Tras más de cuatro años de gobiernos inestables en España, parece que, con la investidura de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno, llegará por fin la normalidad a la política española y recuperaremos los usos convencionales de cualquier democracia: el de un Ejecutivo que se dedique a gobernar y el de una oposición que controle desde el Parlamento la labor del Gobierno.
Es decir, podremos dejar de cuestionar la legitimidad de un presidente investido por la mayoría establecida en el Congreso de los Diputados, y no consideraremos deslealtad institucional la función crítica y discrepante de la oposición. Y ambas funciones –gobernar y vigilar la acción de gobierno– se amoldarán a los procedimientos civilizados y respetuosos que se han echado de menos durante todo este tiempo perdido de inestabilidad. Eso, al menos, sería lo deseable.
Pero después del bochornoso espectáculo presenciado durante el debate de investidura y en la previa campaña electoral, caracterizados por las exageraciones, las descalificaciones y la demagogia, todo optimismo queda lastrado por la desconfianza que generan los actores de la política española, empeñados en demonizar al adversario, procurar una respuesta emocional en la gente y mantener la tensión, la sospecha y el juicio de intenciones, sin siquiera esperar a los errores y aciertos que cometa el Gobierno socialista, el primero de coalición en nuestra democracia.
Nada augura, pues, que la normalidad vaya a ser la tónica del nuevo período político que se avecina, lo que, sin duda, iría en perjuicio de nuestro país, de los ciudadanos y de sus expectativas colectivas o individuales. Para los pesimistas –esos optimistas informados–, la normalidad será más un deseo que una realidad.
Y es que veníamos mal y continuamos mal, a pesar de que, en teoría, se abre una Legislatura que debería ayudarnos a olvidar cualquier eventualidad electoral hasta dentro de cuatro años, para aprovechar ese tiempo en abordar y atender los graves problemas y retos a los que se enfrenta España. Toda una Legislatura para pensar en el bien común y el interés general antes que en los intereses particulares y partidistas de nuestros agentes políticos.
Pero el termómetro de lo que será el futuro inmediato, en cuanto a actitudes y compromisos de quienes nos representan, parece que registra una fiebre elevada debida a la confrontación, la polarización y la radicalización con las que se desenvuelve la diatriba política. Como si todos ellos asumieran aquella estrategia de “cuanto peor, mejor”.
No importa que el programa suscrito por este Gobierno de coalición de PSOE y Unidas Podemos sea tan razonable como cabía esperar de un Ejecutivo socialdemócrata, que pone el énfasis en medidas sociales y en la recuperación de derechos y prestaciones a los que más perdieron con la pasada crisis económica.
Un programa que no incluye nada de socializaciones ni ruptura de la economía de mercado, sino correcciones de aquellos abusos y privilegios a que es dada la concentración empresarial y el capital. Para ello, el futuro Ejecutivo prepara una Ley de Presupuestos que amplíe el gasto, pero también los ingresos.
Hay margen para ambas cosas, tanto para garantizar el poder adquisitivo de las pensiones y los salarios de los empleados públicos, como para aumentar la recaudación a través de nuevos impuestos (ambientales, de sociedad a entidades financieras...) y con la subida de dos puntos en el IRPF a los contribuyentes con ingresos superiores a 130.000 euros.
También promete abordar la derogación, parcial al menos, de la Reforma Laboral aprobada en 2012 por el Gobierno del PP, que devuelva a los trabajadores su capacidad de negociación y defensa ante las abusivas imposiciones empresariales. Así, está previsto prohibir por ley despedir a un trabajador a causa de su absentismo por bajas de enfermedad o embarazo. Y priorizar los convenios sectoriales a los de empresa.
El marasmo educativo será corregido por una nueva Ley de Educación, menos ideológica que la LOMCE y más útil para preparar a nuestros jóvenes a las exigencias de un mundo competitivo que demanda formación de calidad. Se potenciará la educación pública, se prohibirá la subvención a centros que segreguen en razón del sexo y se eliminará la asignatura de Religión, que será de carácter voluntario, como materia computable del currículo.
