A punto de cerrar 2018, parece apropiado resumir a grandes rasgos un año que, tal vez, sea el que más sorpresas y convulsiones ha causado al país en los últimos tiempos, tanto desde el punto de vista social como, sobre todo, político. Finaliza, por tanto, un año extraño en muchos aspectos y que no ha servido para dar solución a los ingentes problemas que soporta España, sino, al contrario, los ha embrollado, en demasiados casos, hasta extremos inquietantes.
Por consiguiente, dar carpetazo a este 2018 tan nefasto es, para los optimistas, disponer de una nueva posibilidad temporal para la esperanza y la ilusión colectivas, es decir, para conseguir, de una vez, esas mejoras que permitan el bien común, la dignidad y la realización del ser humano, sin importar condición, en nuestra sociedad. ¡Ojalá sea así!
El año que despedimos comenzó llevándose por delante dos revistas “históricas” del periodismo español, Interviú y Tiempo, dos productos culturales que no lograron sobrevivir a las exigencias de rentabilidad con que el mercado valora toda obra o iniciativa humana. No importan los fines ni la necesidad de prestar un servicio social, sino el beneficio que puede proporcionar.
Los medios de comunicación no se libran de estas reglas mercantiles, como tampoco los servicios públicos que debía proveer el Estado del Bienestar. Se han recortado derechos del mismo modo que han desaparecido periódicos: por intereses económicos de los detentadores del capital. Así arrancaba el año, haciendo de las suyas.
También, durante los prolegómenos de Semana Santa, el año acorraló a los inductores de la rebelión independentista de Cataluña, a los autores del llamado procés que proclamó una república ficticia, cuando un juez del Tribunal Supremo dictó prisión provisional incondicional para los políticos que no midieron las consecuencias legales de quebrantar la ley, utilizar las instituciones con fines espurios y promover el enfrentamiento dramático entre los ciudadanos para romper la unidad de España.
Aún permanecen en prisión los sediciosos a espera de juicio, al tiempo que continúan huidos quienes se escaparon de la Justicia. Todos ellos se autoconsideran demócratas, luciendo orgullosos un lazo amarillo en la solapa, pero no dudan en tergiversar y violar las leyes de un Estado Social y Democrático de Derecho, al que acusan de oprobios que la Historia niega y la realidad desmiente. Y reclaman un derecho de autodeterminación que la legalidad internacional no reconoce a Cataluña ni la Constitución española permite. El año se va sin encontrar solución a este gravísimo problema.
Poco después, se conoció una sentencia judicial, no por esperada menos controvertida, sobre el caso de violación múltiple a una joven durante las fiestas de San Fermín, en Pamplona, cometido por un grupo de depredadores sexuales sevillanos conocido como La Manada.
La calificación penal de los hechos, como agresión sexual y no violación, motivó una oleada de manifestaciones multitudinarias por todo el país exigiendo más rigor y la máxima dureza en el castigo de este tipo de delitos que atentan contra la integridad física y la dignidad de las mujeres. Y es que como violación debería considerarse toda agresión sexual contra una mujer, sin su consentimiento expreso.
Cualquier graduación de este delito hasta llegar a la máxima gravedad solo en caso de penetración, tipificado entonces como violación, trasluce una mentalidad masculina en la elaboración del Código Penal, ajena por completo al sentir de las víctimas y al sufrimiento que se les inflige.
Incluso la exigencia de demostrada resistencia por parte de la víctima, para considerar no consentida la agresión es muestra palpable del sesgo machista de una legislación que supuestamente debía proteger a la mujer frente a los abusos y agresiones de índole sexual. Se acaba el año y todavía están a la espera de cumplir condena los asquerosos integrantes de esa manada de salidos animales.
Pero el gran terremoto se produjo en política, cuando otra sentencia judicial condenó, por primera vez desde que vivimos en democracia, a un partido político por beneficiarse, al participar a título lucrativo, de una trama de corrupción que consintió allí donde gobernaba.
