Nadie puede ni siquiera imaginar lo que debe sentir una persona cuando es condenada a pena de muerte. Nadie puede sentir esa agonía al saber que, tarde o temprano, más bien temprano, van a acabar con tu vida. Es evidente que no duermes porque pueden venir los verdugos durante la noche y sacarte para asesinarte y dejarte en una cuneta cualquiera. Todo esto y más debió sentir mi abuelo.
Luis Lázaro Barrera, Emilio Lorenzo Salgado, Hermenegildo Domínguez Blanco y Joaquín Fariñas Mallorca fueron condenados a muerte por “Rebelión Militar”. Mi abuela, después de recorrerse todas las instancias militares, pensó en otro pilar fundamental del franquismo: la Iglesia.
Su hermana estaba “sirviendo” en casa del arzobispo de Sevilla. Y era cuestión de vida o muerte. Además, su marido estuvo dispuesto a esconder en su casa objetos religiosos para que no sufriesen daño. Así lo declaró un testigo que era hermano de un sacerdote y que, valientemente, defendió a mi abuelo. Su nombre era José Wert Mora y será recordado siempre en mi familia.
Así se consiguió que fuera juzgado de nuevo en Valverde del Camino, en un Consejo de Guerra que tuvo lugar el 17 de diciembre de 1937. En las actas del mismo se puede leer:
“Resultando que declarado el Estado de Guerra en todo el territorio en el bando de 18 de julio de 1936, Luis Lázaro Barrera, Emilio Lorenzo Salgado, Hermenegildo Domínguez Blanco y Joaquín Fariñas Mallorca, elementos marxistas y anarcosindicalistas de la Cuenca Minera de Riotinto, no prestaron el debido acatamiento a dicho bando, sino que se levantaron en armas contra la autoridad militar secundando el movimiento marcadamente comunista y se mantuvieron hasta el 25 de agosto del mismo año que fueron reducidos por la ocupación de la comarca por las tropas leales. Por tanto, debemos condenar a pena de reclusión perpetua a Hermenegildo y Joaquín como autores del delito de rebelión militar”.
Mi padre tenía ocho años cuando fue a la prisión de Huelva con su madre a despedirse de mi abuelo, al que trasladaban a la Prisión Central de El Puerto de Santa María. Nunca olvidaría cómo lo metieron esposado en un camión; nunca olvidó ese no saber qué ocurría ni dónde iban a llevar a su padre. Además, ¿qué hacía esposado como un delincuente? Eran muchas preguntas y emociones para un niño de ocho años. Después, con 78 años, aún lo recordaba como el día más infeliz de su vida.
Joaquín Fariñas tenía que cumplir una pena de 30 años de prisión: entraba el 14 de febrero de 1938 y, descontando los 89 días de prisión provisional, saldría el 9 de noviembre 1967. Posteriormente se la conmutarían por ocho años.
Mi pobre abuela compro un barril de vino y otro de aguardiente y puso una pequeña taberna para poder salir adelante. Todos los días iba el que había torturado a su marido a beber gratis. Entraba, se recostaba en la esquina de la barra y allí solo observaba a los lugareños que, en unas cuantas mesas de madera, jugaban al dominó.
Mientras, el desproporcionado número de presos del penal de Santa María, cerca de seis mil, provocaba que el estado sanitario fuese pavoroso. El aire en las celdas era irrespirable, los condenados dormían en colchones de paja o de hojas de maíz con un espacio máximo entre ellos de unos 45 centímetros.
Evidentemente, los chinches, piojos, pulgas y todo tipo de suciedad se acumulaban allí. El hambre y las enfermedades hacían estragos entre los presos y Joaquín ya empezaba a sentirse mal: tenía unos extraños dolores en el vientre y miccionaba sangre de vez en cuando.
No se sabe si por la masificación de presos o por qué razón, Franco empezó a conmutar penas y a conceder la libertad provisional a algunos encarcelados. En concreto, a mi abuelo lo excarceló y lo liberó con prisión atenuada el 21 de septiembre de 1940.
Llegó enfermo a su pueblo. Sus dolores cada vez eran más frecuentes. En su pueblo no le daban trabajo: estaba señalado como un rojo que, en aquellos tiempos, era como si tuvieses la peste. Entre el miedo y el odio, nadie quería darle trabajo. Estuvo en el pueblo algún tiempo hasta que mi abuela se quedó embarazada de su tercer hijo y mi abuelo decidió irse a trabajar a Alemania.
