El periodismo impreso está en crisis. En todo el mundo, con algunas notables excepciones, se ha producido un enorme descenso en su difusión. ¿A qué se debe esta situación? Independientemente de la evidente influencia de factores económicos, hay otras causas más profundas en el distanciamiento de los ciudadanos respecto a los periódicos. Y una de ellas es que ha cambiado lo que las personas entienden por información
Hasta no hace mucho, una buena información consistía en proporcionar no solo la descripción precisa –y comprobada– de un hecho, de un acontecimiento, sino también un conjunto de datos sobre el contexto de ese hecho, que sirvieran como elementos de juicio para que el lector comprendiera el significado profundo de lo que estaba ocurriendo. Se intentaba facilitar la respuesta a una serie de preguntas básicas: ¿Quién ha hecho qué? ¿Con qué medios? ¿Dónde? ¿Cómo? Y, sobre todo, ¿Por qué? ¿Cuáles son las consecuencias?
Esto ha ido cambiando bajo la influencia de la televisión y de las denominadas “redes sociales”. Aunque Internet tiene una gran importancia como medio de obtener información, la televisión sigue ocupando un lugar dominante en la generación de información verosímil para una gran mayoría de personas e impone su modelo de tratamiento de la información.
Sus aportaciones más específicas, la transmisión en directo y en tiempo real, han impuesto una forma radicalmente distinta de contar las cosas. En el telediario, informar es mostrar la historia en marcha o, siempre que sea posible, presenciar los acontecimientos. Todo esto implica la ilusión de que las imágenes del acontecimiento son suficientes para captar su significación.
Las múltiples conexiones en directo con los reporteros situados en el lugar de los hechos narrados intentan generar una sensación de encuentro directo entre el espectador y la noticia (mejor dicho, entre el espectador y las imágenes de la noticia). En la práctica muy pocas veces estas conexiones aportan datos que tengan algún valor para interpretar los hechos, o sea, para obtener un conocimiento real de lo que está sucediendo y el porqué de los acontecimientos.
Existe un malentendido básico sobre la forma de obtener información. Muchos ciudadanos consideran que, estando confortablemente instalados en el sofá de su salón y mirando en la pantalla una sensacional cascada de acontecimientos a base de imágenes espectaculares, pueden informarse seriamente. Es un error importante por varias razones conectadas entre sí.
Primera: la ilusión de que “ver” equivale a “comprender” y de que cualquier acontecimiento, por abstracto que sea, debe obligatoriamente tener una parte visible que se pueda mostrar en televisión. Y ya vimos en una entrega anterior que las imágenes describen y muestran, pero no necesariamente demuestran.
Da la impresión de que el objetivo prioritario del espectador, lo que le produce verdadera satisfacción, no es comprender el alcance del acontecimiento, sino simplemente tener la fortuna de ver cómo sucede frente a sus ojos, en su cuarto de estar, sin tener que levantarse de su cómodo sillón.
Segunda: si lo importante es “ver”, es inevitable el énfasis en el sensacionalismo, que influye en dar prioridad a cuestiones incidentales sobre las básicas –en muchos casos, a la falta de análisis y documentación o a la simplificación– y que conducen, en el mejor de los casos, a la incomprensión, y casi siempre a la ignorancia e impide que la gente esté adecuadamente informada.
Tercera: si lo importante es “ver” y, sobre todo, ver algo espectacular, la forma de narrar las noticias está sometida a las reglas del entretenimiento más que a las de la rigurosa información. Y, en bastantes ocasiones, es similar a los programas de ficción.
Cuarta: porque la rápida sucesión de noticias breves y fragmentadas (unas veinte por telediario) produce un doble efecto negativo de sobreinformación y de desinformación. La forma en que se presenta la información en televisión no favorece una imagen global y estructurada de la realidad, ya que se suceden sin solución de continuidad todo tipo de noticias, originadas en los lugares más diversos del planeta, y referidas a temas heterogéneos. Y todo ello a un ritmo vertiginoso, que impide que una gran parte de los espectadores sean capaces de comprender y asimilar lo que están viendo.
El mismo presentador que acaba de narrar algún acontecimiento sangriento, al instante siguiente, con el mayor desenfado y una sonrisa en el rostro, nos presenta la moda del próximo otoño. De esta manera, los hechos pierden, en gran medida, el significado que tienen en cuanto que partes constituyentes de una estructura global: cada noticia se percibe en forma unitaria e inconexa con el resto de la información.
Quinta: los noticiarios televisivos no tienen como función básica facilitar el conocimiento sobre la realidad, sino generar estados de opinión favorables a los intereses de los propietarios de las emisoras de televisión.
En definitiva, informarse es una tarea ardua y el esfuerzo que conlleva es el precio que el ciudadano paga por el derecho a participar de manera inteligente en la vida democrática. Pretender que es posible informarse cómodamente y de forma pasiva no es más que uno de esos mitos contemporáneos, es confundir la sociedad informatizada real con una sociedad de la información que solo existe para los poderosos que pueden comprar la información realmente útil para sus propósitos.
Hasta no hace mucho, una buena información consistía en proporcionar no solo la descripción precisa –y comprobada– de un hecho, de un acontecimiento, sino también un conjunto de datos sobre el contexto de ese hecho, que sirvieran como elementos de juicio para que el lector comprendiera el significado profundo de lo que estaba ocurriendo. Se intentaba facilitar la respuesta a una serie de preguntas básicas: ¿Quién ha hecho qué? ¿Con qué medios? ¿Dónde? ¿Cómo? Y, sobre todo, ¿Por qué? ¿Cuáles son las consecuencias?
Esto ha ido cambiando bajo la influencia de la televisión y de las denominadas “redes sociales”. Aunque Internet tiene una gran importancia como medio de obtener información, la televisión sigue ocupando un lugar dominante en la generación de información verosímil para una gran mayoría de personas e impone su modelo de tratamiento de la información.
Sus aportaciones más específicas, la transmisión en directo y en tiempo real, han impuesto una forma radicalmente distinta de contar las cosas. En el telediario, informar es mostrar la historia en marcha o, siempre que sea posible, presenciar los acontecimientos. Todo esto implica la ilusión de que las imágenes del acontecimiento son suficientes para captar su significación.
Las múltiples conexiones en directo con los reporteros situados en el lugar de los hechos narrados intentan generar una sensación de encuentro directo entre el espectador y la noticia (mejor dicho, entre el espectador y las imágenes de la noticia). En la práctica muy pocas veces estas conexiones aportan datos que tengan algún valor para interpretar los hechos, o sea, para obtener un conocimiento real de lo que está sucediendo y el porqué de los acontecimientos.
Existe un malentendido básico sobre la forma de obtener información. Muchos ciudadanos consideran que, estando confortablemente instalados en el sofá de su salón y mirando en la pantalla una sensacional cascada de acontecimientos a base de imágenes espectaculares, pueden informarse seriamente. Es un error importante por varias razones conectadas entre sí.
Primera: la ilusión de que “ver” equivale a “comprender” y de que cualquier acontecimiento, por abstracto que sea, debe obligatoriamente tener una parte visible que se pueda mostrar en televisión. Y ya vimos en una entrega anterior que las imágenes describen y muestran, pero no necesariamente demuestran.
Da la impresión de que el objetivo prioritario del espectador, lo que le produce verdadera satisfacción, no es comprender el alcance del acontecimiento, sino simplemente tener la fortuna de ver cómo sucede frente a sus ojos, en su cuarto de estar, sin tener que levantarse de su cómodo sillón.
Segunda: si lo importante es “ver”, es inevitable el énfasis en el sensacionalismo, que influye en dar prioridad a cuestiones incidentales sobre las básicas –en muchos casos, a la falta de análisis y documentación o a la simplificación– y que conducen, en el mejor de los casos, a la incomprensión, y casi siempre a la ignorancia e impide que la gente esté adecuadamente informada.
Tercera: si lo importante es “ver” y, sobre todo, ver algo espectacular, la forma de narrar las noticias está sometida a las reglas del entretenimiento más que a las de la rigurosa información. Y, en bastantes ocasiones, es similar a los programas de ficción.
Cuarta: porque la rápida sucesión de noticias breves y fragmentadas (unas veinte por telediario) produce un doble efecto negativo de sobreinformación y de desinformación. La forma en que se presenta la información en televisión no favorece una imagen global y estructurada de la realidad, ya que se suceden sin solución de continuidad todo tipo de noticias, originadas en los lugares más diversos del planeta, y referidas a temas heterogéneos. Y todo ello a un ritmo vertiginoso, que impide que una gran parte de los espectadores sean capaces de comprender y asimilar lo que están viendo.
El mismo presentador que acaba de narrar algún acontecimiento sangriento, al instante siguiente, con el mayor desenfado y una sonrisa en el rostro, nos presenta la moda del próximo otoño. De esta manera, los hechos pierden, en gran medida, el significado que tienen en cuanto que partes constituyentes de una estructura global: cada noticia se percibe en forma unitaria e inconexa con el resto de la información.
Quinta: los noticiarios televisivos no tienen como función básica facilitar el conocimiento sobre la realidad, sino generar estados de opinión favorables a los intereses de los propietarios de las emisoras de televisión.
En definitiva, informarse es una tarea ardua y el esfuerzo que conlleva es el precio que el ciudadano paga por el derecho a participar de manera inteligente en la vida democrática. Pretender que es posible informarse cómodamente y de forma pasiva no es más que uno de esos mitos contemporáneos, es confundir la sociedad informatizada real con una sociedad de la información que solo existe para los poderosos que pueden comprar la información realmente útil para sus propósitos.
JES JIMÉNEZ