Era la primera condena del caso Gürtel que mandó a la cárcel al tesorero, entre otros, del Partido Popular, y al que el presidente de la formación, a la sazón presidente del Gobierno, enviaba mensajitos de consuelo, aconsejándole “¡Luis, sé fuerte!”. El tribunal estimó de poco creíbles las explicaciones del jefe del Ejecutivo durante su comparecencia como testigo.
Aquella sentencia motivó una moción de censura en el Parlamento de la nación que defenestró al Gobierno de Mariano Rajoy, apartándolo del poder sin pasar por las urnas. Era la exigencia de responsabilidades políticas que reclamaba el resto de partidos con representación parlamentaria. Y la primera moción de censura que tenía éxito en nuestra democracia y que posibilitó un cambio de Gobierno a mitad de Legislatura a favor del Partido Socialista, liderado por Pedro Sánchez, apoyado por toda la oposición, excepto por Ciudadanos.
Al poco tiempo, Rajoy dimitiría también de la presidencia del PP y obligaría la celebración de unas elecciones primarias en su partido, procedimiento que siempre había detestado, para la elección de su sucesor. Todo ello coincidía, prácticamente, con la dimisión de Cristina Cifuentes como presidenta de la Comunidad de Madrid, acusada de fraude en la obtención de un máster universitario y tras conocerse una grabación del circuito de vigilancia de unos almacenes donde había robado unos perfumes. Tal era el grado de corrupción e inmoralidad que impregnaba al Partido Popular.
Pero el nuevo Gobierno socialista tampoco lo iba a tener fácil. Aupado a La Moncloa por una moción de censura y con solo 84 diputados en Cortes, dependía de una coalición de apoyos heterogénea que, más allá de facilitarle la investidura, sería complicado volver a poner de acuerdo. Requeriría del apoyo de los independentistas catalanes para cualquier iniciativa, cuyos dirigentes estaban en la cárcel.
Esa sospecha, fundada o no, de “pagar un precio” fue enseguida enarbolada por una derecha resabiada al ser desalojada de mala manera del poder. Y a pesar de ser un Gobierno formado por personas de reconocido prestigio y preparación, desde el primer día fue objeto de críticas y cuestionamiento. Máxime cuando dos de sus miembros tuvieron que dimitir por hallárseles irregularidades en sus declaraciones ante Hacienda o en estudios de postgrado. Hasta la propia tesis doctoral del presidente fue analizada con lupa para determinar si había cometido plagio en algún párrafo que no cita su procedencia.
Y también porque se ha embarcado en iniciativas de gran impacto mediático –sacar la tumba del dictador del Valle de los Caídos– que luego no ha conseguido llevar a término. O intentar encauzar el “conflicto” catalán por sendas de diálogo y entendimiento, sin lograrlo.
Eclipsadas por esa feroz campaña de desprestigio que no le reconoce ningún mérito, algunas iniciativas adoptadas por el Ejecutivo socialista, para la restitución de derechos y hacer partícipes de la recuperación económica a los trabajadores, apenas han tenido eco en la opinión pública, ni siquiera entre los beneficiados por las mismas.
Hacer más accesibles las becas a los universitarios, volver a revalorizar las pensiones según el IPC anual, revertir los recortes en Educación y Sanidad, aprobar una subida histórica del Salario Mínimo Interprofesional hasta los 900 euros, compensar con una recuperación paulatina del poder adquisitivo a los funcionarios, reintroducir el convenio sectorial en las negociaciones colectivas de empresas, impulsar la profesionalización en la gestión de RTVE y apostar por su independencia y pluralidad, dispensar un trato humanitario al fenómeno de la migración frente a la dejadez de otros países afectados, recuperar la asignatura de filosofía en la educación y disminuir el peso curricular de la de religión, etcétera, son algunos ejemplos del haber del Gobierno que no parecen tenerse en cuenta.
