Las próximas elecciones presidenciales de los Estados Unidos de América (EE UU) parecen moverse entre el bandazo ideológico y el continuismo, extremos que protagonizan un Bernie Sanders que va imponiéndose en las primarias del Partido Demócrata celebradas hasta la fecha, y el populismo ultranacionalista que supone la reelección de Donald Trump, el presidente más radical y heterodoxo que ha habitado la Casa Blanca desde hace décadas.
Ambos extremos lo ocupan el miedo y el fracaso, representados por unos candidatos a las elecciones del próximo noviembre que, en sus prolegómenos, ya ofrecen un espectáculo de abrupta confrontación, como si defendieran dos EE UU diferentes y opuestos que buscan mutuamente anularse.
Evidencian, así, una polarización que no es más que el resultado de la enorme fractura social que Trump se ha encargado de profundizar, desde el primer minuto en que ocupó el Despacho Oval, con sus exageraciones, sus extravagancias, sus mentiras y sus obsesiones.
De la maraña de candidatos demócratas sobresale, hasta ahora, el senador Sanders, que atrae el voto de los descontentos con las políticas de Trump, que son legión, como los hispanos, prácticamente el segundo segmento de población de EE UU, que se sienten víctimas de las restrictivas políticas sociales y migratorias de la actual Administración, y los jóvenes, quienes no comulgan con un mandatario que se orgullece de despreciar la diversidad, criticar la igualdad femenina, mofarse de la sostenibilidad medioambiental y de percibir la solidaridad como una debilidad, tanto en política como en los negocios y la convivencia, y no como un valor en sí misma o una virtud siempre recomendables.
Su soberbia, rufianismo, falsedad y aprovechamiento del cargo para su interés particular y sus negocios son rasgos del inquilino de la Casa Blanca que no concuerdan con los valores de una generación que está acostumbrada al internacionalismo y las relaciones multiculturales, ámbitos en los que la confianza, el respeto, la sinceridad y la ecuanimidad son condiciones imprescindibles que evitan malinterpretaciones, roces y abusos.
Sin embargo, y a pesar de que encabeza los apoyos en las primarias demócratas, Sanders no las tiene todas consigo ni acaba de aglutinar en torno a su candidatura a todo el aparato del partido. El núcleo duro de este y, por descontado, sus contrincantes republicanos, lo consideran “rojo”, es decir, sumamente peligroso. Hasta Hillary Clinton desconfía de él y espera que surja otro candidato que consiga ganarse todo el apoyo del Partido Demócrata.
Ese establishment recela de Sanders y no aprecia que sea el “ticket” con más posibilidades para enfrentarse a un Donald Trump crecido, envalentonado después de superar un impeachment que ni lo ha arañado, aunque ha sacado a la luz sus “malas artes”, y de apropiarse los éxitos de una economía que evoluciona según el ciclo. Tales son los elementos de una campaña presidencial norteamericana que oscila, aun en sus fases iniciales, entre el miedo y la estafa: el que provoca uno y el que caracteriza a otro.
Un miedo al senador que emerge de su propio partido y que se une al propalado por los republicanos, que lo atacan por ese punto débil que él mismo ofrece al considerarse “socialista”, un término que en EE UU equivale a comunista. De ahí que lo tachen de “rojo”.
Pero Sanders no es, ni por asomo, lo que se entiende por socialista en Europa, sino simplemente un defensor de aquellas capas ciudadanas desfavorecidas que son orilladas por un sistema económico que deja en manos del mercado y la iniciativa privada la satisfacción de sus necesidades básicas, como la salud o la educación.
Sanders, como mucho, es socialdemócrata, la corriente ideológica en la que se encuadran los que persiguen, sin “tocar” el sistema capitalista, construir una red de seguridad pública que proteja a los más débiles mediante ayudas sociales. Y para financiar esa red (Estado de Bienestar), promueven una fiscalidad progresiva, que obliga pagar más a los que más tienen, con objeto de que cada ciudadano contribuya en función de su capacidad económica.
Sanders también apuesta por una educación pública gratuita, un salario mínimo más alto y más inversión pública en infraestructuras “verdes” o sostenibles, entre otras propuestas de su programa. Y, por lo que se ve, ello en EE UU es mentar a la bicha porque tales propuestas van en contra de la actual corriente neoliberal del capitalismo más descarnado, que excluye toda intervención y regulación por parte del Estado.
Ni que decir tiene que las compañías de seguros médicos y otras por el estilo, de titularidad privada, afectadas por el programa del candidato demócrata, se oponen frontalmente a cualquier “socialización” que regule la actividad económica, aunque sirva para mejorar el bienestar de la mayoría.