Al cabo de no mucho tiempo volvió al pueblo, cada vez más enfermo. Mi abuela lo llevó a médicos de Huelva, pero su marido no tenía solución alguna: tenía un cáncer de vejiga. Todos decían que había sido producido por las patadas y las torturas que había recibido por parte de Tomás Penis. Yo también creo que todo el infierno por el que había pasado contribuyó a ello.
Todos los miembros de mi familia tuvieron que convivir con el torturador. Es más, vivía enfrente de mi abuelo, que veía cada día al hombre que le estaba causando la muerte. Me contaban que los alaridos de mi abuelo, cuando le entraba el dolor, se podían escuchar desde el principio de la calle. Y el hedor que exudaba por un orificio que se le había abierto en el vientre era terrible. Murió, a fuerza de dolores, con 48 años. Y sufriendo lo indecible.
Falleció y dejó a cuatro hijos, el más pequeño con cinco años, mi tío Carlos, al que acosaba el torturador continuamente. Mi padre tenía 22 años y lo tenía que ver en el bar de su madre. Mi abuela lo único que les decía a sus hijos era que no hablaran, que tuviesen mucho cuidado.
Podemos imaginarnos el miedo que tendría la pobre mujer y así siguió hasta que el asesino murió. Mi tío Carlos fue a asegurarse de que lo enterraban bien hondo. Solo iba acompañado de unos cuantos guardias civiles: nadie lo quería en el pueblo.
Esta historia es real y todo lo que cuento está recogido en archivos oficiales. Hoy en día no parece que esto pudiese haber pasado, pero ocurrió. Esto es la memoria histórica que jamás debemos olvidar para que no vuelva a repetirse.
Mi interés en contarlo es para que se sepa lo que le hicieron a un hombre bueno que, lo único que hizo, fue defender la legalidad democrática que había salido de las urnas. Creo que hago un poco de justicia y que, al menos, ofrezco un poco de consuelo a su hijo Carlos y a mi padre que, esté donde esté, posiblemente se sienta muy orgulloso de que su hija haya podido contar la historia de su padre. Sin miedo, tantos años callada y tan olvidada.
Luis Lázaro Barrera, Emilio Lorenzo Salgado, Hermenegildo Domínguez Blanco y Joaquín Fariñas Mallorca fueron condenados a muerte por “Rebelión Militar”. Mi abuela, después de recorrerse todas las instancias militares, pensó en otro pilar fundamental del franquismo: la Iglesia.
Su hermana estaba “sirviendo” en casa del arzobispo de Sevilla. Y era cuestión de vida o muerte. Además, su marido estuvo dispuesto a esconder en su casa objetos religiosos para que no sufriesen daño. Así lo declaró un testigo que era hermano de un sacerdote y que, valientemente, defendió a mi abuelo. Su nombre era José Wert Mora y será recordado siempre en mi familia.
Así se consiguió que fuera juzgado de nuevo en Valverde del Camino, en un Consejo de Guerra que tuvo lugar el 17 de diciembre de 1937. En las actas del mismo se puede leer:
“Resultando que declarado el Estado de Guerra en todo el territorio en el bando de 18 de julio de 1936, Luis Lázaro Barrera, Emilio Lorenzo Salgado, Hermenegildo Domínguez Blanco y Joaquín Fariñas Mallorca, elementos marxistas y anarcosindicalistas de la Cuenca Minera de Riotinto, no prestaron el debido acatamiento a dicho bando, sino que se levantaron en armas contra la autoridad militar secundando el movimiento marcadamente comunista y se mantuvieron hasta el 25 de agosto del mismo año que fueron reducidos por la ocupación de la comarca por las tropas leales. Por tanto, debemos condenar a pena de reclusión perpetua a Hermenegildo y Joaquín como autores del delito de rebelión militar”.
Mi padre tenía ocho años cuando fue a la prisión de Huelva con su madre a despedirse de mi abuelo, al que trasladaban a la Prisión Central de El Puerto de Santa María. Nunca olvidaría cómo lo metieron esposado en un camión; nunca olvidó ese no saber qué ocurría ni dónde iban a llevar a su padre. Además, ¿qué hacía esposado como un delincuente? Eran muchas preguntas y emociones para un niño de ocho años. Después, con 78 años, aún lo recordaba como el día más infeliz de su vida.
Joaquín Fariñas tenía que cumplir una pena de 30 años de prisión: entraba el 14 de febrero de 1938 y, descontando los 89 días de prisión provisional, saldría el 9 de noviembre 1967. Posteriormente se la conmutarían por ocho años.
Mi pobre abuela compro un barril de vino y otro de aguardiente y puso una pequeña taberna para poder salir adelante. Todos los días iba el que había torturado a su marido a beber gratis. Entraba, se recostaba en la esquina de la barra y allí solo observaba a los lugareños que, en unas cuantas mesas de madera, jugaban al dominó.
Mientras, el desproporcionado número de presos del penal de Santa María, cerca de seis mil, provocaba que el estado sanitario fuese pavoroso. El aire en las celdas era irrespirable, los condenados dormían en colchones de paja o de hojas de maíz con un espacio máximo entre ellos de unos 45 centímetros.
Evidentemente, los chinches, piojos, pulgas y todo tipo de suciedad se acumulaban allí. El hambre y las enfermedades hacían estragos entre los presos y Joaquín ya empezaba a sentirse mal: tenía unos extraños dolores en el vientre y miccionaba sangre de vez en cuando.
No se sabe si por la masificación de presos o por qué razón, Franco empezó a conmutar penas y a conceder la libertad provisional a algunos encarcelados. En concreto, a mi abuelo lo excarceló y lo liberó con prisión atenuada el 21 de septiembre de 1940.
Llegó enfermo a su pueblo. Sus dolores cada vez eran más frecuentes. En su pueblo no le daban trabajo: estaba señalado como un rojo que, en aquellos tiempos, era como si tuvieses la peste. Entre el miedo y el odio, nadie quería darle trabajo. Estuvo en el pueblo algún tiempo hasta que mi abuela se quedó embarazada de su tercer hijo y mi abuelo decidió irse a trabajar a Alemania.
Al cabo de no mucho tiempo volvió al pueblo, cada vez más enfermo. Mi abuela lo llevó a médicos de Huelva, pero su marido no tenía solución alguna: tenía un cáncer de vejiga. Todos decían que había sido producido por las patadas y las torturas que había recibido por parte de Tomás Penis. Yo también creo que todo el infierno por el que había pasado contribuyó a ello.
Todos los miembros de mi familia tuvieron que convivir con el torturador. Es más, vivía enfrente de mi abuelo, que veía cada día al hombre que le estaba causando la muerte. Me contaban que los alaridos de mi abuelo, cuando le entraba el dolor, se podían escuchar desde el principio de la calle. Y el hedor que exudaba por un orificio que se le había abierto en el vientre era terrible. Murió, a fuerza de dolores, con 48 años. Y sufriendo lo indecible.
Falleció y dejó a cuatro hijos, el más pequeño con cinco años, mi tío Carlos, al que acosaba el torturador continuamente. Mi padre tenía 22 años y lo tenía que ver en el bar de su madre. Mi abuela lo único que les decía a sus hijos era que no hablaran, que tuviesen mucho cuidado.
Podemos imaginarnos el miedo que tendría la pobre mujer y así siguió hasta que el asesino murió. Mi tío Carlos fue a asegurarse de que lo enterraban bien hondo. Solo iba acompañado de unos cuantos guardias civiles: nadie lo quería en el pueblo.
Esta historia es real y todo lo que cuento está recogido en archivos oficiales. Hoy en día no parece que esto pudiese haber pasado, pero ocurrió. Esto es la memoria histórica que jamás debemos olvidar para que no vuelva a repetirse.
Mi interés en contarlo es para que se sepa lo que le hicieron a un hombre bueno que, lo único que hizo, fue defender la legalidad democrática que había salido de las urnas. Creo que hago un poco de justicia y que, al menos, ofrezco un poco de consuelo a su hijo Carlos y a mi padre que, esté donde esté, posiblemente se sienta muy orgulloso de que su hija haya podido contar la historia de su padre. Sin miedo, tantos años callada y tan olvidada.
REMEDIOS FARIÑAS