrezcan, orlados de simbología amarillenta, para lanzar sus soflamas.
Sigue, erre que erre, asegurando que en España hay presos políticos, no políticos presos por violar la ley; que la democracia es bananera cuando es esa democracia la que le permite ser presidente de una Autonomía; que la Justicia no es un poder independiente pero pide al Gobierno que la instrumentalice para poner en libertad a “sus” políticos presos; que su lealtad es con el mandato del “referéndum” de octubre pasado cuando aquella patochada, celebrada sin censo ni control, no fue legal ni estuvo validada por ningún organismo internacional; y que el Rey no es bien recibido en Cataluña a pesar de ser el Jefe de Estado de una monarquía que hunde sus raíces en los viejos reinos feudales, incluidos sus condados y señoríos, de lo que más tarde sería España, hoy un Estado Social y Democrático de Derecho, homologable a cualquier democracia occidental y de nuestro entorno europeo. Le pese a quien le pese.
Incapaz de gobernar, por estar subordinado a quien lo designó provisionalmente desde Bruselas y por carecer de un programa de Gobierno que no sea la mera repetición de eslóganes dictados por el soberanismo al que debe su cargo, el presidente Torra se limita a pronunciar discursos organizados por sus fieles y dirigidos a sus huestes, en espacios alejados de las instituciones en los que no se produzcan interpelaciones inoportunas de la oposición, como el Teatro Nacional de Cataluña, donde asegura, con discurso grandilocuente y gesticulante, estar dispuesto “a llegar tan lejos como Puigdemont”. Imaginamos que a ser un prófugo en Bruselas.
También amenaza con abrir las cárceles si la sentencia del Tribunal Supremo no le satisface y no deja libres a los políticos catalanes presos, acusados de rebelión. Es decir, se dedica a sugerir chantajes antidemocráticos, hueros de contenido y perfectamente inútiles para encauzar y resolver el conflicto catalán.
La otra fecha disponible para calentar el ambiente fue la del aniversario de las leyes de ruptura, los pasados días 6 y 7 de septiembre, cuando el Parlament aprobó, hace un año, la Ley del Referéndum y la de Transitoriedad Jurídica, que sirvieron para convocar el referéndum del 1 de octubre y proclamar la república el 27 del mismo mes.
Ambas leyes, inmediatamente declaradas ilegales por el Tribunal Constitucional, constituyen el punto de no retorno en la ruta de desobediencia del movimiento secesionista y en la ruptura y desconexión con la legalidad vigente. Salvo los independentistas, todo el espectro político del país consideró aquellas leyes como “un golpe a la democracia” por subvertir la legalidad constitucional mediante leyes que ignoraban y violaban los propios procedimientos legales y constitucionales.
De hecho, los letrados de la Cámara catalana y el Consejo de Garantías Estatutarias ya habían advertido, respectivamente, de las irregularidades e ilegalidades que se cometían con ellas. De nada sirvió. Cegados con el espejismo de la independencia, los parlamentarios de Junts pel Sí, con la connivencia de la presidenta del Parlament (Carme Forcadell, todavía en prisión), forzaron la aprobación de unas leyes que sabían representaban un ataque directo y frontal al Estado constitucional español.
Era de esperar, por tanto, que la efeméride de un acontecimiento inútil, pero de tanta repercusión emocional y simbólica para el independentismo, no se dejara pasar por alto por los profesionales que enardecen a quienes quieren oírlos con mensajes victimarios, aunque falsos, que tan rentables resultan a todo nacionalismo, sea independentista o no.
En puridad, es lo que hizo el presidente catalán, no en el Parlament ni desde su despacho de la Generalitat, sino desde un teatro reservado exclusivamente para sus fieles. Actuó como un político que se dirige a sus partidarios, no como el gobernante que habla a toda la ciudadanía catalana, a la que más de la mitad desoye, ignora y desprecia.
Pero si hay un día señalado, ese es el 1 de octubre. Fecha icónica para el independentismo por la celebración, hace también un año, del referéndum de autodeterminación declarado ilegal y al que se aferran los soberanistas para justificar cuantas iniciativas se les ocurren, tendentes a lograr la independencia unilateral de Cataluña.
Un referéndum celebrado sin ninguna garantía, incluso sin sindicatura electoral –cuyos componentes dimitieron ante las advertencias del Tribunal Constitucional– que velara por la limpieza en su celebración y sin censo del cuerpo electoral de votantes con el que controlar la participación y evitar el fraude, como el que, efectivamente, se produjo de manera descarada para inflar el resultado.
Una pantomima que se pretende sobrevalorar como lo que no fue (un hito histórico) para repetir una estrategia de movilización y justificar una situación a todas luces injustificada, desestabilizadora de la convivencia y traumática para la sociedad catalana en su conjunto.
