Nos encontramos en un mundo en el que la mentira ha hecho acto de presencia de manera habitual en nuestras vidas, como si mentir fuera lo más normal del mundo y sin que se le dé excesiva importancia a las consecuencias que conlleva, por lo que cualquiera estaría dispuesto a hacerlo, especialmente si supiera que no iba a ser descubierto.
Hay que entender que las mentiras no son solo aquellas que nos decimos directamente, dado que vivimos en una sociedad en la que los medios de comunicación y las redes sociales se han hecho omnipresentes, de modo que la saturación de noticias y de comentarios de toda índole nos han invadido, acompañándose, claro está, de las denominadas fake news (bulos o mentiras planificadas) que pululan por los espacios digitales como aves dispuestas a posarse en el cerebro de los ciudadanos.
Pero no solo que estén muy presentes en estos medios, sino que las mentiras, en todas sus modalidades –engaños, bulos, embustes, simulaciones, falsedades, medias verdades, ocultamientos, tergiversaciones– forman un entramado tan complejo que es necesario estar bien preparado para no ser una de sus víctimas.
Sobre esta cuestión, recientemente, un amigo me escribía que “la mentira es una de las grandes calamidades de nuestra sociedad. La verdad, sencillamente, no se lleva ni se practica. Lo vemos a diario; asistimos perplejos al triste espectáculo de la política española en la que se ha impuesto la modalidad de la ofensa basada en mentiras. Es repugnante. Hay catedráticos de la intoxicación, maestros del lanzallamas con el combustible de las mentiras. Cosas horrorosas montadas en el artificio del embuste”.
Pasando al plano personal, quisiera apuntar que siempre he sentido un fuerte rechazo a la mentira y al uso de las variantes que se emplean para engañar. Estoy, pues, muy de acuerdo con lo que manifestó el psiquiatra Carlos Castilla del Pino cuando escribió aquello de que “no hay pecados, si los hubiera, se resumirían en uno: la mentira. Adán fue el primero que mintió a Dios al desobedecerle”. En otro párrafo manifestaba que “la mentira es el mal por excelencia. Cualesquiera que sean los males, siempre tienen una cosa en común: la mentira”.
Hay que reconocer que la mentira forma parte de la historia de humanidad y que, en más de una ocasión, no es fácil descubrirla, pues el que miente busca las estrategias a su alcance para no ser sorprendido como autor del engaño. Por otro lado, en el caso de que la víctima se percatara de ello y quisiera conocer la verdad, quien ha sido el autor de la mentira jurará y perjurará que eso que se le atribuye no es cierto, haciéndose el ofendido ante los interrogantes que se le hacen o las pruebas que se le presentan.
He de manifestar que Castilla del Pino, un gran humanista, no era creyente, aunque en la frase citada se remontaba al propio Génesis para hablarnos del supuesto comienzo de este vicio moral. No obstante, y remitiéndonos otra vez al texto bíblico, quizás el ejemplo más conocido, y del que se nos habló desde pequeños, fue el juicio del rey Salomón, quien tuvo que aclarar cuál de las dos mujeres mentía cuando alegaban ser las madres de un niño recién nacido.
Es significativo que la escena que explica ese relato haya sido plasmada en distintos lienzos por grandes pintores, caso de Peter Paul Rubens cuyo cuadro se encuentra expuesto en el Museo del Prado. También en el mismo museo puede verse la versión que realizó el pintor español José de Ribera, en este caso, dentro del estilo tenebrista, bastante distanciado del empleado por Rubens, tal como podemos apreciarlo en la imagen siguiente.
Recordemos esa historia bien conocida: dos mujeres que habían sido madres cada una de ellas de un niño, uno fallecido y el otro vivo, se presentan ante el rey alegando ser la verdadera madre del niño vivo. Salomón, para averiguar finalmente quién decía la verdad, dio la orden a uno de sus soldados para que con la espada lo partiera y le diera a cada una de ellas la mitad.
Una de las madres, aterrorizada, le suplicó que no lo hicieran y que se lo dieran a la otra; esta, sin embargo, estaba de acuerdo en que cada una se llevara la mitad del niño. Salomón entonces no tuvo ninguna duda y mandó que se le entregara a la primera mujer, ya que consideraba que era la verdadera madre.
¿Y por qué hablo de la mentira si, como bien apunto, forma parte de las relaciones humanas y nos tropezamos con ella con más frecuencia de la que quisiéramos? La razón proviene de que, no solo como persona sino como profesor, se me ha intentado engañar en más de alguna ocasión, por lo que me he visto en casos en los que he tenido que dilucidar cuál de los dos alumnos o alumnas decía la verdad y quién mentía.
