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Daniel Guerrero | Gobiernos de España (II)

José María Aznar consigue en 1996 no solo el retorno de la derecha al poder sino el liderazgo de una nueva generación de políticos conservadores (sin Fraga ni ninguno de sus “siete magníficos”) que no había participado en la Transición.



Su primera Legislatura, sin mayoría suficiente, fue relativamente condescendiente con los nacionalistas que apoyaron con sus votos al Gobierno (se refirió a ETA como “grupo de liberación vasco” y aseguró “hablar catalán en la intimidad”), pero tras el brutal asesinato del concejal de su partido Miguel Ángel Blanco, mantuvo una línea de mayor firmeza contra el nacionalismo que amplió el respaldo social a su partido y, por consiguiente, la consecución de una mayoría absoluta en su segunda legislatura.

Aznar, un funcionario del Cuerpo de Inspectores del Ministerio de Hacienda, había militado en su juventud en organizaciones de ultraderecha antes de desembocar en la Alianza Popular de Manuel Fraga, donde moderó su conservadurismo con el ideario del liberalismo cristiano, que determinaron las propuestas más liberales y menos estatistas del refundado Partido Popular, con el que ganó las elecciones.

Desde el principio, sus gobiernos se dedicaron a proyectar una idea nacional de España, un nacionalismo español que definía su patriotismo político, y a aplicar en la economía las fórmulas liberales más ortodoxas, que propugnan la desregulación económica, el adelgazamiento del peso del Estado, la privatización de empresas públicas, bajadas de impuestos y el resto del recetario del liberalismo económico. Heredando una coyuntura favorable, las medidas económicas de Aznar y su equipo produjeron unos buenos resultados, materializados en un crecimiento económico notable y el saneamiento de las finanzas.

En lo económico, pues, la derecha gobernante con Aznar consiguió el mayor crecimiento económico y de creación de empleo en la historia de España, como consecuencia de esa liberalización de la economía y de una fuerte contención del gasto del Estado.

Además, la privatización de aquellas empresas públicas calificadas como las “joyas de la corona” propició el ingreso de ingentes sumas de dinero a las arcas públicas. Es notorio que ello significó, por ejemplo, el final jurídico del monopolio de Telefónica, cuya presidencia cedió a un leal amigo de estudios, quien utilizó la fortaleza económica de la compañía para intentar doblegar al grupo de comunicación Prisa, editor de El País, el diario de mayor difusión de España, y propietario de la plataforma de televisión privada Canal+.

Otras empresas privatizadas fueron la eléctrica Endesa, la petrolera Repsol, la siderúrgica Aceralia, la bancaria Argentaria, la tecnológica Indra y la manufacturera Tabacalera, entre otras. Excepción aparte fue el ente público audiovisual RTVE, que se conservó, a pesar de su abultado déficit, bajo las directrices del Gobierno, que no dudó en utilizarlo mediáticamente a su favor, recurriendo a procedimientos descarados de manipulación y sectarismo político. Nunca antes la credibilidad y la objetividad de la Televisión pública había sido tan baja.

En lo concerniente al empleo, el crecimiento económico y la flexibilización del mercado del trabajo se tradujo en una disminución notable del desempleo, pero también en la precarización de los contratos y la austeridad presupuestaria, llegándose a congelar el salario de los funcionarios, en 1997.

Además, se procedió a liberalizar el suelo urbanizable, lo que incentivó la construcción de viviendas, pero también el inicio de la llamada “burbuja inmobiliaria”, de efectos retardados. No hay que olvidar que, en lo económico, la entrada del euro y la desaparición de la peseta, con una política monetaria dependiente del Banco Central Europeo, fue sumamente beneficiosa para la saneada economía española, potenciando su crecimiento y estabilidad.

En lo social, Aznar emprendió una reforma del gasto rural que contemplaba la paulatina extinción del Plan de Empleo Rural (el conocido PER), que estaba destinado a los jornaleros de Andalucía y Extremadura, y la supresión del subsidio por desempleo agrario, aunque durante las negociaciones aceptó una cobertura alternativa. Durante aquellos años, España fue el país de la UE que menos ayudas ofrecía a las familias más necesitadas y el que menor porcentaje del PIB destinaba al gasto social.

No menos conflictiva, a lo largo de las dos Legislaturas, fue la reforma de la Educación, tendente a sustituir la LOGSE socialista por la LOCE (Ley Orgánica de Calidad de la Educación) del Partido Popular. Además de reintroducir la asignatura de Religión en el Bachillerato, la reestructuración de las Humanidades prevista provocó una fuerte confrontación con los partidos nacionalistas vasco y catalán, por invadir competencias de sus autonomías en la materia y por la “revisión” que hacía de la Historia de España, en la que se ocultaba la existencia de los pueblos que la integran, al tiempo que exaltaba la unidad indeclinable de España como entidad político y cultural monolítica.

Igual controversia desató la Ley de Ordenación Universitaria (LOU), por crear agencias de evaluación de centros, implantar la Reválida, eliminar la incompatibilidad de la docencia en la Universidad pública con los centros privados y por vulnerar la autonomía universitaria para elegir a sus rectores, entre otras medidas.

Igualmente, fue muy discutida su reforma de la Ley de Extranjería, al endurecer considerablemente sus condiciones y por la facultad que concedía al Ministerio de Interior de repatriar de manera expeditiva a los inmigrantes indocumentados.

En política exterior, Aznar hizo un viraje hacia el férreo alineamiento atlantista y pronorteamericano, que culminó con el apoyo incondicional de España a la intervención norteamericana en Irak, que motivó una fuerte contestación social. También se decantó hacia posiciones pro-Israel en su conflicto con los palestinos, abandonando las tradicionales relaciones con los países árabes.

Su identificación con los postulados del neoliberalismo norteamericano, encarnados por el presidente Bush, lo alejaron de la moderación histórica hacia las naciones hispanoamericanas que practicaba la política exterior española. Endureció sus exigencias a gobiernos de izquierda de aquella región, como el de Cuba, adonde desaconsejó una visita oficial de los Reyes de España.

Al final, sus posturas intransigentes, que evidenciaban formas autoritarias de hacer política, la manipulación mediática para desvirtuar la verdad, la erosión de los servicios públicos, la utilización política de las víctimas del terrorismo, el acaparamiento de la Constitución (proyecto, por cierto, que no votó en su día el líder conservador) y de la unidad de España para arrogarse su interpretación y combatir al adversario político y, sobre todo, la tergiversación del atentado yihadista del 11 de marzo de 2014, cometido en Madrid y que causó cerca de doscientos muertos, intentando adjudicar su autoría a ETA, dieron la puntilla a los gobiernos de derechas de la era de Aznar.

La soberbia, sus veleidades imperialistas (la boda de su hija en El Escorial) y los escándalos de corrupción que afloraron también bajo su mandato (Gescartera, la trama Gürtel, el responsable de su “milagro” económico, el ministro Rodrigo Rato, actualmente en prisión, etc.), agotaron su prestigio, alimentaron la desconfianza en su partido y, en menos de cuarenta y ocho horas, lo desalojaron del poder de forma imprevista. La izquierda, contra todo pronóstico, volvía a gobernar España.

DANIEL GUERRERO
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