Se insiste por ello, aunque sea de boquilla (Torra), en una “ruptura”, a la que no se renuncia, que ya se sabe a lo que conduce (cárcel o exilio) y que utiliza a los políticos presos como coartada ante el callejón sin salida en que se ha metido el independentismo catalán y del que no sabe cómo salir sin dar vuelta atrás.
Son, precisamente, los políticos presos los que hacen llamamientos para que no se insista en esa estrategia (Josep Rull) o en la estupidez de imponer la independencia sin tener en cuenta al 50 por ciento de catalanes que no lo es (Joan Tardá, portavoz parlamentario de ERC).
De esta manera, se apartan de los agitadores irreductibles (Puigdemont y Torra), que continúan mirando al dedo y no la luna, en su empeño de autoconvencerse de la función mesiánica que creen protagonizar, sin causa y sin meta.
Sin causa porque el derecho a la autodeterminación (eufemísticamente transformado en “derecho a decidir”) la ONU lo reconoce sólo para los pueblos colonizados, reprimidos por dictaduras o invadidos militarmente. Y sin meta porque la independencia no se contempla para ningún territorio de un Estado soberano en el que no confluyan los supuestos anteriormente citados. Y, menos aún, para uno en que la descentralización de su Administración prácticamente lo asemeja a un país de corte federal.
Pero la única fecha que en verdad hubiera tenido trascendencia, si el propio independentismo no hubiera sentido el vértigo de cambiar la historia, sería la del 27 de octubre, día en que el Parlamento catalán declara la independencia de una Cataluña convertida en república. Prefirió la farsa.
Previamente, el 10 de octubre, el presidente de la Generalitat promulgaba en un discurso, dando por válido el referéndum ilegal, la proclamación de una independencia que dejaba en suspenso hasta que se produjera un diálogo con el Gobierno de España para que la aceptase.
El Gobierno respondía con la aplicación del Artículo 155 que, con objeto de restablecer la legalidad constitucional quebrantada en aquella Comunidad Autónoma, destituía al Gobierno catalán y asumía por delegación el control de la Generalitat. El resto ya se conoce: Puigdemont y varios consejeros se fugan de la Justicia y diez políticos del procés, junto a los líderes de las asociaciones Omniun y ANC, van a dar con sus huesos a la cárcel, donde continúan.
Nada de todo esto hace reflexionar a los intransigentes dirigentes del independentismo catalán, dispuestos en cualquier caso a seguir agitando a sus incondicionales para sembrar la inquietud en sus oponentes, ocultar sus mentiras y manipulaciones históricas o políticas, y conservar la capacidad de movilización que aún detentan en función de intereses, declarados (independencia) o espurios (corrupción).
Con la amenaza de un otoño infernal confían en seguir mareando la perdiz. Tienen suerte: disponen de efemérides, la mayoría de ellas desafortunadas, para intentarlo. Y son tercos: su voluntad es persistir en las andadas aunque con ello perjudiquen, en esa huida hacia delante, a la ciudadanía de Cataluña, a la que deberían escuchar en vez de interpretar. Lo dicho, un otoño infernal si se vuelve a las andadas.
Además, el Gobierno tiene preparado sobre la mesa el Artículo 151 de la Constitución Española para aplicarlo inmediatamente, una vez más, si fuera necesario. ¿Se volverá a las andadas en Cataluña? Estímulos y oportunidades no faltan.
Para empezar, septiembre y octubre brindan ocasiones para la demostración de las respectivas convicciones graníticas y la inmovilidad estoica de sus posiciones, a pesar de las reiteradas apelaciones al diálogo que ambas partes se desgañitan en reclamar ante cualquier micrófono o tribuna.
El pistoletazo de salida lo ha dado el juicio en Bruselas contra el juez Llanera a raíz de la querella presentada en aquel país por el expresidente Carles Puigdemont, huido tras proclamar y dejar en suspenso la República catalana, dejando a todos boquiabiertos: a los de su banda, por quedarse corto; a los de la contraria, por ir demasiado lejos.
Desde el exilio, el querellando aguarda con impaciencia el veredicto. Si pierde, lo blandirá desde el victimismo con el que reafirma su obcecación; pero si gana, alardeará de que la razón que le niega el Gobierno español es reconocida fuera de nuestras fronteras.
Antes que se conozca esa sentencia, que tardará porque las alegaciones posponen la fecha del juicio, se celebrará el 11 de septiembre la Diada de Cataluña, festividad nacionalista propicia para manifestaciones multitudinarias.
