Vivimos el presente. O, mejor dicho, vivimos en el presente. Hay quien no vive, pese a que cueste creerlo. Vivimos el presente como un tiempo eterno en nuestras vidas, como un conjunto de momentos dispersos que vagan por nuestra memoria descontextualizados de cualquier entorno. Ni la memoria más eficaz abarca a ordenarlos con orden y concierto, sin otra música que distraiga de su principal argumento. Vivimos el presente como un tiempo indefinido que se nos escurre de las manos como hielo derretido.
Apenas han pasado unas horas, y ya olvidamos sin pretensión la mirada fugitiva que buscaban nuestras manos o el whisky que nos reconfortó a atravesar la noche. No hay rasguños en la memoria, ni heridas abiertas que sanaron en su día, pero ese olvido nunca premeditado borra a cada instante toda hora vivida, sin ser conscientes de que en ese balance imposible de nuestras vidas dejamos atrás trozos irrecuperables de ese presente, de ese tiempo de ahora, que muere en cada instante.
El presente es ya pasado. La vida, después de todo, se mueve en un hoy huidizo que nunca logramos atrapar para imprimirlo con tinta indeleble. En ese paso indeleble y fugitivo del hoy al ayer, apenas quedan indicios, pruebas o declaraciones que demuestren que las horas que dejamos atrás fueron nuestras o de los más próximas.
Recordar qué hicimos hace apenas dos semanas es un esfuerzo hercúleo que no conduce a ninguna parte. Vivimos entre un tiempo que naufragó hace mucho y cuya memoria es un vacío sin fondo, un agujero negro en una biografía apócrifa que nadie reconoce como propia.
Y el futuro es un argumento que alimentamos en las movedizas arenas de cualquier desierto naufragado. Los océanos, en su misteriosa profundidad, esconden una quietud e inquietud colectivas y anónimas que no pertenece a nadie. Alimentamos el futuro con frases invisibles e imágenes mudas. Trazamos fronteras imposibles e inoportunas entre el presente y el futuro.
Pero solo en los estrechos bastiones que atravesamos en la vida real y en aquellos otros mundos virtuales con que alimentamos la poesía, los tiempos que ensamblan presente y futuro son reales. Pero en aquel mapa virtual de la vida que habitamos y en este otro crucigrama real que construimos con palabras, el hilo de arácnida que une presente y futuro representa la más acertada metáfora de la existencia.
Carlos Revolli es físico teórico, pero de él dice también Gianfranco Angelucci que es poeta. En su memorable obra El orden del tiempo, escribe que la física de los siglos XIX y XX se tropezó también con algo tan inesperado como desconcertante de que el tiempo transcurra a velocidades distintas en diferentes lugares, y es que “la diferencia entre pasado y futuro –entre causa y efecto, entre memoria y esperanza, entre remordimiento e intención– no existe en las leyes elementales que describen los mecanismos del mundo”.
Pero este argumento parece más propio de la poesía que de la física. Tal vez, cuando Revolli se encierra a escribir, le pueda más el corazón del poeta que la razón del físico. O bien puede ser también que ambos mundos no vivan tan equidistantes como los dioses y sus delegados en la tierra nos quieren hacer creer.
Luego viene la noche y nos envuelve en una oscuridad que admitimos sin dilemas y que, extraviados en esos sueños que doblegan toda razón y fantasía, nos llevan y traen de un mundo irreal a otra fantasía tangible. Pero, al despertar, buscamos ante el espejo un rostro que no reconocemos como propio y nos palpamos los ojos y la mirada y allá tampoco encontramos a nadie con quien convivimos en esas pesadillas que siempre pasan a ser pedazos de un puzle al que llamamos "olvido".
Vivimos entre un mundo que se extinguió y que se extingue y que cada vez ocupa más espacio en nuestras vidas. Y en ese perímetro que denominamos "pasado" tendemos un puente hacia un futuro imaginado e imposible, para no caer al vacío difícil y estrecho del tiempo presente, una provincia sin país, un tiempo sin límites y tan limitado, una casa que se derrumba ladrillo a ladrillo, como un movimiento sísmico implacable y eterno que destruye y consume todo a su paso. Un tiempo al que llamamos "presente" y que nada más pronunciado es territorio de un pasado que deja paso al olvido más pertinaz y que deja de ser, como consecuencia, parte inalienable de nuestras vidas.