El más reciente se me ha producido durante el confinamiento, en el que he estado desde casa corrigiendo los trabajos que me remitían los alumnos. El hecho me creó un malestar bastante grande, pues no solamente era el sentimiento de pesar de verte engañado por algunos de los que formaban parte de una clase a la que te has entregado con todo el entusiasmo, sino también porque no tenía la posibilidad de encontrarme presencialmente en mi despacho con las implicadas.
Tengo que aclarar que, como criterio pedagógico, siempre me he decantado por la evaluación continua a partir de trabajos que íbamos desarrollando a lo largo del curso; en vez de acudir a los exámenes tradicionales en los que el alumnado se lo juega todo a una carta. Por otro lado, como profesor, oriento y proporciono los recursos, teóricos o prácticos a los estudiantes para que puedan realizarlos con mi apoyo.
En el caso aludido, se trataba de dos alumnas que me presentaron trabajos muy similares. A ambas, por correo electrónico, les manifesté mis dudas para que me explicasen qué había acontecido. Una de ellas, la segunda en enviarme el trabajo, y sobre la que yo sospechaba que sería la que había copiado, juraba y perjuraba que ella no lo había hecho, e insistía en que no entendía qué es lo que podía haber sucedido.
Les indiqué que en cursos anteriores había tenido algunas experiencias similares, como fue el de dos amigas que me entregaron sus trabajos escritos que eran exactamente iguales, incluso con los mismos errores. Al llamarlas a mi despacho y podérselo demostrar, la que había sido la autora original me indicó que se lo había pasado solamente para que le sirviera de orientación, pero que en ningún momento imaginó que podía ser engañada.
Consecuencia del engaño: la amistad que mantenían, como me dijeron tiempo después sus compañeros, se rompió para siempre. Y es que la amistad, tal como he manifestado en alguna ocasión, no admite el engaño ni la mentira.
En este último caso que comento, al igual que hizo Salomón, solo cuando las amenacé con anular sus trabajos o llevarlos ante una Comisión del Departamento, empezaron a contar algo de la verdad. Pero soy consciente que, al no poderme ver con ellas, ambas se pusieron de acuerdo para no desvelar del todo lo que habían estado haciendo.
Lo triste, tal como se lo expresé a las dos, es que iban a ser maestras y sus comportamientos no auguraban nada bueno para el futuro cuando tuvieran que educar a sus alumnos, pues las personas que mienten dejan detrás un reguero de daños morales de graves consecuencias.
Hay que entender que las mentiras no son solo aquellas que nos decimos directamente, dado que vivimos en una sociedad en la que los medios de comunicación y las redes sociales se han hecho omnipresentes, de modo que la saturación de noticias y de comentarios de toda índole nos han invadido, acompañándose, claro está, de las denominadas fake news (bulos o mentiras planificadas) que pululan por los espacios digitales como aves dispuestas a posarse en el cerebro de los ciudadanos.
Pero no solo que estén muy presentes en estos medios, sino que las mentiras, en todas sus modalidades –engaños, bulos, embustes, simulaciones, falsedades, medias verdades, ocultamientos, tergiversaciones– forman un entramado tan complejo que es necesario estar bien preparado para no ser una de sus víctimas.
Sobre esta cuestión, recientemente, un amigo me escribía que “la mentira es una de las grandes calamidades de nuestra sociedad. La verdad, sencillamente, no se lleva ni se practica. Lo vemos a diario; asistimos perplejos al triste espectáculo de la política española en la que se ha impuesto la modalidad de la ofensa basada en mentiras. Es repugnante. Hay catedráticos de la intoxicación, maestros del lanzallamas con el combustible de las mentiras. Cosas horrorosas montadas en el artificio del embuste”.
Pasando al plano personal, quisiera apuntar que siempre he sentido un fuerte rechazo a la mentira y al uso de las variantes que se emplean para engañar. Estoy, pues, muy de acuerdo con lo que manifestó el psiquiatra Carlos Castilla del Pino cuando escribió aquello de que “no hay pecados, si los hubiera, se resumirían en uno: la mentira. Adán fue el primero que mintió a Dios al desobedecerle”. En otro párrafo manifestaba que “la mentira es el mal por excelencia. Cualesquiera que sean los males, siempre tienen una cosa en común: la mentira”.
Hay que reconocer que la mentira forma parte de la historia de humanidad y que, en más de una ocasión, no es fácil descubrirla, pues el que miente busca las estrategias a su alcance para no ser sorprendido como autor del engaño. Por otro lado, en el caso de que la víctima se percatara de ello y quisiera conocer la verdad, quien ha sido el autor de la mentira jurará y perjurará que eso que se le atribuye no es cierto, haciéndose el ofendido ante los interrogantes que se le hacen o las pruebas que se le presentan.