Dicho programa también contempla suprimir la Ley de Seguridad Ciudadana, la llamada “Ley Mordaza”, además de restringir los aforamientos políticos para luchar contra la impunidad de la corrupción, en el marco de la honestidad y transparencia en la dedicación pública.
Y, naturalmente, se afrontará el “conflicto catalán” desde el diálogo y la negociación para hallar soluciones respetuosas con el ordenamiento jurídico-legal a los problemas políticos y de convivencia entre catalanes y entre aquella región y el resto de España.
Por otra parte, los temores que parece infundir la ideología “comunista” de Podemos en el Gabinete de Sánchez pertenecen más bien a la propalación malintencionada del “miedo” que a la realidad. Bastaría con leer las declaraciones del líder de la formación, Pablo Iglesias, al medio digital eldiario.es para percatarse de que el “terror bolchevique” ha sido erradicado del ideario comunista desde mucho antes que naciera Podemos, cuando el eurocomunismo renegó de la “dictadura del proletariado” y aceptó el sistema democrático liberal para acceder al poder y efectuar reformas en el capitalismo, sin pretender eliminarlo.
Ni esas declaraciones de Iglesias, que será vicepresidente de Derechos Sociales del futuro Gobierno, en las que admite que “somos conscientes de nuestros límites”, pues la política, la nuestra como la de cualquier Estado europeo, está definida en el marco de la responsabilidad fiscal europea. Ni sus acciones, allí donde gobierna (ayuntamientos, Comunidades Autónomas), ofrecen motivos para temer “revoluciones” políticas o económicas.
Como tampoco sus “pares” en otros países (Portugal, por ejemplo), donde no se han dedicado a socavar el capitalismo y la economía de mercado, sino lo contrario: a enmendar sus defectos y abusos, cumpliendo con los objetivos de déficit, aclarando el marco regulatorio de la actividad económica y socorriendo a los más necesitados. ¿Es ello temible?
Sin embargo, la derecha, en sus tres versiones, sí intenta propagar ese miedo en la población, poniendo en duda, incluso, la legitimidad de nuestro sistema democrático, que establece la investidura de un presidente de Gobierno mediante una mayoría de votos favorables en el Congreso de Diputados. Y deslegitimando votos según la ideología del parlamentario, como si no todos fueran iguales en su condición de representantes de la ciudadanía.
Esa derecha no solo se niega a conceder los cien días de “gracia” al futuro Ejecutivo para cuestionar su labor, sino que incluso ya acusa al Gobierno todavía no nacido de ser un “peligro para el país”, ir “contra España”, ser mayordomo de una democracia “opuesta a la legalidad” y otras lindezas por el estilo, en feroz competición entre las tres derechas, del PP, Ciudadanos y Vox, por ver quién resultaba más duro y convincente en su oposición al futuro Gobierno.
No ha esperado a enjuiciar la legitimidad de ejercicio, la que deriva de su gestión, sino que ha comenzado por cuestionar su legitimidad de origen, la de su alianza con “comunistas, independentistas y terroristas”, como si ser de izquierdas, soberanista o proceder de la izquierda abertzale fuera delito.
Por todo ello, la “normalidad” que se espera que este Gobierno traiga consigo será bastante complicado de lograr. Porque, por un lado, mantener los acuerdos de gobernabilidad con las fuerzas dispares que lo han apoyado requerirá de denodados esfuerzos por satisfacer las exigencias de cada una de ellas, tanto económicas como políticas.
Y por otro, por el acoso implacable que ya aplica la derecha radical (política, mediática, económica), dispuesta a negar hasta el aire y la oportunidad a un Gobierno al que repudia y combate desde antes, incluso, de que sea haya constituido como tal. Ojalá estemos equivocados, pero recuperar la normalidad se antoja una tarea prácticamente imposible si de la confrontación se calculan réditos partidistas.