Al efecto, los agentes movilizan a sus partidarios y simpatizantes, tanto desde el Govern catalán como desde las organizaciones civiles (ANC y OC, fundamentalmente) que actúan coordinadas con aquel, para llenar las calles de lemas, cánticos, lazos y banderas esteladas en demostración de un refrendo popular que en las urnas nunca ha sido mayoritario.
Esa es, precisamente, una de las farsas del independentismo catalán: pretender representar la voluntad de un pueblo en su totalidad cuando responde a las intenciones de una parte del mismo, para colmo, no mayoritaria. Con esa finalidad, no le importa dividir traumáticamente a la sociedad en un enfrentamiento que, por ahora, se limita a plantar y retirar símbolos amarillos en calles y edificios, lugares supuestamente públicos que pertenecen a todos y que así debería estar garantizado por las instituciones de la Generalitat, incluida su Policía autonómica, que sólo identifica y multa a los que limpian esos espacios y no a los que los ensucian.
Se espera, pues, un rebrote de manifestaciones de gran repercusión mediática, aunque posiblemente con menor asistencia que otros años, además de diversos actos de calculada violencia pacífica, si el oxímoron fuera compatible con la realidad.
Entre tanto, el molt honorable presidente de Cataluña, Quim Torra, marioneta presidencial cuyos hilos maneja el huido Puigdemont, continúa lanzando mensajes de radicalidad retórica contra el Estado, la Justicia, la Democracia española, la Constitución y toda la legalidad del país, mientras sigue sin gobernar su Comunidad Autónoma, mantiene sin actividad el Parlament regional y visita cuantos balcones y teatros le ofrezcan, orlados de simbología amarillenta, para lanzar sus soflamas.
Sigue, erre que erre, asegurando que en España hay presos políticos, no políticos presos por violar la ley; que la democracia es bananera cuando es esa democracia la que le permite ser presidente de una Autonomía; que la Justicia no es un poder independiente pero pide al Gobierno que la instrumentalice para poner en libertad a “sus” políticos presos; que su lealtad es con el mandato del “referéndum” de octubre pasado cuando aquella patochada, celebrada sin censo ni control, no fue legal ni estuvo validada por ningún organismo internacional; y que el Rey no es bien recibido en Cataluña a pesar de ser el Jefe de Estado de una monarquía que hunde sus raíces en los viejos reinos feudales, incluidos sus condados y señoríos, de lo que más tarde sería España, hoy un Estado Social y Democrático de Derecho, homologable a cualquier democracia occidental y de nuestro entorno europeo. Le pese a quien le pese.
Incapaz de gobernar, por estar subordinado a quien lo designó provisionalmente desde Bruselas y por carecer de un programa de Gobierno que no sea la mera repetición de eslóganes dictados por el soberanismo al que debe su cargo, el presidente Torra se limita a pronunciar discursos organizados por sus fieles y dirigidos a sus huestes, en espacios alejados de las instituciones en los que no se produzcan interpelaciones inoportunas de la oposición, como el Teatro Nacional de Cataluña, donde asegura, con discurso grandilocuente y gesticulante, estar dispuesto “a llegar tan lejos como Puigdemont”. Imaginamos que a ser un prófugo en Bruselas.
También amenaza con abrir las cárceles si la sentencia del Tribunal Supremo no le satisface y no deja libres a los políticos catalanes presos, acusados de rebelión. Es decir, se dedica a sugerir chantajes antidemocráticos, hueros de contenido y perfectamente inútiles para encauzar y resolver el conflicto catalán.
La otra fecha disponible para calentar el ambiente fue la del aniversario de las leyes de ruptura, los pasados días 6 y 7 de septiembre, cuando el Parlament aprobó, hace un año, la Ley del Referéndum y la de Transitoriedad Jurídica, que sirvieron para convocar el referéndum del 1 de octubre y proclamar la república el 27 del mismo mes.
Ambas leyes, inmediatamente declaradas ilegales por el Tribunal Constitucional, constituyen el punto de no retorno en la ruta de desobediencia del movimiento secesionista y en la ruptura y desconexión con la legalidad vigente. Salvo los independentistas, todo el espectro político del país consideró aquellas leyes como “un golpe a la democracia” por subvertir la legalidad constitucional mediante leyes que ignoraban y violaban los propios procedimientos legales y constitucionales.
De hecho, los letrados de la Cámara catalana y el Consejo de Garantías Estatutarias ya habían advertido, respectivamente, de las irregularidades e ilegalidades que se cometían con ellas. De nada sirvió. Cegados con el espejismo de la independencia, los parlamentarios de Junts pel Sí, con la connivencia de la presidenta del Parlament (Carme Forcadell, todavía en prisión), forzaron la aprobación de unas leyes que sabían representaban un ataque directo y frontal al Estado constitucional español.