Las circunstancias especiales de este año tan vertiginoso impiden detenerse en los detalles para obligarnos a prestar atención a la última novedad más espectacular e inmediata. Los siete meses de ejercicio gubernamental transcurridos, tremendamente densos, se volatizan ante la reiterada petición de nuevas elecciones que continuamente exige la derecha, como si el acceso al poder de este Gobierno fuera ilegítimo. La clave va a estar en la aprobación de los Presupuestos del próximo año, para lo que busca el apoyo parlamentario que consiguió en la investidura. Otro lío sin visos de resolución.
Pero para sorpresa, el cambio de tendencia acaecido en Andalucía, donde la irrupción de un partido de extrema derecha va a permitir desalojar al PSOE del Gobierno de la Comunidad después de 36 años ininterrumpidos en manos socialistas. Ha sido el resultado electoral menos previsible, en el que todas las encuestas daban por ganadora a Susana Díaz, la presidenta de un PSOE que va a conocer por primera vez en cerca de 40 años qué es ser oposición en el Parlamento andaluz.
Un acuerdo entre PP, Ciudadanos y Vox –las tres caras de la derecha– posibilitará que un presidente conservador encabece la Junta de Andalucía por vez primera en la historia de la Comunidad. Lo que une a las tres formaciones es el deseo de expulsar a los socialistas del poder a cualquier precio, aún a costa de pactar con una fuerza radical, de extrema derecha, que está en contra de las autonomías, de las políticas de igualdad de la mujer y de cualquier medida que no expulse sin contemplaciones a los inmigrantes. Es decir, un partido racista, machista y ultranacionalista de los que hasta ahora nos habíamos librado en España… hasta su irrupción en Andalucía, donde emerge con capacidad de condicionar la formación de gobierno e influir en sus políticas.
El PSOE, ganador de las elecciones pero sin mayoría suficiente, no puede evitar que la segunda fuerza en votos (PP), junto a la tercera (Ciudadanos) y la quinta (Vox), le arrebaten el gobierno de la Comunidad, aunque entre los coaligados existan discrepancias con respecto a la relación que han de mantener con el partido de ultraderecha, cuyos votos son imprescindibles para asegurar la mayoría.
Aparte del cambio de ciclo que produce en Andalucía, antiguo granero de votos socialistas, el Gobierno conservador que aflora de las elecciones andaluzas sirve de ejemplo de lo que podría pasar en el resto de España si las sorpresas y las convulsiones de este año que termina contagian al nuevo año. Otra herencia indeseada de 2018, que atomiza y radicaliza las preferencias políticas de los ciudadanos.
Más grave aún es, en cambio, la imparable e repudiable prevalencia de ese machismo doméstico que es capaz de asesinar a su pareja cuando la relación se ha roto. Una lacra de violencia machista que deja un reguero de sangre y muerte cada año en este país y que parece imposible combatir y, menos aún, erradicar. Y, una vez más, medio centenar largo de mujeres asesinadas a manos de sus parejas o exparejas es el triste balance que deja este año tan deplorable.
Son las mujeres, por el mero hecho de serlo o estar consideradas simples objetos de pertenencia del varón, las que se convierten en víctimas de ese machismo asesino que todavía sigue incrustado en la mente de muchos, demasiados hombres. Como el que asesinó en un pueblo de Huelva a una joven maestra que acababa de incorporarse a su primer empleo en un colegio local. Secuestrada, violada y asesinada por un vecino que dio rienda suelta a sus patológicos impulsos machistas, mucho más crueles y despiadados que los de los animales y las bestias.
¡Y todavía hay partidos, como Vox, dispuestos a derogar las políticas de protección de la mujer y de igualdad de género porque las creen propias de un feminismo radical que victimiza al hombre! ¡Malditos asesinos y quienes los amparan, como cómplices o con votos!
Menos mal que, ¡algo positivo!, aquel sorprendente sindicato de prostitutas no podrá finalmente legalizarse en España, a pesar de que había sido autorizado, en un principio, por el Ministerio de Trabajo, para estupor de su titular. La Justicia ha fallado en contra de la pretensión de considerar trabajo la explotación sexual y el trato degradante de la mujer que se ve obligada al comercio carnal por múltiples factores, nunca por voluntad propia o simple deseo. Algo bueno tenía que dejar este año al que decimos adiós.
