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Aureliano Sáinz | El taxista y la camarera que leía a Spinoza

Conviene hablar con la gente. También con aquella que no conocemos, dado que vivimos en un mundo que, a pesar de la conexión digital, nos distancia cada vez más, por lo que comenzamos a preferir el contacto indirecto a la mirada franca de quien tenemos al lado. Nos estamos convirtiendo en seres suspicaces: no nos fiamos de los demás. Así, los jóvenes (y no tan jóvenes) suelen caminar con los auriculares colgados que les aíslan del entorno por el que transitan, de modo que quienes les rodean se convierten en extraños de los que parece que es mejor alejarse de ellos.



La actual sociedad nos empuja hacia un individualismo que, me temo, puede ser origen de muchos problemas emocionales, por la falta de contacto con quienes son nuestros semejantes. Y cuando hablo de ‘individualismo’ quiero diferenciarlo de ‘individualidad’, puesto que esta sí que es una de las grandes conquistas que ha tenido la humanidad, al considerar que toda persona tiene derecho a decidir por sí misma sobre su propia vida, sin verse sometida a la tradición impuesta, a los prejuicios o a las normas sobre las que no ha tenido ni tiene posibilidades de pronunciarse.

Creo que podemos convenir que la comunicación directa es un bien que cultivar ante el empuje de aquellas formas que, a fin de cuentas, no dejan de ser sucedáneos bastante superficiales. Esta es la razón por la que los párrafos precedentes me sirven como preludio de hechos muy singulares que me acontecieron en dos ciudades distintas –Barcelona y Madrid–, dejándome claramente sorprendido, pues nunca podría imaginarme que se pudieran dar en la realidad.

Tengo que hacer un inciso para indicar que yo no soy precisamente lo que se dice una persona de entrada muy habladora, dado que tiendo más a escuchar a los demás que a iniciar las conversaciones. Es un rasgo de cierta timidez o de prudencia: no sé cuál de los dos aspectos pesa más.



Pues bien, el primero de los casos, tal como he indicado, me ocurrió en Barcelona, a comienzos del año, con motivo de mi asistencia a un congreso internacional. Dado que la Universidad en la que se desarrollaba el congreso estaba ubicada en la parte alta de la ciudad, en el día que se iba a iniciar salgo del hotel y paro a un taxi para que me acerque a la Facultad en la que se llevarían a cabo las ponencias.

Lo más habitual en estos casos es que, tras indicarle al taxista el lugar al que vas a ir, comenzar a charlar sobre cuestiones convencionales: lo agradable que es la urbe (cosa muy cierta para la Ciudad Condal), lo difícil y congestionado que está el tráfico, las razones por las que uno se encuentra en esa ciudad… Después, y dependiendo de las circunstancias, la conversación puede derivar por distintos derroteros.

Lo cierto es que en este caso, sin saber cómo, la conversación se encauzó hacia la arquitectura. Recuerdo que le manifesté al taxista que yo era arquitecto y que me gustaba mucho la estructura urbana y los edificios de Barcelona, no solo los de estilo modernista, que tanto abundan en la ciudad de Gaudí, sino también las edificaciones más recientes, pues muchos de los grandes nombres internacionales habían realizado proyectos para la ciudad.

No fue necesario que le nombrara a los japoneses Toyo Ito, Arata Isozaki o Tadao Ando, al francés Jean Nouvel o al británico David Chipperfield, puesto que el propio taxista me los fue desgranando uno a uno, explicándome de manera detallada dónde se encontraban sus obras, las características que presentaban y cuándo él había acudido a visitarlas.

Pero no solo eran obras que se habían ejecutado en Barcelona, sino que también me hablaba de otros arquitectos españoles que habían realizado proyectos en distintos puntos de nuestro país (Rafael Moneo, Antonio Cruz y Antonio Ortiz, Alberto Campo Baeza, Luis Moreno Mansilla y Emilio Tuñón…) o de extranjeros que habían recibido el prestigioso Premio Pritzker y de los que yo precisamente ya había publicado en este mismo diario digital.

Era sorprendente el conocimiento que tenía, por lo que le tuve que preguntar de dónde había nacido esa pasión por la arquitectura contemporánea.

“Todo esto nace de que mi gran deseo hubiera sido estudiar Arquitectura; pero por razones económicas nunca pude hacerlo. Esta pasión nunca me ha desaparecido, por lo que cuando viajo al extranjero con mi mujer suelo visitar ciudades como París, Ámsterdam, Berlín, Basilea o Tokio para conocer las obras que han realizado aquellos arquitectos a los que admiro…”, me dijo, con la alegría que le producía explicar su gran afición a alguien formado en el tema.