Era de esperar, por tanto, que la efeméride de un acontecimiento inútil, pero de tanta repercusión emocional y simbólica para el independentismo, no se dejara pasar por alto por los profesionales que enardecen a quienes quieren oírlos con mensajes victimarios, aunque falsos, que tan rentables resultan a todo nacionalismo, sea independentista o no.
En puridad, es lo que hizo el presidente catalán, no en el Parlament ni desde su despacho de la Generalitat, sino desde un teatro reservado exclusivamente para sus fieles. Actuó como un político que se dirige a sus partidarios, no como el gobernante que habla a toda la ciudadanía catalana, a la que más de la mitad desoye, ignora y desprecia.
Pero si hay un día señalado, ese es el 1 de octubre. Fecha icónica para el independentismo por la celebración, hace también un año, del referéndum de autodeterminación declarado ilegal y al que se aferran los soberanistas para justificar cuantas iniciativas se les ocurren, tendentes a lograr la independencia unilateral de Cataluña.
Un referéndum celebrado sin ninguna garantía, incluso sin sindicatura electoral –cuyos componentes dimitieron ante las advertencias del Tribunal Constitucional– que velara por la limpieza en su celebración y sin censo del cuerpo electoral de votantes con el que controlar la participación y evitar el fraude, como el que, efectivamente, se produjo de manera descarada para inflar el resultado.
Una pantomima que se pretende sobrevalorar como lo que no fue (un hito histórico) para repetir una estrategia de movilización y justificar una situación a todas luces injustificada, desestabilizadora de la convivencia y traumática para la sociedad catalana en su conjunto.
Se insiste por ello, aunque sea de boquilla (Torra), en una “ruptura”, a la que no se renuncia, que ya se sabe a lo que conduce (cárcel o exilio) y que utiliza a los políticos presos como coartada ante el callejón sin salida en que se ha metido el independentismo catalán y del que no sabe cómo salir sin dar vuelta atrás.
Son, precisamente, los políticos presos los que hacen llamamientos para que no se insista en esa estrategia (Josep Rull) o en la estupidez de imponer la independencia sin tener en cuenta al 50 por ciento de catalanes que no lo es (Joan Tardá, portavoz parlamentario de ERC).
De esta manera, se apartan de los agitadores irreductibles (Puigdemont y Torra), que continúan mirando al dedo y no la luna, en su empeño de autoconvencerse de la función mesiánica que creen protagonizar, sin causa y sin meta.
Sin causa porque el derecho a la autodeterminación (eufemísticamente transformado en “derecho a decidir”) la ONU lo reconoce sólo para los pueblos colonizados, reprimidos por dictaduras o invadidos militarmente. Y sin meta porque la independencia no se contempla para ningún territorio de un Estado soberano en el que no confluyan los supuestos anteriormente citados. Y, menos aún, para uno en que la descentralización de su Administración prácticamente lo asemeja a un país de corte federal.
Pero la única fecha que en verdad hubiera tenido trascendencia, si el propio independentismo no hubiera sentido el vértigo de cambiar la historia, sería la del 27 de octubre, día en que el Parlamento catalán declara la independencia de una Cataluña convertida en república. Prefirió la farsa.
Previamente, el 10 de octubre, el presidente de la Generalitat promulgaba en un discurso, dando por válido el referéndum ilegal, la proclamación de una independencia que dejaba en suspenso hasta que se produjera un diálogo con el Gobierno de España para que la aceptase.
El Gobierno respondía con la aplicación del Artículo 155 que, con objeto de restablecer la legalidad constitucional quebrantada en aquella Comunidad Autónoma, destituía al Gobierno catalán y asumía por delegación el control de la Generalitat. El resto ya se conoce: Puigdemont y varios consejeros se fugan de la Justicia y diez políticos del procés, junto a los líderes de las asociaciones Omniun y ANC, van a dar con sus huesos a la cárcel, donde continúan.
Nada de todo esto hace reflexionar a los intransigentes dirigentes del independentismo catalán, dispuestos en cualquier caso a seguir agitando a sus incondicionales para sembrar la inquietud en sus oponentes, ocultar sus mentiras y manipulaciones históricas o políticas, y conservar la capacidad de movilización que aún detentan en función de intereses, declarados (independencia) o espurios (corrupción).
Con la amenaza de un otoño infernal confían en seguir mareando la perdiz. Tienen suerte: disponen de efemérides, la mayoría de ellas desafortunadas, para intentarlo. Y son tercos: su voluntad es persistir en las andadas aunque con ello perjudiquen, en esa huida hacia delante, a la ciudadanía de Cataluña, a la que deberían escuchar en vez de interpretar. Lo dicho, un otoño infernal si se vuelve a las andadas.
DANIEL GUERRERO