Albert Camus empezó El extranjero con unas palabras contundentes que, además, reflejan el estado mental de Meursault, protagonista del relato: “Mamá ha muerto hoy. O tal vez fue ayer, no lo sé”. Por suerte, yo puedo empezar esta columna con menos urgencia y más precisión. Mi padre falleció hace tres semanas. Un infarto sin antecedentes cardiovasculares. Fue el mismo día en que me dieron otra noticia impactante, que tendré el buen gusto de no desvelar. Porque los males suelen venir juntos, y deben saborearse en soledad.
Desde ese veinticinco de febrero, vivo en una cuarentena intelectual de la que tardaré tiempo en salir. El teletrabajo se ha vuelto una realidad y la realidad, un trabajo. La familia en el Sur, y tanto mi pareja como yo exiliados laborales en la Meseta. Pero tranquilos, nos queda papel higiénico.
No es el dolor, ni el agobio, ni las ansias de libertad los que me han llevado a esa cuarentena intelectual a la que hacía referencia. Son preguntas personales que, quizá, me habría hecho en vida de mi padre o bien, libre de encierros forzados. Preguntas que se suman a inquietudes políticas y sociales, que me resultan inaplazables. Quizá como a todos, pero de diferente manera.
Desde que observé por primera vez el cadáver de mi padre en el tanatorio hasta el día de hoy, en que observo la fauna de los supermercados tratarse como rivales en potencia, hay una palabra que no deja de rondar en mi cabeza: humanidad.
Si echamos un vistazo al diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, ‘humanidad’ es un término polisémico. Cuenta con nueve acepciones. De la que yo hablo es de la cuarta, que hace referencia a la fragilidad o flaqueza propia del ser humano.
Filólogos, escritores y demás especialistas gustan de hablar de los fenómenos humanos universales: el amor, el odio, la envidia, el desprecio, la decepción, la ira, el miedo… Yo los he vivido todos en estas últimas tres semanas. Y puedo decir, con perdón de los especialistas, que todo se puede resumir en la palabra ‘humanidad’, pues todas las pasiones nacen de la fragilidad y la flaqueza.
Desde los relatos homéricos hasta el último premio Planeta, casi todas las obras de ficción, por no decir todas, han tratado sobre la fragilidad del ser humano. Desde la Ilíada hasta la última novela que medio valga la pena que haya salido de una imprenta, ha versado sobre las reacciones de los seres humanos o equivalentes ante un conflicto. Por ello, quizá, los grandes autores y pensadores tienen también algo de psicólogos, en la acepción menos profesional del término.
Albert Camus fue un gran pensador y, por ello, un psicólogo respetable. Así lo reflejó en esa obra que ahora parece haberse puesto de moda, La peste. Una novela que pretendía ser un reflejo de la sociedad francesa durante la ocupación nazi. Sin embargo, nos da lo mismo.
Camus nos ofrece personajes que se encuentran en una situación extrema y retrata las reacciones sin juicios de valor. La humanidad es humanidad. Del primero al último, todos son frágiles. Desde el que se siente feliz en mitad de la epidemia hasta los que sufren el mal físico.
En tiempos como los que hoy vivimos, Camus nos ofrece el ejemplo del sufriente doctor Rieux. Se queda encerrado e incomunicado en la ciudad, lejos de su esposa enferma. El estrés y la presión a los que se ve sometido llegan a su punto álgido cuando, casi al final del camino, ve morir por la enfermedad a su única amistad.
La actitud de Rieux tiene una profunda dimensión ética. En momentos de excepción, Albert Camus no muestra a un personaje que cumple con su deber como médico sin patetismos, ni quejas. No critica a nadie, y tiene claro cuál es el bien superior. La templanza es el deber ético del ciudadano en tiempos de crisis. Una actitud de la que él mismo dio ejemplo durante su participación en la Resistencia Francesa.
En su Mito de Sísifo, Camus reconocía la absurdez de la existencia, que conlleva a tres conclusiones que suponen el sustento de sus personajes literarios: la rebeldía, la pasión y la libertad. Pero como bien señaló en El hombre rebelde, no hace referencia a la pueril rebeldía del adolescente, sino a un estado de levantamiento comprometido con un bien superior. Y en ese sentido, el doctor Rieux fue un rebelde. Aceptó la situación y, desde la aceptación, escogió con libertad y pasión rebelarse contra la epidemia.