Apenas han pasado unas horas, y ya olvidamos sin pretensión la mirada fugitiva que buscaban nuestras manos o el whisky que nos reconfortó a atravesar la noche. No hay rasguños en la memoria, ni heridas abiertas que sanaron en su día, pero ese olvido nunca premeditado borra a cada instante toda hora vivida, sin ser conscientes de que en ese balance imposible de nuestras vidas dejamos atrás trozos irrecuperables de ese presente, de ese tiempo de ahora, que muere en cada instante.
El presente es ya pasado. La vida, después de todo, se mueve en un hoy huidizo que nunca logramos atrapar para imprimirlo con tinta indeleble. En ese paso indeleble y fugitivo del hoy al ayer, apenas quedan indicios, pruebas o declaraciones que demuestren que las horas que dejamos atrás fueron nuestras o de los más próximas.
Recordar qué hicimos hace apenas dos semanas es un esfuerzo hercúleo que no conduce a ninguna parte. Vivimos entre un tiempo que naufragó hace mucho y cuya memoria es un vacío sin fondo, un agujero negro en una biografía apócrifa que nadie reconoce como propia.
Y el futuro es un argumento que alimentamos en las movedizas arenas de cualquier desierto naufragado. Los océanos, en su misteriosa profundidad, esconden una quietud e inquietud colectivas y anónimas que no pertenece a nadie. Alimentamos el futuro con frases invisibles e imágenes mudas. Trazamos fronteras imposibles e inoportunas entre el presente y el futuro.
Pero solo en los estrechos bastiones que atravesamos en la vida real y en aquellos otros mundos virtuales con que alimentamos la poesía, los tiempos que ensamblan presente y futuro son reales. Pero en aquel mapa virtual de la vida que habitamos y en este otro crucigrama real que construimos con palabras, el hilo de arácnida que une presente y futuro representa la más acertada metáfora de la existencia.
Carlos Revolli es físico teórico, pero de él dice también Gianfranco Angelucci que es poeta. En su memorable obra El orden del tiempo, escribe que la física de los siglos XIX y XX se tropezó también con algo tan inesperado como desconcertante de que el tiempo transcurra a velocidades distintas en diferentes lugares, y es que “la diferencia entre pasado y futuro –entre causa y efecto, entre memoria y esperanza, entre remordimiento e intención– no existe en las leyes elementales que describen los mecanismos del mundo”.
Pero este argumento parece más propio de la poesía que de la física. Tal vez, cuando Revolli se encierra a escribir, le pueda más el corazón del poeta que la razón del físico. O bien puede ser también que ambos mundos no vivan tan equidistantes como los dioses y sus delegados en la tierra nos quieren hacer creer.
Luego viene la noche y nos envuelve en una oscuridad que admitimos sin dilemas y que, extraviados en esos sueños que doblegan toda razón y fantasía, nos llevan y traen de un mundo irreal a otra fantasía tangible. Pero, al despertar, buscamos ante el espejo un rostro que no reconocemos como propio y nos palpamos los ojos y la mirada y allá tampoco encontramos a nadie con quien convivimos en esas pesadillas que siempre pasan a ser pedazos de un puzle al que llamamos "olvido".
Vivimos entre un mundo que se extinguió y que se extingue y que cada vez ocupa más espacio en nuestras vidas. Y en ese perímetro que denominamos "pasado" tendemos un puente hacia un futuro imaginado e imposible, para no caer al vacío difícil y estrecho del tiempo presente, una provincia sin país, un tiempo sin límites y tan limitado, una casa que se derrumba ladrillo a ladrillo, como un movimiento sísmico implacable y eterno que destruye y consume todo a su paso. Un tiempo al que llamamos "presente" y que nada más pronunciado es territorio de un pasado que deja paso al olvido más pertinaz y que deja de ser, como consecuencia, parte inalienable de nuestras vidas.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO