La desigualdad tiene un horizonte ancho, un piso firme, una visibilidad neutra. Quien se niega a verla no la ve, incluso desmiente su existencia, mira al otro lado. Muy propio de este país. Pero la mirada no mueve el paisaje. Richard Wilkinson, epidemiólogo, historiador económico y activista británico, ha dedicado toda una vida a estudiar los efectos de la desigualdad. Y advierte de que sus efectos no son tan obvios.
No hay ciego más eficiente que quien no quiere ver. Pero la desigualdad afecta a la felicidad, al bienestar, a la salud, a la esperanza de vida, al valor de cada uno en la sociedad, a los resultados académicos de los niños.
Wilkinson no se queda corto. La desigualdad provoca el aumento de consumo de drogas, causa infinidad de problemas muy perniciosos. Pero estos estragos que son más habituales en los estratos más bajos –advierte Wilkinson– se extienden por toda la sociedad y nos alcanzan y dañan a todos.
La pandemia de la desigualdad se multiplica como las malas hierbas en los jardines bien ornamentados y regados, y se extiende como enredaderas y crece entre los muros de las fortalezas heridas de la sociedad del bienestar social. Insensible al tacto, quema la yema de los dedos, distrae la atención, confunde la memoria, distorsiona los sueños, altera la velocidad y la dirección de los vientos, desmiente las pocas verdades que ya apenas se sostienen por sí solas.
La desigualdad se extiende como un tsunami invisible, cuyos destrozos apenas percibimos, pero va dejando una regadera de muertos continuos y ajenos a nuestras vidas. Como si el caos no nos afectara, como si la pobreza cada vez más creciente solo fuera un mal ajeno, como si las vacaciones soñadas y nunca cumplidas no fuera con nosotros.
En esta oscuridad donde habitan los desheredados de la tierra, la luz es un bien inasequible, burdo, incómodo. Mejor no saber para no ir muriendo de vergüenza y desamparo. Mejor ignorar cuando no hay valor para asumir un futuro inasequible. Mejor callar cuando no hay palabras para describir la tristeza de no tener otro techo donde cobijarnos. En definitiva, no saber para no correr riesgos.
La crisis económica y financiara que nos abrazó y abrasó en la última década abrió una brecha social imposible de cerrar en muchos años o siglos. Nadie sabe. Es más. La brecha social va abriendo paso a la grieta cultural, que es la enfermedad y la barbarie que nos diferenciará aún más y que nos enfrentará.
Pero este temblor de tierra, como siempre, irá por barrios. Estudios y expertos coinciden en que la segregación aumenta, en relación a las crecientes desigualdades provocadas por el modelo económico vigente. Sergio G. Fanjul escribe que esta tendencia puede provocar problemas en las megaurbes hacia las que nos dirigimos inexorablemente.
Las Naciones Unidas prevén que un 68 por ciento de la población social mundial vivirá en ciudades en 2050. En España ya vive el 80 por ciento. ¿Qué decir de la España vacía y vaciada? Las ciudades, añade Fanjul, son y serán el escenario de los conflictos sociales presentes y futuros.
¿Qué elementos influirán en este proceso inaplazable e inevitable? La merma del Estado del bienestar, la mercantilización de la vivienda y la turistificación. Estas fuerzas son procesos que contribuirán a la separación entre las personas. La condición de crisol de gentes y de culturas en las ciudades se irá apagando irreversiblemente. De hecho, para quien se atreva a observar, el paisaje está pintado.
La desigualdad ya rompió los sueños, ahora comienza a provocar estragos en la vida cotidiana. Mientras tanto, nosotros distraemos la atención en series repetidas y repetitivas, con un vaso de ginebra entre las manos, pretendiendo ignorar la esperanza despedazada de los hijos y la incapacidad propia de argumentar verdades a medias que les calme de las palpitaciones que no adivinamos.