Quizá, lo que me es más difícil de aceptar del pensamiento camusiano es la renuncia a la esperanza. A día de hoy, la aceptación sin esperanza me resulta una actitud inhumana, que conduce al nihilismo más pasivo imaginable. La acción, que es elección, solo puede nacer de la esperanza.
Por eso, quizá sin pretenderlo su autor, Rieux no es un personaje irreal. Son su dolor silencioso y su esperanza de vencer a la epidemia lo que lo hace humano, cercano a nosotros. Es un personaje frágil, del que esperamos actos de flaqueza a lo largo del libro. Por eso, pese al propio Camus, y quizá por lo que él no pretendiera, el doctor Rieux es un ejemplo en tiempos de excepción.
Decía Friedrich Nietzsche en Más allá del bien y del mal que hay que despedirse de la vida como Odiseo se despidió de Nausícaa: dándole las gracias, pero sin amarla. No sé si mi padre le dio las gracias a la vida. Dudo que tuviera tiempo.
Mi abuelo fue mi segundo padre o el primero, según se mire, y sí pudo. Y dio gracias. No sé si, a la hora de despedirme de mi vida, tendré ocasión de darle las gracias. Sobre estas cosas se pueden tener muchos posicionamientos y, sin embargo, retractarse frente al verdugo de todos.
Lo único que podemos gestionar en el momento presente es la actitud que adoptamos ante la vida. Y comparto con Camus la idea de la rebeldía comprometida sin sobreactuaciones ni heroicidades trágicas. Lo hago, sin renunciar a la esperanza, sin criticar a los que se aferran a la religión, o al carpe diem. Porque también yo podría haberlos escogido. Porque soy frágil. Porque todos somos frágiles. Somos humanos.
El único límite en tiempos de excepción es el civismo. Y quizá debiéramos actuar siempre como si estuviéramos de excepción. Cierro este capítulo de mi cuarentena intelectual recordando un poema de Roger Wolfe, La condición humana, que hoy interpreto de otra manera. Que cada cual lo haga a la suya:
La vida nos tiene
tan ocupados
con sus absurdas menudencias
(como comer mañana, por ejemplo)
que nunca recordamos
lo que verdaderamente es importante.
Y ahora que lo pienso
no consigo recordar
lo que me ha impulsado a sentarme a escribir este poema.
Aunque seguramente carecía
por completo
de importancia.
Haereticus dixit.
Desde ese veinticinco de febrero, vivo en una cuarentena intelectual de la que tardaré tiempo en salir. El teletrabajo se ha vuelto una realidad y la realidad, un trabajo. La familia en el Sur, y tanto mi pareja como yo exiliados laborales en la Meseta. Pero tranquilos, nos queda papel higiénico.
No es el dolor, ni el agobio, ni las ansias de libertad los que me han llevado a esa cuarentena intelectual a la que hacía referencia. Son preguntas personales que, quizá, me habría hecho en vida de mi padre o bien, libre de encierros forzados. Preguntas que se suman a inquietudes políticas y sociales, que me resultan inaplazables. Quizá como a todos, pero de diferente manera.
Desde que observé por primera vez el cadáver de mi padre en el tanatorio hasta el día de hoy, en que observo la fauna de los supermercados tratarse como rivales en potencia, hay una palabra que no deja de rondar en mi cabeza: humanidad.
Si echamos un vistazo al diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, ‘humanidad’ es un término polisémico. Cuenta con nueve acepciones. De la que yo hablo es de la cuarta, que hace referencia a la fragilidad o flaqueza propia del ser humano.
Filólogos, escritores y demás especialistas gustan de hablar de los fenómenos humanos universales: el amor, el odio, la envidia, el desprecio, la decepción, la ira, el miedo… Yo los he vivido todos en estas últimas tres semanas. Y puedo decir, con perdón de los especialistas, que todo se puede resumir en la palabra ‘humanidad’, pues todas las pasiones nacen de la fragilidad y la flaqueza.
Desde los relatos homéricos hasta el último premio Planeta, casi todas las obras de ficción, por no decir todas, han tratado sobre la fragilidad del ser humano. Desde la Ilíada hasta la última novela que medio valga la pena que haya salido de una imprenta, ha versado sobre las reacciones de los seres humanos o equivalentes ante un conflicto. Por ello, quizá, los grandes autores y pensadores tienen también algo de psicólogos, en la acepción menos profesional del término.