Antes de despedirme, le indiqué algunos de los enlaces que podía consultar y en los que publico con cierta regularidad sobre la vida y la obra de una profesión como es la arquitectura bastante desconocida para una gran mayoría de la población.



Otra de las grandes sorpresas me la llevé este verano en mi estancia en Madrid. Tengo que apuntar que, a mi modo de ver, durante el mes de agosto es la fecha ideal para visitar la ciudad, puesto que gran parte de la población ha salido de vacaciones y se puede ir a todos los sitios sin las aglomeraciones que habitualmente se dan en la capital del país.

Pues bien, en una mañana que se mostraba espléndida, dado que la noche anterior había llovido intensamente, dejando totalmente limpia la atmósfera y con una temperatura de corte primaveral, acudí a la librería La Central, que se haya muy cercana a la céntrica Plaza de Callao.

La Central es una de las librarías más agradables de visitar de la ciudad, puesto que se encuentra en una casa tradicional, reformada, pero conservando todo el sabor que proporcionan los materiales como la madera, el ladrillo y el hierro visibles a lo largo del edificio.

En ese día adquirí un libro de filosofía titulado El milagro Spinoza del francés Frédéric Lenoir, en el que se habla de la vida y de las ideas de Baruch Spinoza, uno de los autores más relevantes de la historia del pensamiento occidental.

Cerca de la una del mediodía, y aunque todavía era temprano, me apetecía comer, por lo que entré en un restaurante de una cadena muy conocida en la ciudad ubicado en plena Gran Vía. Subí a la primera planta. Comprobé que yo era el primero que se encontraba en el enorme salón. Me senté en una mesa cercana a los grandes ventanales acristalados que proporcionaban una magnífica vista de esta céntrica vía madrileña.

Dejé sobre la mesa el libro con la intención de hojearlo un poco mientras estuviera comiendo. Al momento se me acercó una camarera, joven y rubia, con una agenda digital en la mano para anotar el menú que iba a pedir.

Cuando vio la portada del libro, con una cierta entonación que denotaba que no era de nuestro país, exclamó: “¡Qué curioso, un libro sobre Spinoza!”, al tiempo que añadía entremezclando la afirmación con la interrogación: “Pero ya la gente no se interesa por la filosofía, ¿no cree?”.

Me quedé muy sorprendido que una chica que trabajaba como camarera le interesara la filosofía. Miré el nombre que llevaba puesto en una chapa. Allí aparecía escrito Valerina. Le pregunté por su país de origen; y me indicó que ella era de Rumanía.

Continuamos hablando y derivando la conversación hacia los pensadores de su país: Emil Cioran, Mircea Eliade, Valeriu Butulescu… La verdad que no dejaba de asombrarme su formación en el campo del pensamiento.

La charla continuó. Ella cerró la visión que tenía de los autores de su país con una frase que más bien parecía una máxima: “No se puede ser rumano si no se es pesimista”. Me llamó tanto la atención lo que me manifestaba que inmediatamente le dije: “Esta frase no se me va a olvidar, por lo que cuando escriba sobre los filósofos y pensadores rumanos la citaré, pues tienes bastante razón en lo que dices”, le indico, al tiempo que le pregunto: “Por cierto, ¿puedo decir tu nombre cuando escriba sobre este encuentro?”.

Ella me indica que sí, que no hay ningún problema. Por mi parte, le manifiesto cómo me llamo, cuál es mi trabajo y qué hago durante esos días en Madrid.

Valerina, tras nuestra charla, había tomado nota de lo que iba a comer. Poco a poco, comienza a llegar la gente a la segunda planta del restaurante, por lo que entiendo que debe atender a quienes se sientan cerca de donde me encuentro, puesto que es la parte más atractiva del local.

Finalizado el almuerzo, alcé la mano girando la cabeza hacia la dirección en la que se encontraba con el fin de abonar la cuenta. Una vez que lo hice, me despedí de ella indicándole que escribiría un artículo con una parte que se titularía La camarera que leía a Spinoza. “¿Te parece bien?”, le pregunto. Con una amplia sonrisa y un gesto afirmativo con la cabeza me muestra que está de acuerdo con que ella apareciera en este y otros diarios digitales andaluces, tierra que, por cierto, me había indicado que tenía unas ganas enormes de conocer.

AURELIANO SÁINZ
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