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Antonio López Hidalgo | Acrimonia

El Covid-19, en un país como el nuestro, fomenta no solo el miedo y la claustrofobia, también el humor. Pero la clave, obviamente, está en acertar con el registro narrativo. La Policía detuvo hace unos días en Palencia a un individuo que paseaba a un perro de peluche. La noticia, en principio, contada con detalle, si no fuera tan siniestra y vulgar como muestra el video, podía ser tema de una historia tierna y/o absurda.



Pero estos tiempos extraños o difíciles no ayudan, en ocasiones, a dar en la tecla con el tono justo que la escena demanda. Yo me había preparado ya, si la realidad no me hubiese desanimado con la rotundidad de los hechos, a escribir la historia completa con detalles añadidos –inventados, por supuesto– para cerrar un cuento que necesitaba de un final más certero.

La realidad tampoco ayuda a evadirnos de la vida diaria para remontar el pico del desatino, de la locura buscada, del absurdo elevado a la máxima expresión. Puede tanto la espera –sin saber en realidad qué esperamos, o sí– que cuesta crear un mundo de la nada y darle forma así como así. La manida frase de que la realidad supera siempre a la ficción nos la recordamos ahora a cada instante, despreciando todos los poderes potenciales y nada indagados de la fabulación.

Es tiempo, qué duda cabe, de impetrar la felicidad perdida, la alegría extraviada, la abulia que suma días repetidos e inmóviles, observaciones que conducen siempre por derecho al mismo paisaje, al diálogo breve y ocioso con el vecino desde la terraza de cada cual, la mirada puesta, en mitad de la noche, en un cielo que siempre vemos igual y al que llevábamos días o meses sin percibir su presencia grande y acogedora.

Es momento ahora de comer a deshoras, de escuchar una vez más la misma canción que nos retrotrae a una adolescencia un tanto oxidada ya, de mirarnos al espejo y aprehender que vamos envejeciendo a placer, sin que todavía las arrugas incipientes y los ojos perdidos manipulen un tanto la edad que delata el DNI y Facebook. No hay que moverse de casa para saber e imaginar que el universo escapa a toda fórmula matemática, que el mundo que ayer pisábamos con descuido es una joya próxima y lejana a la vez.

Es momento ahora de ordenar archivos; de ordenar los libros por tamaño, tema u orden alfabético. Es momento de vivir al revés, comenzando el día por la cena y cenar con la noche cerrada; de buscar el amor compartido de aquella mujer a la que no supiste acercarte porque pensabas que el tiempo no entiende de límites; de saber que los atardeceres son los paisajes añorados y perdidos de muchos periodistas.

Es momento de buscar en los cajones recónditos del alma y encontrar, sin buscar, cartas perdidas, fotografías inocentes que escondías con cautela por miedo a que alguien –ella, por ejemplo– supiera de una infidelidad que enterraste entre tantas promesas.

Hay ahora una necesidad invasiva de reconstruir la felicidad abandonada, de romper con los retos domésticos tan aborrecidos por asumidos, por compensar tantas jornadas similares con algún gesto extraordinario que muestre otro escenario diferente con el que amanezcamos todos los días.

Es hora, ahora, de definir los retos que nos guiarán luego a un horizonte que siempre supimos distópico y que ahora sospechamos que abandonamos inmersos –tan inmersos– en un hábitat práctico que recondujo toda esperanza –ya despedazada– al último rincón de un desván al que nunca subíamos, tal vez por comodidad.

No importa cuánto tiempo estemos condenamos a vivir con nosotros mismos, a hablar con ese otro que llevamos dentro, pero a quien ignorábamos cada vez que los sueños nos enajenaban. Tal vez ahora, que tenemos tiempo de contar las estrellas y los granos de arroz de un mismo paquete de SOS –vivimos en tiempos de SOS, de socorro, de Help–, aprendamos también a mirar más allá, donde no hay nada si no somos capaces de dibujar otra vida, y donde antes solo componíamos horarios estrechos y deberes de buen cristiano, ajenos al ruido de la lluvia, al sol acostándose donde está el mar, a los pasos que oímos cuando nadie camina, porque son nuestros propios pasos.

Hay en esta vida blindada, en este mundo que no nos está permitido adivinar, una sospecha fundada de que nadie quiere morir de inanición, ni de soledad, ni de desidia. Hay un entendimiento colectivo que nace ahora que comenzamos a enterrar otro tiempo que ya no nos vale ni queremos.

Cuando nos digan: puede pisar la calle, habrá dentro de nosotros un miedo indecible a pensar que la felicidad es eso, andar y no detenernos, caminar sin saber adónde ir, porque ahora lo importante será el camino, la posibilidad última de estar con nosotros mismos en cualquier otra parte, no importa cuál. Entonces la acrimonia nos hará recordar, sin deseo, el color y el olor agrio de un tiempo pasado y muerto.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

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