Y quien más critica la propuesta es, precisamente, Donald Trump, que ya se encargó de derogar una medida similar de su predecesor, el “ObamaCare”. La propuesta de Sanders de extender el medicare sirve de pretexto para inocular el miedo entre los ingenuos que se asustan con la palabra “socialismo”.
En una sociedad que nació preconizando el liberalismo individual y renegando de cualquier intervencionismo estatal, al considerarlo una injerencia o limitación en la libertad, los mensajes de Bernie Sanders son percibidos como una extravagancia o una insensatez.
Y Trump explota, con sus habituales tuits despreciativos, esas “ocurrencias” de un adversario al que considera débil. Contra Sanders, como anteriormente contra Hillary o en la actualidad contra Biden, no precisa de la “ayuda” de potencias extranjeras que espíen a su favor cualquier asunto pudiera perjudicar a sus adversarios. Contra Sanders le bastan sus exabruptos.
El mayor peligro para Trump era el impeachment, no porque pudiera acabar destituyéndolo (lo que era imposible por la mayoría republicana del Senado), sino porque pudiera sacar a relucir sus trapicheos, sus abusos de poder, su obstrucción a la Justicia, su sectarismo o su nepotismo tan poco ilustrado como sus gustos áureos en la decoración de sus residencias.
De un individuo acostumbrado a considerarse por encima de la ley, por encima de la democracia, por encima de la diplomacia y por encima del mundo, lo único que podría esperarse es la estafa, la promesa de buscar el “America first” como señuelo para su beneficio personal y el de los de su clase.
Ni sus guerras comerciales, ni sus muros, ni sus aventuras militares persiguen otra cosa que el enriquecimiento de los ricos, como él, que, hartos de ganar dinero, ya sólo les distrae gobernar su país del mismo modo que dirigen sus empresas: con amenazas, despidos, explotación, abusos, chantajes y fraudes.
No miran al futuro, ni a las gentes, ni al planeta. Están obsesionados con la rentabilidad inmediata y el resultado de beneficios a cualquier precio. Y el precio, en política, es el inmovilismo, el aislacionismo, el oportunismo y el desbarajuste, todo ello sazonado con mentiras, abusos y arbitrariedad.
Por eso Trump representa la estafa. Una estafa con enormes posibilidades de imponerse y ganar en las próximas elecciones presidenciales de EE UU. Habrá que seguir atentos a lo que allí se cuece, porque afecta a todas las “colonias” del imperialismo yanqui, como bien saben los olivareros y los productores de aceite de España.
Ambos extremos lo ocupan el miedo y el fracaso, representados por unos candidatos a las elecciones del próximo noviembre que, en sus prolegómenos, ya ofrecen un espectáculo de abrupta confrontación, como si defendieran dos EE UU diferentes y opuestos que buscan mutuamente anularse.
Evidencian, así, una polarización que no es más que el resultado de la enorme fractura social que Trump se ha encargado de profundizar, desde el primer minuto en que ocupó el Despacho Oval, con sus exageraciones, sus extravagancias, sus mentiras y sus obsesiones.
De la maraña de candidatos demócratas sobresale, hasta ahora, el senador Sanders, que atrae el voto de los descontentos con las políticas de Trump, que son legión, como los hispanos, prácticamente el segundo segmento de población de EE UU, que se sienten víctimas de las restrictivas políticas sociales y migratorias de la actual Administración, y los jóvenes, quienes no comulgan con un mandatario que se orgullece de despreciar la diversidad, criticar la igualdad femenina, mofarse de la sostenibilidad medioambiental y de percibir la solidaridad como una debilidad, tanto en política como en los negocios y la convivencia, y no como un valor en sí misma o una virtud siempre recomendables.
Su soberbia, rufianismo, falsedad y aprovechamiento del cargo para su interés particular y sus negocios son rasgos del inquilino de la Casa Blanca que no concuerdan con los valores de una generación que está acostumbrada al internacionalismo y las relaciones multiculturales, ámbitos en los que la confianza, el respeto, la sinceridad y la ecuanimidad son condiciones imprescindibles que evitan malinterpretaciones, roces y abusos.
Sin embargo, y a pesar de que encabeza los apoyos en las primarias demócratas, Sanders no las tiene todas consigo ni acaba de aglutinar en torno a su candidatura a todo el aparato del partido. El núcleo duro de este y, por descontado, sus contrincantes republicanos, lo consideran “rojo”, es decir, sumamente peligroso. Hasta Hillary Clinton desconfía de él y espera que surja otro candidato que consiga ganarse todo el apoyo del Partido Demócrata.
