Ha sido una Navidad diferente, con una cena que empezó dando las gracias por tener un techo, comida, salud y el amor de alguien. Círculos pequeños, compartiendo lo que tenemos y volviendo a lo esencial.
Soy un ser atípico: me encanta la Navidad con sus luces, las caras de alegría, las reuniones, y el encuentro con personas a las que quieres. La familia no se compone solo de gente con la que compartes el ADN, es mucho más grande y, a veces, los amigos son más importantes que los consanguíneos. Quien te acompaña a lo largo de los años en tu camino, esa es tu familia.
En un mundo de consumismo extremo, puede parecer que la celebración del solsticio de invierno en la que los cristianos celebran a su vez la venida de Jesús, si no hay regalos caros y abundantes, la fiesta ha sido triste y sin sentido. Este año, sin embargo, yo solo he querido como presente la cercanía de los que quiero, esos que me ven como soy y me quieren así. Esos que están ahí y que han sido el apoyo en un tiempo de aislamiento y soledad. Soledad impuesta por el miedo a la enfermedad.
Ha sido una noche de risas, de canciones tradicionales, de los bracitos de Alma alrededor del cuello, mientras su cálido olor a niña te envuelve. Otra vez las pequeñas cositas: una sopa calentita, un poquito de jamón y almendras fritas. Algo de marisco y dulces hechos en casa.
Papá Noel me ha traído los pendientes que le pedí y no necesito nada más. Se me abre el pecho y mi corazón se expande en un gracias al Universo por lo que tengo, por lo que puedo compartir, por haber sido capaz de centrarme en lo que tengo y no en lo que carezco.
Noche de paz, noche de amor, noche de unidad frente al odio externo. Noche de comprensión, de vida sencilla, de volver a ver el regalo que es todo lo que nos rodea. De disfrutar del frío con la calidez del amor.
Soy un ser atípico: me encanta la Navidad con sus luces, las caras de alegría, las reuniones, y el encuentro con personas a las que quieres. La familia no se compone solo de gente con la que compartes el ADN, es mucho más grande y, a veces, los amigos son más importantes que los consanguíneos. Quien te acompaña a lo largo de los años en tu camino, esa es tu familia.
En un mundo de consumismo extremo, puede parecer que la celebración del solsticio de invierno en la que los cristianos celebran a su vez la venida de Jesús, si no hay regalos caros y abundantes, la fiesta ha sido triste y sin sentido. Este año, sin embargo, yo solo he querido como presente la cercanía de los que quiero, esos que me ven como soy y me quieren así. Esos que están ahí y que han sido el apoyo en un tiempo de aislamiento y soledad. Soledad impuesta por el miedo a la enfermedad.
Ha sido una noche de risas, de canciones tradicionales, de los bracitos de Alma alrededor del cuello, mientras su cálido olor a niña te envuelve. Otra vez las pequeñas cositas: una sopa calentita, un poquito de jamón y almendras fritas. Algo de marisco y dulces hechos en casa.
Papá Noel me ha traído los pendientes que le pedí y no necesito nada más. Se me abre el pecho y mi corazón se expande en un gracias al Universo por lo que tengo, por lo que puedo compartir, por haber sido capaz de centrarme en lo que tengo y no en lo que carezco.
Noche de paz, noche de amor, noche de unidad frente al odio externo. Noche de comprensión, de vida sencilla, de volver a ver el regalo que es todo lo que nos rodea. De disfrutar del frío con la calidez del amor.
MARÍA JESÚS SÁNCHEZ