En una encuesta realizada recientemente en el Club de Letras, la mayoría de los miembros ha votado la palabra “amor” como la más bella del castellano. A la ganadora le siguen, en este orden, “libertad”, “paz”, “vida”, “azahar”, “esperanza”, “madre”, “mamá”, “amistad” y “libélula”. Apoyan las diferentes elecciones en sus efectos acústicos agradables, en la importancia de sus significados o en la intensidad de sus ecos emotivos.
Me ha llamado poderosamente la atención la escasa puntuación que ha alcanzado una palabra que, en mi opinión, reúne importantes valores lingüísticos, psicológicos y sociales. Me refiero al término “gracia”.
Si nos fijamos en su pronunciación, podemos afirmar que, sola o enlazada con otras voces, es una palabra “biensonante” para quien la pronuncia y, sobre todo, para el que la escucha. Fíjense, por ejemplo, en “gracias”, “muchas gracias”, “le doy las gracias” o “qué gracia tienes”.
“Gracia”, además, es un nombre que posee unos amplios, variados y ricos significados: con él, los creyentes se refieren al don sobrenatural que hace que los seres humanos se conviertan en hijos de Dios, y, con esa misma palabra, todos designamos las operaciones más gratificantes y más placenteras de la vida humana: nos sirve para denominar los regalos, la gratitud y el humor. En sus tres sentidos, es una de las expresiones que más contribuyen a nuestro bienestar personal, familiar y social
Regalar –ofrecer un objeto de manera “gratis y graciosa”– es uno de los gestos más elocuentes de reconocimiento y de amistad a otra persona; es una muestra espontánea de simpatía, de cariño y, en cierta medida, de entrega; es un lenguaje que establece o enriquece la relación humana, la conexión emocional y la comunicación personal.
Cuando damos un obsequio expresamos nuestro aprecio, transmitimos nuestra estima y el reconocimiento del valor que otorgamos a su destinatario. Mediante el regalo –a través de la gracia– nos hacemos presentes en la vida de las personas a las que queremos. Un buen obsequio une porque su valor es más relacional que transaccional.
“Dar las gracias” es, a mi juicio, la función más bella, más beneficiosa y más gratificante del lenguaje humano: revela la grandeza y la calidad humana de la persona que la expresa y constituye la respuesta más bella, más liberadora y más generosa a los dones recibidos.
La gratitud –uno de los sentimientos más profundos y más nobles– es el arte de saborear y expandir la vida con agrado, aumenta la amistad, incrementa la alegría y franquea las puertas del infinito: abre las ventanas por las que penetra el aire que purifica la atmósfera entre el tú y el yo, y por las que, recíprocamente, podemos contemplar la belleza, la sabiduría, la alegría y, sobre todo, el amor.
“Poseer gracia” es estar dotado de una facultad –de una herramienta– que aumenta las fuerzas de nuestras manos para edificar mundos más confortables, más bellos e inmunes al desaliento. La gracia puede curar o, al menos, calmar los dolores del cuerpo y aliviar los sufrimientos del espíritu.
La gracia constituye, a veces, un rayo divino que nos descubre el mundo en su ambigüedad y al hombre en su profunda ignorancia; es la embriaguez de la relatividad de las cosas humanas, el extraño placer que proviene de la certeza de nuestra radical pobreza e ineptitud.
Me ha llamado poderosamente la atención la escasa puntuación que ha alcanzado una palabra que, en mi opinión, reúne importantes valores lingüísticos, psicológicos y sociales. Me refiero al término “gracia”.
Si nos fijamos en su pronunciación, podemos afirmar que, sola o enlazada con otras voces, es una palabra “biensonante” para quien la pronuncia y, sobre todo, para el que la escucha. Fíjense, por ejemplo, en “gracias”, “muchas gracias”, “le doy las gracias” o “qué gracia tienes”.
“Gracia”, además, es un nombre que posee unos amplios, variados y ricos significados: con él, los creyentes se refieren al don sobrenatural que hace que los seres humanos se conviertan en hijos de Dios, y, con esa misma palabra, todos designamos las operaciones más gratificantes y más placenteras de la vida humana: nos sirve para denominar los regalos, la gratitud y el humor. En sus tres sentidos, es una de las expresiones que más contribuyen a nuestro bienestar personal, familiar y social
Regalar –ofrecer un objeto de manera “gratis y graciosa”– es uno de los gestos más elocuentes de reconocimiento y de amistad a otra persona; es una muestra espontánea de simpatía, de cariño y, en cierta medida, de entrega; es un lenguaje que establece o enriquece la relación humana, la conexión emocional y la comunicación personal.
Cuando damos un obsequio expresamos nuestro aprecio, transmitimos nuestra estima y el reconocimiento del valor que otorgamos a su destinatario. Mediante el regalo –a través de la gracia– nos hacemos presentes en la vida de las personas a las que queremos. Un buen obsequio une porque su valor es más relacional que transaccional.
“Dar las gracias” es, a mi juicio, la función más bella, más beneficiosa y más gratificante del lenguaje humano: revela la grandeza y la calidad humana de la persona que la expresa y constituye la respuesta más bella, más liberadora y más generosa a los dones recibidos.
La gratitud –uno de los sentimientos más profundos y más nobles– es el arte de saborear y expandir la vida con agrado, aumenta la amistad, incrementa la alegría y franquea las puertas del infinito: abre las ventanas por las que penetra el aire que purifica la atmósfera entre el tú y el yo, y por las que, recíprocamente, podemos contemplar la belleza, la sabiduría, la alegría y, sobre todo, el amor.
“Poseer gracia” es estar dotado de una facultad –de una herramienta– que aumenta las fuerzas de nuestras manos para edificar mundos más confortables, más bellos e inmunes al desaliento. La gracia puede curar o, al menos, calmar los dolores del cuerpo y aliviar los sufrimientos del espíritu.
La gracia constituye, a veces, un rayo divino que nos descubre el mundo en su ambigüedad y al hombre en su profunda ignorancia; es la embriaguez de la relatividad de las cosas humanas, el extraño placer que proviene de la certeza de nuestra radical pobreza e ineptitud.
JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO