Nuestros hábitos están cambiando por culpa de la pandemia vírica que estamos sufriendo. Las medidas de higiene y de protección sanitaria han entrado en nuestras vidas con intención de permanecer largo tiempo. No es solo que hagamos acopio de papel higiénico, sino que las mascarillas y el lavado frecuente de manos con geles hidroalcohólicos seguirán formando parte de nuestras rutinas hasta más allá del verano, si no se quedan como costumbres consolidadas entre nosotros. Todo sea por defendernos de la infección que un coronavirus sumamente contagioso ha propagado por el mundo, sin que nadie haya podido evitarlo.
Nos han obligado a mantener la distancia social entre nosotros, usar guantes sin demasiada precaución (si tocamos todo con los guantes, transmitimos con ellos toda probable contaminación) y permanecer encerrados en nuestros domicilios cerca de dos meses, todo ello con la finalidad de erradicar o, al menos, mantener a raya una epidemia que se ha cobrado miles de vidas en nuestro país, aparte de enfermar, con o sin síntomas, a centenares de miles de ciudadanos, probablemente a millones de ellos.
De este modo, nos hemos vuelto desconfiados, temerosos e hipócritas con los que nos rodean y dependientes de ritos de desinfección que creemos milagrosos para esquivar el contagio del dichoso virus. Pero vamos a necesitar un antiséptico aún mucho más potente para combatir las amenazas que vienen detrás de la pandemia, tan intensas y tóxicas como ella.
En primer lugar, una vez levanten el confinamiento y se haga realidad la anunciada desescalada hacia la normalidad, tendremos que echar lejía a las manchas que limitaban o suspendían derechos y libertades, consagrados por la Constitución, con el pretexto de luchar más eficazmente contra la pandemia.
A cambio de seguridad, hemos cedido parcelas de libertad e intimidad con objeto de controlar la propagación de la infección, cayendo en un dilema falso que, ahora, tendrá que anularse. Por su culpa, consentimos la instalación en nuestros teléfonos de aplicaciones que rastrean los movimientos de los ciudadanos para que las autoridades pudieran controlar el cumplimiento del confinamiento.
Permitimos que se produjeran abusos y detenciones arbitrarias en las calles, cuyo rigor no se atiene ni a la proporcionalidad ni a la ponderación de la eficacia. Las advertencias y los castigos anunciados para los infractores suponían más una coacción que información pertinente. Todo lo anterior constituyen señales inequívocas de una tendencia hacia el autoritarismo por parte de nuestros gobernantes. Y por eso hay que desinfectar al Gobierno de toda tentación totalitaria y fascista en el desempeño de sus funciones.
Por igual motivo, cualquier decisión que afecte a los derechos de los españoles, así como a su convivencia en libertad, deberá recabar el refrendo de las Cortes españolas, sede de la soberanía nacional. Desaparecido el Estado de alarma, el Gobierno debe dejar de actuar como mando único en todo el territorio, con poderes prácticamente ilimitados, y asumir solo la capacidad ejecutiva que le corresponde, contrapesada con los otros poderes del Estado, el legislativo y el judicial.
Es perentorio recuperar la “normalidad” democrática en la acción del Gobierno y de las instituciones al día siguiente de levantar el Estado de alarma. Para ello, hay que eliminar la mugre autoritaria que haya podido adherirse al uso del poder. Y ello necesitará litros de desinfectante.
En todo caso, no habrá lejía suficiente para mantenernos protegidos de los riesgos para la economía y las finanzas que la crisis sanitaria ha provocado. Las consecuencias económicas y sociales serán inmensas y, como siempre, golpearán de pleno a los más indefensos y necesitados.
No habrá antisépticos en el mundo para evitar que el desempleo y la precariedad vuelvan a necrosar la piel de los pobres. Serán muchos, tras el paso de la epidemia, los que continuarán en las urgencias de la sociedad esperando ser atendidos con la justicia y la dignidad que se merecen. Son los pisoteados por el sistema económico y los abusos laborales de nuestro país.
Ya fueron víctimas de la última Recesión financiera y, ahora, volverán a ser los perjudicados por la Gran Depresión que el coronavirus ha desencadenado. Sobre ellos han caído los ERTE, la inviabilidad del negocio para muchos autónomos, el desempleo para millones de asalariados, las previsibles condiciones de inestabilidad y precariedad laboral que todavía serán más dolorosas, si cabe; el cinismo de las entidades financieras, que se publicitaron como si fueran oenegés, en su estrategia por aprovechar la pandemia para seguir actuando como corresponde con su verdadero rostro: especular y obtener las mayores ganancias posibles. Así, interrumpieron momentáneamente los desahucios, pero no dejaron de cobrar intereses a quien no pueden pagarlos, solo los retrasaron.
La nueva amenaza es que el capital querrá recuperar de manera inmediata el lucro cesante. Y que Hacienda no concederá más plazos para reclamar impuestos a los contribuyentes. Llegado ese día, ya no habrá aplausos en los balcones para los sanitarios, la policía, los bomberos y, mucho menos, para los parados.
Tampoco para los ancianos que pagaron con sus vidas las insuficiencias de unas residencias construidas con finalidad mercantil y no asistencial, tal y como puso al descubierto un simple virus letal, propiciando que la Seguridad Social se ahorrase un buen pellizco en pensiones. ¿Cuántos bocoyes de lejía harán falta para limpiar tanta inmundicia?
También será preciso borrar la ilusión que nos causa el populismo, sea de derechas o de izquierdas, que infecta las sociedades más desarrolladas del planeta, incluida la española. Nos engatusa con promesas de resolver todos los problemas que nos inquietan, mediante recetas sencillas, más emocionales que racionales, que achacan siempre la responsabilidad a “otro”, al adversario político, al extranjero o al diferente.
Y, para ello, se vale de la falsificación, la manipulación o la mentira más burda, en el convencimiento de que seremos receptores crédulos de sus mensajes y consignas, porque nos gusta creer que no somos mejores por culpa de los demás.
De igual modo hemos de protegernos de los “listos”, de los que critican toda iniciativa sin presentar alternativa alguna, demostrando que “es fácil ser el más listo cuando todo ha pasado”, como advirtió Enzensberger, y obviando intencionadamente las trastadas que cometieron antaño y que posibilitaron las dificultades del presente.
Podemos hallar populistas en todo el país, exigiendo mascarillas y respiradores a manos llenas después de privatizar cuanto pudieron trozos importantes de la sanidad pública. O los que aprovechan esta crisis para autoelogiarse, contratando mensajes publicitarios en los medios de comunicación, y aparentar una gestión envidiable. Incluso los hay que no dejan de adelantar medidas sociales sin que estén técnica y presupuestariamente elaboradas.
Es fácil verlos también en otras latitudes, tanto en Europa como en América, donde exhiben su fanatismo, ignorancia y sectarismo en cuestiones vitales, cual esta pandemia. Todos intentan convertir la mentira en verdad porque consideran a la verdad una amenaza y la ciencia, un peligro que desmiente sus falsedades o exageraciones.
Frente a ellos solo cabe que el juicio crítico y la razón fundada alimenten la opinión pública. Es necesario estar atentos para no dejarse seducir con cantos de sirenas que harán realidad la peor de nuestras pesadillas, en la que aflora la podredumbre de los seres humanos: el odio, la intransigencia, la desigualdad, el fanatismo y la insolidaridad.
Tras esta emergencia sanitaria, si es que la llegamos a superar, no hay duda de que nos aguarda una crisis social y económica que nos obligará a seguir utilizando desinfectantes que sean capaces de arrancar todas las adherencias tóxicas que han endurecido nuestra piel y nuestra conciencia, embotándonos la sensibilidad. Con seguridad, será más difícil de afrontar, más duro aún que el confinamiento. Así que, apretaos el cinturón.
Nos han obligado a mantener la distancia social entre nosotros, usar guantes sin demasiada precaución (si tocamos todo con los guantes, transmitimos con ellos toda probable contaminación) y permanecer encerrados en nuestros domicilios cerca de dos meses, todo ello con la finalidad de erradicar o, al menos, mantener a raya una epidemia que se ha cobrado miles de vidas en nuestro país, aparte de enfermar, con o sin síntomas, a centenares de miles de ciudadanos, probablemente a millones de ellos.
De este modo, nos hemos vuelto desconfiados, temerosos e hipócritas con los que nos rodean y dependientes de ritos de desinfección que creemos milagrosos para esquivar el contagio del dichoso virus. Pero vamos a necesitar un antiséptico aún mucho más potente para combatir las amenazas que vienen detrás de la pandemia, tan intensas y tóxicas como ella.
En primer lugar, una vez levanten el confinamiento y se haga realidad la anunciada desescalada hacia la normalidad, tendremos que echar lejía a las manchas que limitaban o suspendían derechos y libertades, consagrados por la Constitución, con el pretexto de luchar más eficazmente contra la pandemia.
A cambio de seguridad, hemos cedido parcelas de libertad e intimidad con objeto de controlar la propagación de la infección, cayendo en un dilema falso que, ahora, tendrá que anularse. Por su culpa, consentimos la instalación en nuestros teléfonos de aplicaciones que rastrean los movimientos de los ciudadanos para que las autoridades pudieran controlar el cumplimiento del confinamiento.
Permitimos que se produjeran abusos y detenciones arbitrarias en las calles, cuyo rigor no se atiene ni a la proporcionalidad ni a la ponderación de la eficacia. Las advertencias y los castigos anunciados para los infractores suponían más una coacción que información pertinente. Todo lo anterior constituyen señales inequívocas de una tendencia hacia el autoritarismo por parte de nuestros gobernantes. Y por eso hay que desinfectar al Gobierno de toda tentación totalitaria y fascista en el desempeño de sus funciones.