He de manifestar que Castilla del Pino, un gran humanista, no era creyente, aunque en la frase citada se remontaba al propio Génesis para hablarnos del supuesto comienzo de este vicio moral. No obstante, y remitiéndonos otra vez al texto bíblico, quizás el ejemplo más conocido, y del que se nos habló desde pequeños, fue el juicio del rey Salomón, quien tuvo que aclarar cuál de las dos mujeres mentía cuando alegaban ser las madres de un niño recién nacido.
Es significativo que la escena que explica ese relato haya sido plasmada en distintos lienzos por grandes pintores, caso de Peter Paul Rubens cuyo cuadro se encuentra expuesto en el Museo del Prado. También en el mismo museo puede verse la versión que realizó el pintor español José de Ribera, en este caso, dentro del estilo tenebrista, bastante distanciado del empleado por Rubens, tal como podemos apreciarlo en la imagen siguiente.
Recordemos esa historia bien conocida: dos mujeres que habían sido madres cada una de ellas de un niño, uno fallecido y el otro vivo, se presentan ante el rey alegando ser la verdadera madre del niño vivo. Salomón, para averiguar finalmente quién decía la verdad, dio la orden a uno de sus soldados para que con la espada lo partiera y le diera a cada una de ellas la mitad.
Una de las madres, aterrorizada, le suplicó que no lo hicieran y que se lo dieran a la otra; esta, sin embargo, estaba de acuerdo en que cada una se llevara la mitad del niño. Salomón entonces no tuvo ninguna duda y mandó que se le entregara a la primera mujer, ya que consideraba que era la verdadera madre.
¿Y por qué hablo de la mentira si, como bien apunto, forma parte de las relaciones humanas y nos tropezamos con ella con más frecuencia de la que quisiéramos? La razón proviene de que, no solo como persona sino como profesor, se me ha intentado engañar en más de alguna ocasión, por lo que me he visto en casos en los que he tenido que dilucidar cuál de los dos alumnos o alumnas decía la verdad y quién mentía.
El más reciente se me ha producido durante el confinamiento, en el que he estado desde casa corrigiendo los trabajos que me remitían los alumnos. El hecho me creó un malestar bastante grande, pues no solamente era el sentimiento de pesar de verte engañado por algunos de los que formaban parte de una clase a la que te has entregado con todo el entusiasmo, sino también porque no tenía la posibilidad de encontrarme presencialmente en mi despacho con las implicadas.
Tengo que aclarar que, como criterio pedagógico, siempre me he decantado por la evaluación continua a partir de trabajos que íbamos desarrollando a lo largo del curso; en vez de acudir a los exámenes tradicionales en los que el alumnado se lo juega todo a una carta. Por otro lado, como profesor, oriento y proporciono los recursos, teóricos o prácticos a los estudiantes para que puedan realizarlos con mi apoyo.
En el caso aludido, se trataba de dos alumnas que me presentaron trabajos muy similares. A ambas, por correo electrónico, les manifesté mis dudas para que me explicasen qué había acontecido. Una de ellas, la segunda en enviarme el trabajo, y sobre la que yo sospechaba que sería la que había copiado, juraba y perjuraba que ella no lo había hecho, e insistía en que no entendía qué es lo que podía haber sucedido.
Les indiqué que en cursos anteriores había tenido algunas experiencias similares, como fue el de dos amigas que me entregaron sus trabajos escritos que eran exactamente iguales, incluso con los mismos errores. Al llamarlas a mi despacho y podérselo demostrar, la que había sido la autora original me indicó que se lo había pasado solamente para que le sirviera de orientación, pero que en ningún momento imaginó que podía ser engañada.
Consecuencia del engaño: la amistad que mantenían, como me dijeron tiempo después sus compañeros, se rompió para siempre. Y es que la amistad, tal como he manifestado en alguna ocasión, no admite el engaño ni la mentira.
En este último caso que comento, al igual que hizo Salomón, solo cuando las amenacé con anular sus trabajos o llevarlos ante una Comisión del Departamento, empezaron a contar algo de la verdad. Pero soy consciente que, al no poderme ver con ellas, ambas se pusieron de acuerdo para no desvelar del todo lo que habían estado haciendo.
Lo triste, tal como se lo expresé a las dos, es que iban a ser maestras y sus comportamientos no auguraban nada bueno para el futuro cuando tuvieran que educar a sus alumnos, pues las personas que mienten dejan detrás un reguero de daños morales de graves consecuencias.
AURELIANO SÁINZ