Por consiguiente, dar carpetazo a este 2018 tan nefasto es, para los optimistas, disponer de una nueva posibilidad temporal para la esperanza y la ilusión colectivas, es decir, para conseguir, de una vez, esas mejoras que permitan el bien común, la dignidad y la realización del ser humano, sin importar condición, en nuestra sociedad. ¡Ojalá sea así!
El año que despedimos comenzó llevándose por delante dos revistas “históricas” del periodismo español, Interviú y Tiempo, dos productos culturales que no lograron sobrevivir a las exigencias de rentabilidad con que el mercado valora toda obra o iniciativa humana. No importan los fines ni la necesidad de prestar un servicio social, sino el beneficio que puede proporcionar.
Los medios de comunicación no se libran de estas reglas mercantiles, como tampoco los servicios públicos que debía proveer el Estado del Bienestar. Se han recortado derechos del mismo modo que han desaparecido periódicos: por intereses económicos de los detentadores del capital. Así arrancaba el año, haciendo de las suyas.
También, durante los prolegómenos de Semana Santa, el año acorraló a los inductores de la rebelión independentista de Cataluña, a los autores del llamado procés que proclamó una república ficticia, cuando un juez del Tribunal Supremo dictó prisión provisional incondicional para los políticos que no midieron las consecuencias legales de quebrantar la ley, utilizar las instituciones con fines espurios y promover el enfrentamiento dramático entre los ciudadanos para romper la unidad de España.
Aún permanecen en prisión los sediciosos a espera de juicio, al tiempo que continúan huidos quienes se escaparon de la Justicia. Todos ellos se autoconsideran demócratas, luciendo orgullosos un lazo amarillo en la solapa, pero no dudan en tergiversar y violar las leyes de un Estado Social y Democrático de Derecho, al que acusan de oprobios que la Historia niega y la realidad desmiente. Y reclaman un derecho de autodeterminación que la legalidad internacional no reconoce a Cataluña ni la Constitución española permite. El año se va sin encontrar solución a este gravísimo problema.
Poco después, se conoció una sentencia judicial, no por esperada menos controvertida, sobre el caso de violación múltiple a una joven durante las fiestas de San Fermín, en Pamplona, cometido por un grupo de depredadores sexuales sevillanos conocido como La Manada.
La calificación penal de los hechos, como agresión sexual y no violación, motivó una oleada de manifestaciones multitudinarias por todo el país exigiendo más rigor y la máxima dureza en el castigo de este tipo de delitos que atentan contra la integridad física y la dignidad de las mujeres. Y es que como violación debería considerarse toda agresión sexual contra una mujer, sin su consentimiento expreso.
Cualquier graduación de este delito hasta llegar a la máxima gravedad solo en caso de penetración, tipificado entonces como violación, trasluce una mentalidad masculina en la elaboración del Código Penal, ajena por completo al sentir de las víctimas y al sufrimiento que se les inflige.
Incluso la exigencia de demostrada resistencia por parte de la víctima, para considerar no consentida la agresión es muestra palpable del sesgo machista de una legislación que supuestamente debía proteger a la mujer frente a los abusos y agresiones de índole sexual. Se acaba el año y todavía están a la espera de cumplir condena los asquerosos integrantes de esa manada de salidos animales.
Pero el gran terremoto se produjo en política, cuando otra sentencia judicial condenó, por primera vez desde que vivimos en democracia, a un partido político por beneficiarse, al participar a título lucrativo, de una trama de corrupción que consintió allí donde gobernaba.
Era la primera condena del caso Gürtel que mandó a la cárcel al tesorero, entre otros, del Partido Popular, y al que el presidente de la formación, a la sazón presidente del Gobierno, enviaba mensajitos de consuelo, aconsejándole “¡Luis, sé fuerte!”. El tribunal estimó de poco creíbles las explicaciones del jefe del Ejecutivo durante su comparecencia como testigo.