Albert Camus fue un gran pensador y, por ello, un psicólogo respetable. Así lo reflejó en esa obra que ahora parece haberse puesto de moda, La peste. Una novela que pretendía ser un reflejo de la sociedad francesa durante la ocupación nazi. Sin embargo, nos da lo mismo.
Camus nos ofrece personajes que se encuentran en una situación extrema y retrata las reacciones sin juicios de valor. La humanidad es humanidad. Del primero al último, todos son frágiles. Desde el que se siente feliz en mitad de la epidemia hasta los que sufren el mal físico.
En tiempos como los que hoy vivimos, Camus nos ofrece el ejemplo del sufriente doctor Rieux. Se queda encerrado e incomunicado en la ciudad, lejos de su esposa enferma. El estrés y la presión a los que se ve sometido llegan a su punto álgido cuando, casi al final del camino, ve morir por la enfermedad a su única amistad.
La actitud de Rieux tiene una profunda dimensión ética. En momentos de excepción, Albert Camus no muestra a un personaje que cumple con su deber como médico sin patetismos, ni quejas. No critica a nadie, y tiene claro cuál es el bien superior. La templanza es el deber ético del ciudadano en tiempos de crisis. Una actitud de la que él mismo dio ejemplo durante su participación en la Resistencia Francesa.
En su Mito de Sísifo, Camus reconocía la absurdez de la existencia, que conlleva a tres conclusiones que suponen el sustento de sus personajes literarios: la rebeldía, la pasión y la libertad. Pero como bien señaló en El hombre rebelde, no hace referencia a la pueril rebeldía del adolescente, sino a un estado de levantamiento comprometido con un bien superior. Y en ese sentido, el doctor Rieux fue un rebelde. Aceptó la situación y, desde la aceptación, escogió con libertad y pasión rebelarse contra la epidemia.
Quizá, lo que me es más difícil de aceptar del pensamiento camusiano es la renuncia a la esperanza. A día de hoy, la aceptación sin esperanza me resulta una actitud inhumana, que conduce al nihilismo más pasivo imaginable. La acción, que es elección, solo puede nacer de la esperanza.
Por eso, quizá sin pretenderlo su autor, Rieux no es un personaje irreal. Son su dolor silencioso y su esperanza de vencer a la epidemia lo que lo hace humano, cercano a nosotros. Es un personaje frágil, del que esperamos actos de flaqueza a lo largo del libro. Por eso, pese al propio Camus, y quizá por lo que él no pretendiera, el doctor Rieux es un ejemplo en tiempos de excepción.
Decía Friedrich Nietzsche en Más allá del bien y del mal que hay que despedirse de la vida como Odiseo se despidió de Nausícaa: dándole las gracias, pero sin amarla. No sé si mi padre le dio las gracias a la vida. Dudo que tuviera tiempo.
Mi abuelo fue mi segundo padre o el primero, según se mire, y sí pudo. Y dio gracias. No sé si, a la hora de despedirme de mi vida, tendré ocasión de darle las gracias. Sobre estas cosas se pueden tener muchos posicionamientos y, sin embargo, retractarse frente al verdugo de todos.
Lo único que podemos gestionar en el momento presente es la actitud que adoptamos ante la vida. Y comparto con Camus la idea de la rebeldía comprometida sin sobreactuaciones ni heroicidades trágicas. Lo hago, sin renunciar a la esperanza, sin criticar a los que se aferran a la religión, o al carpe diem. Porque también yo podría haberlos escogido. Porque soy frágil. Porque todos somos frágiles. Somos humanos.
El único límite en tiempos de excepción es el civismo. Y quizá debiéramos actuar siempre como si estuviéramos de excepción. Cierro este capítulo de mi cuarentena intelectual recordando un poema de Roger Wolfe, La condición humana, que hoy interpreto de otra manera. Que cada cual lo haga a la suya:
La vida nos tiene
tan ocupados
con sus absurdas menudencias
(como comer mañana, por ejemplo)
que nunca recordamos
lo que verdaderamente es importante.
Y ahora que lo pienso
no consigo recordar
lo que me ha impulsado a sentarme a escribir este poema.
Aunque seguramente carecía
por completo
de importancia.
Haereticus dixit.
RAFAEL SOTO