Ese establishment recela de Sanders y no aprecia que sea el “ticket” con más posibilidades para enfrentarse a un Donald Trump crecido, envalentonado después de superar un impeachment que ni lo ha arañado, aunque ha sacado a la luz sus “malas artes”, y de apropiarse los éxitos de una economía que evoluciona según el ciclo. Tales son los elementos de una campaña presidencial norteamericana que oscila, aun en sus fases iniciales, entre el miedo y la estafa: el que provoca uno y el que caracteriza a otro.
Un miedo al senador que emerge de su propio partido y que se une al propalado por los republicanos, que lo atacan por ese punto débil que él mismo ofrece al considerarse “socialista”, un término que en EE UU equivale a comunista. De ahí que lo tachen de “rojo”.
Pero Sanders no es, ni por asomo, lo que se entiende por socialista en Europa, sino simplemente un defensor de aquellas capas ciudadanas desfavorecidas que son orilladas por un sistema económico que deja en manos del mercado y la iniciativa privada la satisfacción de sus necesidades básicas, como la salud o la educación.
Sanders, como mucho, es socialdemócrata, la corriente ideológica en la que se encuadran los que persiguen, sin “tocar” el sistema capitalista, construir una red de seguridad pública que proteja a los más débiles mediante ayudas sociales. Y para financiar esa red (Estado de Bienestar), promueven una fiscalidad progresiva, que obliga pagar más a los que más tienen, con objeto de que cada ciudadano contribuya en función de su capacidad económica.
Sanders también apuesta por una educación pública gratuita, un salario mínimo más alto y más inversión pública en infraestructuras “verdes” o sostenibles, entre otras propuestas de su programa. Y, por lo que se ve, ello en EE UU es mentar a la bicha porque tales propuestas van en contra de la actual corriente neoliberal del capitalismo más descarnado, que excluye toda intervención y regulación por parte del Estado.
Ni que decir tiene que las compañías de seguros médicos y otras por el estilo, de titularidad privada, afectadas por el programa del candidato demócrata, se oponen frontalmente a cualquier “socialización” que regule la actividad económica, aunque sirva para mejorar el bienestar de la mayoría.
Y quien más critica la propuesta es, precisamente, Donald Trump, que ya se encargó de derogar una medida similar de su predecesor, el “ObamaCare”. La propuesta de Sanders de extender el medicare sirve de pretexto para inocular el miedo entre los ingenuos que se asustan con la palabra “socialismo”.
En una sociedad que nació preconizando el liberalismo individual y renegando de cualquier intervencionismo estatal, al considerarlo una injerencia o limitación en la libertad, los mensajes de Bernie Sanders son percibidos como una extravagancia o una insensatez.
Y Trump explota, con sus habituales tuits despreciativos, esas “ocurrencias” de un adversario al que considera débil. Contra Sanders, como anteriormente contra Hillary o en la actualidad contra Biden, no precisa de la “ayuda” de potencias extranjeras que espíen a su favor cualquier asunto pudiera perjudicar a sus adversarios. Contra Sanders le bastan sus exabruptos.
El mayor peligro para Trump era el impeachment, no porque pudiera acabar destituyéndolo (lo que era imposible por la mayoría republicana del Senado), sino porque pudiera sacar a relucir sus trapicheos, sus abusos de poder, su obstrucción a la Justicia, su sectarismo o su nepotismo tan poco ilustrado como sus gustos áureos en la decoración de sus residencias.
De un individuo acostumbrado a considerarse por encima de la ley, por encima de la democracia, por encima de la diplomacia y por encima del mundo, lo único que podría esperarse es la estafa, la promesa de buscar el “America first” como señuelo para su beneficio personal y el de los de su clase.
Ni sus guerras comerciales, ni sus muros, ni sus aventuras militares persiguen otra cosa que el enriquecimiento de los ricos, como él, que, hartos de ganar dinero, ya sólo les distrae gobernar su país del mismo modo que dirigen sus empresas: con amenazas, despidos, explotación, abusos, chantajes y fraudes.
No miran al futuro, ni a las gentes, ni al planeta. Están obsesionados con la rentabilidad inmediata y el resultado de beneficios a cualquier precio. Y el precio, en política, es el inmovilismo, el aislacionismo, el oportunismo y el desbarajuste, todo ello sazonado con mentiras, abusos y arbitrariedad.
Por eso Trump representa la estafa. Una estafa con enormes posibilidades de imponerse y ganar en las próximas elecciones presidenciales de EE UU. Habrá que seguir atentos a lo que allí se cuece, porque afecta a todas las “colonias” del imperialismo yanqui, como bien saben los olivareros y los productores de aceite de España.
DANIEL GUERRERO