Aquella sentencia motivó una moción de censura en el Parlamento de la nación que defenestró al Gobierno de Mariano Rajoy, apartándolo del poder sin pasar por las urnas. Era la exigencia de responsabilidades políticas que reclamaba el resto de partidos con representación parlamentaria. Y la primera moción de censura que tenía éxito en nuestra democracia y que posibilitó un cambio de Gobierno a mitad de Legislatura a favor del Partido Socialista, liderado por Pedro Sánchez, apoyado por toda la oposición, excepto por Ciudadanos.
Al poco tiempo, Rajoy dimitiría también de la presidencia del PP y obligaría la celebración de unas elecciones primarias en su partido, procedimiento que siempre había detestado, para la elección de su sucesor. Todo ello coincidía, prácticamente, con la dimisión de Cristina Cifuentes como presidenta de la Comunidad de Madrid, acusada de fraude en la obtención de un máster universitario y tras conocerse una grabación del circuito de vigilancia de unos almacenes donde había robado unos perfumes. Tal era el grado de corrupción e inmoralidad que impregnaba al Partido Popular.
Pero el nuevo Gobierno socialista tampoco lo iba a tener fácil. Aupado a La Moncloa por una moción de censura y con solo 84 diputados en Cortes, dependía de una coalición de apoyos heterogénea que, más allá de facilitarle la investidura, sería complicado volver a poner de acuerdo. Requeriría del apoyo de los independentistas catalanes para cualquier iniciativa, cuyos dirigentes estaban en la cárcel.
Esa sospecha, fundada o no, de “pagar un precio” fue enseguida enarbolada por una derecha resabiada al ser desalojada de mala manera del poder. Y a pesar de ser un Gobierno formado por personas de reconocido prestigio y preparación, desde el primer día fue objeto de críticas y cuestionamiento. Máxime cuando dos de sus miembros tuvieron que dimitir por hallárseles irregularidades en sus declaraciones ante Hacienda o en estudios de postgrado. Hasta la propia tesis doctoral del presidente fue analizada con lupa para determinar si había cometido plagio en algún párrafo que no cita su procedencia.
Y también porque se ha embarcado en iniciativas de gran impacto mediático –sacar la tumba del dictador del Valle de los Caídos– que luego no ha conseguido llevar a término. O intentar encauzar el “conflicto” catalán por sendas de diálogo y entendimiento, sin lograrlo.
Eclipsadas por esa feroz campaña de desprestigio que no le reconoce ningún mérito, algunas iniciativas adoptadas por el Ejecutivo socialista, para la restitución de derechos y hacer partícipes de la recuperación económica a los trabajadores, apenas han tenido eco en la opinión pública, ni siquiera entre los beneficiados por las mismas.
Hacer más accesibles las becas a los universitarios, volver a revalorizar las pensiones según el IPC anual, revertir los recortes en Educación y Sanidad, aprobar una subida histórica del Salario Mínimo Interprofesional hasta los 900 euros, compensar con una recuperación paulatina del poder adquisitivo a los funcionarios, reintroducir el convenio sectorial en las negociaciones colectivas de empresas, impulsar la profesionalización en la gestión de RTVE y apostar por su independencia y pluralidad, dispensar un trato humanitario al fenómeno de la migración frente a la dejadez de otros países afectados, recuperar la asignatura de filosofía en la educación y disminuir el peso curricular de la de religión, etcétera, son algunos ejemplos del haber del Gobierno que no parecen tenerse en cuenta.
Las circunstancias especiales de este año tan vertiginoso impiden detenerse en los detalles para obligarnos a prestar atención a la última novedad más espectacular e inmediata. Los siete meses de ejercicio gubernamental transcurridos, tremendamente densos, se volatizan ante la reiterada petición de nuevas elecciones que continuamente exige la derecha, como si el acceso al poder de este Gobierno fuera ilegítimo. La clave va a estar en la aprobación de los Presupuestos del próximo año, para lo que busca el apoyo parlamentario que consiguió en la investidura. Otro lío sin visos de resolución.
