Es fácil criticar a los partidos conservadores, llamados ‘de derecha’ según los convencionalismos de la jerga político-social. Incluso en democracia, la derecha es autoritaria, centralista, tiende a la corrupción por exceso de autoridad y falta de medidas de vigilancia, es religiosa hasta la hipocresía y suele desear lo contrario de lo que requiere el común de la población.
Sin embargo, eso ya lo sabemos. No me faltan textos publicados en los tiempos de Rajoy en los que no critique estas taras. Meterse con la mal llamada ‘derecha’ es fácil. En especial, cuando tienes ideas progresistas. Mucho más valor, agudeza y sentido común requiere evaluar y criticar a aquellos que, en teoría, comparten trinchera contigo. En especial, cuando estás, o te hacen creer que estás en medio de un conflicto.
Aristóteles afirmó que aquellos que cometen injusticias lo hacen porque piensan que “han de quedar ocultos”, o bien, que no sufrirán proceso y que, si lo sufrieran, no tendrían pena o que podría ser mínima. Quizá por ello, el ‘Gobierno progresista’ esté cometiendo tantas.
El tándem Pedro Sánchez-Iván Redondo ha conmocionado a la izquierda española, si es que eso existe. Llamó y sigue llamando al progresismo español a una cruzada contra el supuesto fascismo, esgrimiendo argumentos cambiantes, según las necesidades de su voluntad de poder.
Los que se llaman progresistas ya no están solo obligados a serlo, sino que tienen que demostrarlo, mutando el progresismo de ideología o mentalidad a identidad. Ya no basta con ser progresista: tienes que ser antifascista. Y fascista es todo aquel que no se involucre en la cruzada. Los tibios son los peores.
Lo cierto es que los mal autodenominados ‘progresistas’ están teniendo que hacer la vista gorda ante demasiadas cosas. La defensa de la monarquía; la ausencia de regulación en el precio del alquiler; la falta de veracidad de los datos oficiales; la corrupción del PSOE andaluz; el autoritarismo dentro de los partidos ‘progresistas’; la gestión politizada de la pandemia; el ataque continuo a la libertad de información; el malgasto de dinero público; el debilitamiento del Estado del Bienestar; las mentiras descaradas y los “temazos”; el encarecimiento de los bienes de primera necesidad; el empobrecimiento del sistema educativo… Demasiados hechos que callar, que ignorar…
Es muy fácil atacar la corrupción de la derecha, el recorte de libertades que sufrimos en tiempos de Rajoy, el austericidio… Pero lo cierto es que Sánchez, con pandemia o sin ella, ha recortado más derechos y empeorado más la vida de la población que los gobiernos de Aznar y Rajoy juntos.
El equipo Sánchez-Redondo sigue llamando a la cruzada. La población demuestra lo progre que es compartiendo noticias y opiniones, no siempre verdaderas, para recordarnos a diario dos cosas: lo progresistas que son y lo malos que son los de enfrente. La crítica a las propias filas es una herejía imperdonable.
Y parte de la población, poco capacitada, se alía con el enemigo, los partidos de “extrema necesidad”, incluso sin estar de acuerdo con toda su ideología. Pero en la guerra hay que posicionarse. Y la cruzada es una guerra de identidades. Como diría Juan Soto Ivars, esto es la catalanización de España.
La subida de la tarifa de la luz es un crimen en tiempos de pandemia. Un escándalo. FACUA-Consumidores en Acción ha solicitado la intervención de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia y denuncia que el recibo mensual del usuario medio se ha disparado un 42 por ciento interanual en los siete primeros días de junio. Una barbaridad.
Sin embargo, este atentado contra la población no ha tenido ni una cuarta parte de la contestación social que tuvo proceso del rapero supremacista Pablo Hasél. De nuevo, el equipo Sánchez-Redondo ha utilizado la cortina de humo de los presos catalanes, un guante que tanto el Partido Popular como Vox y Ciudadanos han tomado con placer.
El mensaje progresista se ha pervertido hasta tal punto, que hasta los ministros del Gobierno se unen a manifestaciones dirigidas contra ellos mismos. Sin embargo, el llamamiento a la cruzada sigue teniendo sus efectos. Los pseudoprogresistas callan, disculpan o defienden las medidas del Gobierno que atentan contra sus propios principios, dando armas a una derecha que no debería tener ninguna.
Afirmaba Michel de Montaigne: “Si como la verdad, la mentira no tuviera más que una cara, estaríamos mejor dispuestos para conocer aquélla, pues tomaríamos por cierto lo opuesto a lo que dijera el embustero; mas el reverso de la verdad reviste cien mil figuras y se extiende por un campo indefinido”. La verdad a medias –o la mentira a medias– ha sido, durante años, la herramienta de manipulación de los dos extremos políticos y de los supremacistas vascos y catalanes.
El tándem Sánchez-Redondo ha convertido esas “cien mil figuras” en piedra angular de su estrategia comunicativa, para desesperación de aquellos que quieren ver progresar el país, que quieren estar en el lado correcto de la trinchera, pero que no pueden evitar discrepar ante tanta manipulación.
Y ante cualquier duda o quebranto, solo es necesario echarle la culpa a Franco o sacar el argumento del feminismo. Como si el feminismo fuera “una, grande y libre”, los popes –y sí, estoy usando el masculino–, hacen uso de ello cada vez que se encuentran en un apuro. Lo hace Sánchez a diario, así como lo hacía Iglesias hasta que se volvió contra él. Lo último, el “temazo” de Carmen Calvo. La división ideológica ya ha llegado al Gobierno por la cuestión de la transexualidad y es cuestión de tiempo que se visualice en más aspectos.
“¡Qué fácil nos resulta rechazar y desterrar cualquier idea que moleste o importune nuestra alma, para sentirnos tranquilos!”, meditó en su día Marco Aurelio. Es cierto. ¡Cuántas cosas tiene que ignorar el progresista español para no ser tachado de facha, machista… o hereje! El valor para denunciar y combatir la injusticia empieza en el discurso, que ya es acción. Y para ello, hay que acabar con la cruzada y la agitación propagandística continua en la que vivimos.
Haereticus dixit.
RAFAEL SOTO ESCOBAR