Por igual motivo, cualquier decisión que afecte a los derechos de los españoles, así como a su convivencia en libertad, deberá recabar el refrendo de las Cortes españolas, sede de la soberanía nacional. Desaparecido el Estado de alarma, el Gobierno debe dejar de actuar como mando único en todo el territorio, con poderes prácticamente ilimitados, y asumir solo la capacidad ejecutiva que le corresponde, contrapesada con los otros poderes del Estado, el legislativo y el judicial.
Es perentorio recuperar la “normalidad” democrática en la acción del Gobierno y de las instituciones al día siguiente de levantar el Estado de alarma. Para ello, hay que eliminar la mugre autoritaria que haya podido adherirse al uso del poder. Y ello necesitará litros de desinfectante.
En todo caso, no habrá lejía suficiente para mantenernos protegidos de los riesgos para la economía y las finanzas que la crisis sanitaria ha provocado. Las consecuencias económicas y sociales serán inmensas y, como siempre, golpearán de pleno a los más indefensos y necesitados.
No habrá antisépticos en el mundo para evitar que el desempleo y la precariedad vuelvan a necrosar la piel de los pobres. Serán muchos, tras el paso de la epidemia, los que continuarán en las urgencias de la sociedad esperando ser atendidos con la justicia y la dignidad que se merecen. Son los pisoteados por el sistema económico y los abusos laborales de nuestro país.
Ya fueron víctimas de la última Recesión financiera y, ahora, volverán a ser los perjudicados por la Gran Depresión que el coronavirus ha desencadenado. Sobre ellos han caído los ERTE, la inviabilidad del negocio para muchos autónomos, el desempleo para millones de asalariados, las previsibles condiciones de inestabilidad y precariedad laboral que todavía serán más dolorosas, si cabe; el cinismo de las entidades financieras, que se publicitaron como si fueran oenegés, en su estrategia por aprovechar la pandemia para seguir actuando como corresponde con su verdadero rostro: especular y obtener las mayores ganancias posibles. Así, interrumpieron momentáneamente los desahucios, pero no dejaron de cobrar intereses a quien no pueden pagarlos, solo los retrasaron.
La nueva amenaza es que el capital querrá recuperar de manera inmediata el lucro cesante. Y que Hacienda no concederá más plazos para reclamar impuestos a los contribuyentes. Llegado ese día, ya no habrá aplausos en los balcones para los sanitarios, la policía, los bomberos y, mucho menos, para los parados.
Tampoco para los ancianos que pagaron con sus vidas las insuficiencias de unas residencias construidas con finalidad mercantil y no asistencial, tal y como puso al descubierto un simple virus letal, propiciando que la Seguridad Social se ahorrase un buen pellizco en pensiones. ¿Cuántos bocoyes de lejía harán falta para limpiar tanta inmundicia?
También será preciso borrar la ilusión que nos causa el populismo, sea de derechas o de izquierdas, que infecta las sociedades más desarrolladas del planeta, incluida la española. Nos engatusa con promesas de resolver todos los problemas que nos inquietan, mediante recetas sencillas, más emocionales que racionales, que achacan siempre la responsabilidad a “otro”, al adversario político, al extranjero o al diferente.
Y, para ello, se vale de la falsificación, la manipulación o la mentira más burda, en el convencimiento de que seremos receptores crédulos de sus mensajes y consignas, porque nos gusta creer que no somos mejores por culpa de los demás.
De igual modo hemos de protegernos de los “listos”, de los que critican toda iniciativa sin presentar alternativa alguna, demostrando que “es fácil ser el más listo cuando todo ha pasado”, como advirtió Enzensberger, y obviando intencionadamente las trastadas que cometieron antaño y que posibilitaron las dificultades del presente.
Podemos hallar populistas en todo el país, exigiendo mascarillas y respiradores a manos llenas después de privatizar cuanto pudieron trozos importantes de la sanidad pública. O los que aprovechan esta crisis para autoelogiarse, contratando mensajes publicitarios en los medios de comunicación, y aparentar una gestión envidiable. Incluso los hay que no dejan de adelantar medidas sociales sin que estén técnica y presupuestariamente elaboradas.
Es fácil verlos también en otras latitudes, tanto en Europa como en América, donde exhiben su fanatismo, ignorancia y sectarismo en cuestiones vitales, cual esta pandemia. Todos intentan convertir la mentira en verdad porque consideran a la verdad una amenaza y la ciencia, un peligro que desmiente sus falsedades o exageraciones.
Frente a ellos solo cabe que el juicio crítico y la razón fundada alimenten la opinión pública. Es necesario estar atentos para no dejarse seducir con cantos de sirenas que harán realidad la peor de nuestras pesadillas, en la que aflora la podredumbre de los seres humanos: el odio, la intransigencia, la desigualdad, el fanatismo y la insolidaridad.
Tras esta emergencia sanitaria, si es que la llegamos a superar, no hay duda de que nos aguarda una crisis social y económica que nos obligará a seguir utilizando desinfectantes que sean capaces de arrancar todas las adherencias tóxicas que han endurecido nuestra piel y nuestra conciencia, embotándonos la sensibilidad. Con seguridad, será más difícil de afrontar, más duro aún que el confinamiento. Así que, apretaos el cinturón.
DANIEL GUERRERO