Pero para sorpresa, el cambio de tendencia acaecido en Andalucía, donde la irrupción de un partido de extrema derecha va a permitir desalojar al PSOE del Gobierno de la Comunidad después de 36 años ininterrumpidos en manos socialistas. Ha sido el resultado electoral menos previsible, en el que todas las encuestas daban por ganadora a Susana Díaz, la presidenta de un PSOE que va a conocer por primera vez en cerca de 40 años qué es ser oposición en el Parlamento andaluz.
Un acuerdo entre PP, Ciudadanos y Vox –las tres caras de la derecha– posibilitará que un presidente conservador encabece la Junta de Andalucía por vez primera en la historia de la Comunidad. Lo que une a las tres formaciones es el deseo de expulsar a los socialistas del poder a cualquier precio, aún a costa de pactar con una fuerza radical, de extrema derecha, que está en contra de las autonomías, de las políticas de igualdad de la mujer y de cualquier medida que no expulse sin contemplaciones a los inmigrantes. Es decir, un partido racista, machista y ultranacionalista de los que hasta ahora nos habíamos librado en España… hasta su irrupción en Andalucía, donde emerge con capacidad de condicionar la formación de gobierno e influir en sus políticas.
El PSOE, ganador de las elecciones pero sin mayoría suficiente, no puede evitar que la segunda fuerza en votos (PP), junto a la tercera (Ciudadanos) y la quinta (Vox), le arrebaten el gobierno de la Comunidad, aunque entre los coaligados existan discrepancias con respecto a la relación que han de mantener con el partido de ultraderecha, cuyos votos son imprescindibles para asegurar la mayoría.
Aparte del cambio de ciclo que produce en Andalucía, antiguo granero de votos socialistas, el Gobierno conservador que aflora de las elecciones andaluzas sirve de ejemplo de lo que podría pasar en el resto de España si las sorpresas y las convulsiones de este año que termina contagian al nuevo año. Otra herencia indeseada de 2018, que atomiza y radicaliza las preferencias políticas de los ciudadanos.
Más grave aún es, en cambio, la imparable e repudiable prevalencia de ese machismo doméstico que es capaz de asesinar a su pareja cuando la relación se ha roto. Una lacra de violencia machista que deja un reguero de sangre y muerte cada año en este país y que parece imposible combatir y, menos aún, erradicar. Y, una vez más, medio centenar largo de mujeres asesinadas a manos de sus parejas o exparejas es el triste balance que deja este año tan deplorable.
Son las mujeres, por el mero hecho de serlo o estar consideradas simples objetos de pertenencia del varón, las que se convierten en víctimas de ese machismo asesino que todavía sigue incrustado en la mente de muchos, demasiados hombres. Como el que asesinó en un pueblo de Huelva a una joven maestra que acababa de incorporarse a su primer empleo en un colegio local. Secuestrada, violada y asesinada por un vecino que dio rienda suelta a sus patológicos impulsos machistas, mucho más crueles y despiadados que los de los animales y las bestias.
¡Y todavía hay partidos, como Vox, dispuestos a derogar las políticas de protección de la mujer y de igualdad de género porque las creen propias de un feminismo radical que victimiza al hombre! ¡Malditos asesinos y quienes los amparan, como cómplices o con votos!
Menos mal que, ¡algo positivo!, aquel sorprendente sindicato de prostitutas no podrá finalmente legalizarse en España, a pesar de que había sido autorizado, en un principio, por el Ministerio de Trabajo, para estupor de su titular. La Justicia ha fallado en contra de la pretensión de considerar trabajo la explotación sexual y el trato degradante de la mujer que se ve obligada al comercio carnal por múltiples factores, nunca por voluntad propia o simple deseo. Algo bueno tenía que dejar este año al que decimos adiós.
DANIEL GUERRERO