La desigualdad nos mata cada día y no lo vemos. Miramos más allá, donde solo hay objetos muertos. Y esperamos el amanecer como si un nuevo mundo, que no ha nacido, alumbrara en lo más hondo de un horizonte que nunca fue y que no está.
No hay ciego más eficiente que quien no quiere ver. Pero la desigualdad afecta a la felicidad, al bienestar, a la salud, a la esperanza de vida, al valor de cada uno en la sociedad, a los resultados académicos de los niños.
Wilkinson no se queda corto. La desigualdad provoca el aumento de consumo de drogas, causa infinidad de problemas muy perniciosos. Pero estos estragos que son más habituales en los estratos más bajos –advierte Wilkinson– se extienden por toda la sociedad y nos alcanzan y dañan a todos.
La pandemia de la desigualdad se multiplica como las malas hierbas en los jardines bien ornamentados y regados, y se extiende como enredaderas y crece entre los muros de las fortalezas heridas de la sociedad del bienestar social. Insensible al tacto, quema la yema de los dedos, distrae la atención, confunde la memoria, distorsiona los sueños, altera la velocidad y la dirección de los vientos, desmiente las pocas verdades que ya apenas se sostienen por sí solas.
La desigualdad se extiende como un tsunami invisible, cuyos destrozos apenas percibimos, pero va dejando una regadera de muertos continuos y ajenos a nuestras vidas. Como si el caos no nos afectara, como si la pobreza cada vez más creciente solo fuera un mal ajeno, como si las vacaciones soñadas y nunca cumplidas no fuera con nosotros.
En esta oscuridad donde habitan los desheredados de la tierra, la luz es un bien inasequible, burdo, incómodo. Mejor no saber para no ir muriendo de vergüenza y desamparo. Mejor ignorar cuando no hay valor para asumir un futuro inasequible. Mejor callar cuando no hay palabras para describir la tristeza de no tener otro techo donde cobijarnos. En definitiva, no saber para no correr riesgos.
La crisis económica y financiara que nos abrazó y abrasó en la última década abrió una brecha social imposible de cerrar en muchos años o siglos. Nadie sabe. Es más. La brecha social va abriendo paso a la grieta cultural, que es la enfermedad y la barbarie que nos diferenciará aún más y que nos enfrentará.
Pero este temblor de tierra, como siempre, irá por barrios. Estudios y expertos coinciden en que la segregación aumenta, en relación a las crecientes desigualdades provocadas por el modelo económico vigente. Sergio G. Fanjul escribe que esta tendencia puede provocar problemas en las megaurbes hacia las que nos dirigimos inexorablemente.
Las Naciones Unidas prevén que un 68 por ciento de la población social mundial vivirá en ciudades en 2050. En España ya vive el 80 por ciento. ¿Qué decir de la España vacía y vaciada? Las ciudades, añade Fanjul, son y serán el escenario de los conflictos sociales presentes y futuros.
¿Qué elementos influirán en este proceso inaplazable e inevitable? La merma del Estado del bienestar, la mercantilización de la vivienda y la turistificación. Estas fuerzas son procesos que contribuirán a la separación entre las personas. La condición de crisol de gentes y de culturas en las ciudades se irá apagando irreversiblemente. De hecho, para quien se atreva a observar, el paisaje está pintado.
La desigualdad ya rompió los sueños, ahora comienza a provocar estragos en la vida cotidiana. Mientras tanto, nosotros distraemos la atención en series repetidas y repetitivas, con un vaso de ginebra entre las manos, pretendiendo ignorar la esperanza despedazada de los hijos y la incapacidad propia de argumentar verdades a medias que les calme de las palpitaciones que no adivinamos.
La desigualdad nos mata cada día y no lo vemos. Miramos más allá, donde solo hay objetos muertos. Y esperamos el amanecer como si un nuevo mundo, que no ha nacido, alumbrara en lo más hondo de un horizonte que nunca fue y que no está.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO