La literatura es una manera de constatar el misterio de contradicción de nuestra existencia humana. En la paradoja hunden sus raíces las creaciones artísticas que, con diferentes denominaciones, se inspiran en el absurdo. Recuerdo cómo Thomas Mann, en La montaña mágica, afirma categóricamente “que la única manera sana y noble, la única manera sensata y religiosa de contemplar la muerte es considerarla y sentirla como parte integrante, como la sagrada condición sine qua non de la vida, y no separarla de ella mediante alguna entelequia, no verla como su antítesis y, menos aún, tratar de resistirse de manera antinatural, pues eso será justo lo contrario de lo sano, noble, sensato y religioso”.
Con estas palabras me limito a señalar brevemente las claves que justifican mi invitación para que lean, interpreten, valoren y disfruten con este relato de ficción que considero como una importante obra de literatura actual.
Con esta definición tan elemental resumo mi juicio sobre la original concepción de la novela en la que A. J. Mainé, mezclando hábilmente los recursos de los diferentes estilo literarios, crea una obra caracterizada por su intenso lirismo, por su hondo sentido humano y por su apasionado fervor por la palabra.
En esta novela penetra en el interior de sus sensaciones, de sus emociones y de sus pensamientos para dar rienda suelta a su sensibilidad, gracias a su dominio del lenguaje literario y, en especial, a su penetrante manera de mirar y de admirar para descubrirnos el alma de las cosas mediante su peculiar tratamiento de la metáfora, del paralelismo y, sobre todo, de la paradoja.
¿Dónde reside la clave de los valores literarios de este relato apasionado y delirante? En mi opinión, en tres rasgos fuertemente marcados: en primer lugar, en la intensidad y en el entusiasmo con los que el narrador y protagonista vive los sucesos cotidianos; en segundo lugar, en la riqueza y en la precisión léxicas de la prosa, y, en tercer lugar, en el generoso interés que nos despierta al hacernos partícipes de unas experiencias que, a pesar de ser insólitas, son verosímiles.
En esta novela A. J. Mainé nos muestra el profundo y el respetuoso amor que él siente por las palabras. Como ya puso de manifiesto en sus anteriores obras, las estudia con esmero, las analiza con rigor y las emplea con cariño.
Él parte del supuesto de que el dominio del arte de la escritura supone afición y oficio, y no duda en dedicar pacientemente sus tiempos y sus esfuerzos a pulir sus textos para alcanzar esa difícil sencillez que –como ocurre con los frutos más jugosos– son los resultados de un dilatado proceso de madurez.
No es extraño, por lo tanto, que en esta obra incluya una reflexión sobre la eficacia comunicativa e, incluso, “sobre la importancia de la cortesía verbal como principio regulador de la distancia entre los seres humanos cuando se comunican”.
Los episodios aquí narrados nos provocan una primera impresión de desconcierto por el choque que se establece entre los sentimientos vitales y, al mismo tiempo, mortíferos del protagonista, entre el silencio y la palabra, entre el amor y el odio, entre la luz y la oscuridad, entre la verdad y el engaño, entre la fortaleza y la debilidad, pero tengamos en cuenta que la vida humana es esencialmente paradójica porque se define por la muerte y la muerte tiene sentido por la vida.
Reconozcamos que la experiencia vital es inseparable de la idea de la muerte y que los episodios que nos provocan deseos en última instancia siempre están relacionados con la oposición entre la vida y la muerte.
Con estas palabras me limito a señalar brevemente las claves que justifican mi invitación para que lean, interpreten, valoren y disfruten con este relato de ficción que considero como una importante obra de literatura actual.
Con esta definición tan elemental resumo mi juicio sobre la original concepción de la novela en la que A. J. Mainé, mezclando hábilmente los recursos de los diferentes estilo literarios, crea una obra caracterizada por su intenso lirismo, por su hondo sentido humano y por su apasionado fervor por la palabra.
En esta novela penetra en el interior de sus sensaciones, de sus emociones y de sus pensamientos para dar rienda suelta a su sensibilidad, gracias a su dominio del lenguaje literario y, en especial, a su penetrante manera de mirar y de admirar para descubrirnos el alma de las cosas mediante su peculiar tratamiento de la metáfora, del paralelismo y, sobre todo, de la paradoja.
¿Dónde reside la clave de los valores literarios de este relato apasionado y delirante? En mi opinión, en tres rasgos fuertemente marcados: en primer lugar, en la intensidad y en el entusiasmo con los que el narrador y protagonista vive los sucesos cotidianos; en segundo lugar, en la riqueza y en la precisión léxicas de la prosa, y, en tercer lugar, en el generoso interés que nos despierta al hacernos partícipes de unas experiencias que, a pesar de ser insólitas, son verosímiles.
En esta novela A. J. Mainé nos muestra el profundo y el respetuoso amor que él siente por las palabras. Como ya puso de manifiesto en sus anteriores obras, las estudia con esmero, las analiza con rigor y las emplea con cariño.
Él parte del supuesto de que el dominio del arte de la escritura supone afición y oficio, y no duda en dedicar pacientemente sus tiempos y sus esfuerzos a pulir sus textos para alcanzar esa difícil sencillez que –como ocurre con los frutos más jugosos– son los resultados de un dilatado proceso de madurez.
No es extraño, por lo tanto, que en esta obra incluya una reflexión sobre la eficacia comunicativa e, incluso, “sobre la importancia de la cortesía verbal como principio regulador de la distancia entre los seres humanos cuando se comunican”.
Los episodios aquí narrados nos provocan una primera impresión de desconcierto por el choque que se establece entre los sentimientos vitales y, al mismo tiempo, mortíferos del protagonista, entre el silencio y la palabra, entre el amor y el odio, entre la luz y la oscuridad, entre la verdad y el engaño, entre la fortaleza y la debilidad, pero tengamos en cuenta que la vida humana es esencialmente paradójica porque se define por la muerte y la muerte tiene sentido por la vida.
Reconozcamos que la experiencia vital es inseparable de la idea de la muerte y que los episodios que nos provocan deseos en última instancia siempre están relacionados con la oposición entre la vida y la muerte.
JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO