En la medianoche del 31 de enero se fueron los ingleses. Nos abandonaron porque quisieron y no nos aguantaban. Llenábamos su país con nuestros maternos acentos románicos y un inglés chapurreado con el que buscábamos alguna posibilidad de vida mejor.
Por su parte, más de un millón de súbditos de Su Graciosa Majestad deambulaban por la Unión Europea e invadían las costas soleadas de las riberas mediterráneas. Podían en nuestro país aprovecharse de una sanidad menos pendiente del coste y más atenta a la salud y sus quebrantos, algo inaudito en sus neblinosas tierras.
A pesar de todo, se quejaban de que pagaban mucho a Europa y que Bruselas se metía demasiado en sus cosas y regulaba en exceso sus recursos. No querían las normas de todos. Se alistaron al club europeo hace 47 años, abonando una cuota más económica que la del resto de los socios. Eran pudientes, distantes y soberbios que solo se mezclaban con los de su élite germánica.
Más que cooperar en un proyecto común, pretendían hacer negocio. Y achacaban sus problemas internos a las obligaciones europeas. El siempre fácil recurso de echar las culpas a otro les dio resultado: los descontentos, los desconfiados y los castigados por todas las crisis eligieron salirse del club.
Un 37 por ciento de la población supuso mayoría suficiente para tomarles la palabra y abandonar el lazo político que les unía a la vieja Europa continental, históricamente más lejana de la Gran Bretaña que de América, aunque un túnel bajo el Canal de la Mancha estableciera un enlace ferroviario permanente. Así que ya dieron el portazo, dejándonos compuestos y sin novio.
Con su marcha, creen que los vamos a buscar porque no podemos vivir sin ellos. Hoy ondean en Londres las banderas de la separación, en medio del regocijo de los alérgicos a Europa. Todavía no saben qué harán mañana cuando no se les permita el acceso a las instalaciones y servicios del club europeo.
Tampoco nosotros sabemos qué haremos sin ellos, tan acostumbrados como estábamos a su flemático proceder estirado y al fish & chips, regado con un buen y frío escocés. Seguro que unos y otros nos arrepentiremos, pero ya todo no será igual. Además de tarde, sucederá como cuando nos peleamos con algún familiar: la confianza se quebrará y el resquemor no habrá forma de eliminarlo. Pero es lo que han querido. Bye, England.
Por su parte, más de un millón de súbditos de Su Graciosa Majestad deambulaban por la Unión Europea e invadían las costas soleadas de las riberas mediterráneas. Podían en nuestro país aprovecharse de una sanidad menos pendiente del coste y más atenta a la salud y sus quebrantos, algo inaudito en sus neblinosas tierras.
A pesar de todo, se quejaban de que pagaban mucho a Europa y que Bruselas se metía demasiado en sus cosas y regulaba en exceso sus recursos. No querían las normas de todos. Se alistaron al club europeo hace 47 años, abonando una cuota más económica que la del resto de los socios. Eran pudientes, distantes y soberbios que solo se mezclaban con los de su élite germánica.
Más que cooperar en un proyecto común, pretendían hacer negocio. Y achacaban sus problemas internos a las obligaciones europeas. El siempre fácil recurso de echar las culpas a otro les dio resultado: los descontentos, los desconfiados y los castigados por todas las crisis eligieron salirse del club.
Un 37 por ciento de la población supuso mayoría suficiente para tomarles la palabra y abandonar el lazo político que les unía a la vieja Europa continental, históricamente más lejana de la Gran Bretaña que de América, aunque un túnel bajo el Canal de la Mancha estableciera un enlace ferroviario permanente. Así que ya dieron el portazo, dejándonos compuestos y sin novio.
Con su marcha, creen que los vamos a buscar porque no podemos vivir sin ellos. Hoy ondean en Londres las banderas de la separación, en medio del regocijo de los alérgicos a Europa. Todavía no saben qué harán mañana cuando no se les permita el acceso a las instalaciones y servicios del club europeo.
Tampoco nosotros sabemos qué haremos sin ellos, tan acostumbrados como estábamos a su flemático proceder estirado y al fish & chips, regado con un buen y frío escocés. Seguro que unos y otros nos arrepentiremos, pero ya todo no será igual. Además de tarde, sucederá como cuando nos peleamos con algún familiar: la confianza se quebrará y el resquemor no habrá forma de eliminarlo. Pero es lo que han querido. Bye, England.
DANIEL GUERRERO