Es decir, podremos dejar de cuestionar la legitimidad de un presidente investido por la mayoría establecida en el Congreso de los Diputados, y no consideraremos deslealtad institucional la función crítica y discrepante de la oposición. Y ambas funciones –gobernar y vigilar la acción de gobierno– se amoldarán a los procedimientos civilizados y respetuosos que se han echado de menos durante todo este tiempo perdido de inestabilidad. Eso, al menos, sería lo deseable.
Pero después del bochornoso espectáculo presenciado durante el debate de investidura y en la previa campaña electoral, caracterizados por las exageraciones, las descalificaciones y la demagogia, todo optimismo queda lastrado por la desconfianza que generan los actores de la política española, empeñados en demonizar al adversario, procurar una respuesta emocional en la gente y mantener la tensión, la sospecha y el juicio de intenciones, sin siquiera esperar a los errores y aciertos que cometa el Gobierno socialista, el primero de coalición en nuestra democracia.
Nada augura, pues, que la normalidad vaya a ser la tónica del nuevo período político que se avecina, lo que, sin duda, iría en perjuicio de nuestro país, de los ciudadanos y de sus expectativas colectivas o individuales. Para los pesimistas –esos optimistas informados–, la normalidad será más un deseo que una realidad.
Y es que veníamos mal y continuamos mal, a pesar de que, en teoría, se abre una Legislatura que debería ayudarnos a olvidar cualquier eventualidad electoral hasta dentro de cuatro años, para aprovechar ese tiempo en abordar y atender los graves problemas y retos a los que se enfrenta España. Toda una Legislatura para pensar en el bien común y el interés general antes que en los intereses particulares y partidistas de nuestros agentes políticos.
Pero el termómetro de lo que será el futuro inmediato, en cuanto a actitudes y compromisos de quienes nos representan, parece que registra una fiebre elevada debida a la confrontación, la polarización y la radicalización con las que se desenvuelve la diatriba política. Como si todos ellos asumieran aquella estrategia de “cuanto peor, mejor”.
No importa que el programa suscrito por este Gobierno de coalición de PSOE y Unidas Podemos sea tan razonable como cabía esperar de un Ejecutivo socialdemócrata, que pone el énfasis en medidas sociales y en la recuperación de derechos y prestaciones a los que más perdieron con la pasada crisis económica.
Un programa que no incluye nada de socializaciones ni ruptura de la economía de mercado, sino correcciones de aquellos abusos y privilegios a que es dada la concentración empresarial y el capital. Para ello, el futuro Ejecutivo prepara una Ley de Presupuestos que amplíe el gasto, pero también los ingresos.
Hay margen para ambas cosas, tanto para garantizar el poder adquisitivo de las pensiones y los salarios de los empleados públicos, como para aumentar la recaudación a través de nuevos impuestos (ambientales, de sociedad a entidades financieras...) y con la subida de dos puntos en el IRPF a los contribuyentes con ingresos superiores a 130.000 euros.
También promete abordar la derogación, parcial al menos, de la Reforma Laboral aprobada en 2012 por el Gobierno del PP, que devuelva a los trabajadores su capacidad de negociación y defensa ante las abusivas imposiciones empresariales. Así, está previsto prohibir por ley despedir a un trabajador a causa de su absentismo por bajas de enfermedad o embarazo. Y priorizar los convenios sectoriales a los de empresa.
El marasmo educativo será corregido por una nueva Ley de Educación, menos ideológica que la LOMCE y más útil para preparar a nuestros jóvenes a las exigencias de un mundo competitivo que demanda formación de calidad. Se potenciará la educación pública, se prohibirá la subvención a centros que segreguen en razón del sexo y se eliminará la asignatura de Religión, que será de carácter voluntario, como materia computable del currículo.
Dicho programa también contempla suprimir la Ley de Seguridad Ciudadana, la llamada “Ley Mordaza”, además de restringir los aforamientos políticos para luchar contra la impunidad de la corrupción, en el marco de la honestidad y transparencia en la dedicación pública.
Y, naturalmente, se afrontará el “conflicto catalán” desde el diálogo y la negociación para hallar soluciones respetuosas con el ordenamiento jurídico-legal a los problemas políticos y de convivencia entre catalanes y entre aquella región y el resto de España.
Por otra parte, los temores que parece infundir la ideología “comunista” de Podemos en el Gabinete de Sánchez pertenecen más bien a la propalación malintencionada del “miedo” que a la realidad. Bastaría con leer las declaraciones del líder de la formación, Pablo Iglesias, al medio digital eldiario.es para percatarse de que el “terror bolchevique” ha sido erradicado del ideario comunista desde mucho antes que naciera Podemos, cuando el eurocomunismo renegó de la “dictadura del proletariado” y aceptó el sistema democrático liberal para acceder al poder y efectuar reformas en el capitalismo, sin pretender eliminarlo.
Ni esas declaraciones de Iglesias, que será vicepresidente de Derechos Sociales del futuro Gobierno, en las que admite que “somos conscientes de nuestros límites”, pues la política, la nuestra como la de cualquier Estado europeo, está definida en el marco de la responsabilidad fiscal europea. Ni sus acciones, allí donde gobierna (ayuntamientos, Comunidades Autónomas), ofrecen motivos para temer “revoluciones” políticas o económicas.
Como tampoco sus “pares” en otros países (Portugal, por ejemplo), donde no se han dedicado a socavar el capitalismo y la economía de mercado, sino lo contrario: a enmendar sus defectos y abusos, cumpliendo con los objetivos de déficit, aclarando el marco regulatorio de la actividad económica y socorriendo a los más necesitados. ¿Es ello temible?
Sin embargo, la derecha, en sus tres versiones, sí intenta propagar ese miedo en la población, poniendo en duda, incluso, la legitimidad de nuestro sistema democrático, que establece la investidura de un presidente de Gobierno mediante una mayoría de votos favorables en el Congreso de Diputados. Y deslegitimando votos según la ideología del parlamentario, como si no todos fueran iguales en su condición de representantes de la ciudadanía.
Esa derecha no solo se niega a conceder los cien días de “gracia” al futuro Ejecutivo para cuestionar su labor, sino que incluso ya acusa al Gobierno todavía no nacido de ser un “peligro para el país”, ir “contra España”, ser mayordomo de una democracia “opuesta a la legalidad” y otras lindezas por el estilo, en feroz competición entre las tres derechas, del PP, Ciudadanos y Vox, por ver quién resultaba más duro y convincente en su oposición al futuro Gobierno.
No ha esperado a enjuiciar la legitimidad de ejercicio, la que deriva de su gestión, sino que ha comenzado por cuestionar su legitimidad de origen, la de su alianza con “comunistas, independentistas y terroristas”, como si ser de izquierdas, soberanista o proceder de la izquierda abertzale fuera delito.
Por todo ello, la “normalidad” que se espera que este Gobierno traiga consigo será bastante complicado de lograr. Porque, por un lado, mantener los acuerdos de gobernabilidad con las fuerzas dispares que lo han apoyado requerirá de denodados esfuerzos por satisfacer las exigencias de cada una de ellas, tanto económicas como políticas.
Y por otro, por el acoso implacable que ya aplica la derecha radical (política, mediática, económica), dispuesta a negar hasta el aire y la oportunidad a un Gobierno al que repudia y combate desde antes, incluso, de que sea haya constituido como tal. Ojalá estemos equivocados, pero recuperar la normalidad se antoja una tarea prácticamente imposible si de la confrontación se calculan réditos partidistas.
DANIEL GUERRERO