Pocos libros son más de mi gusto que Crónicas marcianas, de Ray Bradbury. Hace años que lo leí y admito que, junto a La peste de Albert Camus, ha sido una de las obras literarias sobre las que más he reflexionado durante la pandemia.
La obra es un conjunto bien hilado de relatos cortos. Narra la llegada de los humanos a Marte y su colonización, a la que no le falta un sentido crítico. Durante los diferentes relatos, podemos encontrar algunos con cierto aire a western o, incluso, algún texto con claras referencias a Edgar Allan Poe. Sin embargo, para mi gusto, los relatos más interesantes son los que relatan la partida de los humanos.
Conforme a la cronología de la obra, en noviembre de 2005, se produce un hecho decisivo. Los últimos marcianos dan aviso a un vendedor de comida ambulante de que algo va a ocurrir esa noche y le otorgan un acta de concesión de más de cien mil kilómetros cuadrados de territorio. Porque aquella iba a ser la Gran Noche –no, no había concierto de Raphael–.
Los últimos marcianos no pudieron escoger una mejor venganza. Sobre las nueve de la noche, el vendedor, su mujer y casi todos los humanos que habitaban Marte contemplaron estupefactos el inicio de la guerra nuclear y la destrucción de parte del planeta Tierra. Ellos habían intentado vivir sin aquel planeta: “Pero ahora, esta noche, se levantaban los muertos, la Tierra volvía a poblarse, la memoria despertaba, miles de nombres venían a los labios. ¿Qué haría Fulano esa noche en la Tierra? ¿Y Zutano o Mengano?”.
En cuanto se produjo el desastre, lo primero que hicieron los colonos fue pensar en sus familiares y amigos. La Tierra hizo un llamamiento para que los humanos volvieran y, lo más curioso, es que casi todos lo hicieron.
Cuando leí esta parte del libro, admito que sentí cierto escepticismo, casi condescendencia. Me pareció un giro romántico por parte del autor. Cuando lo leí en su día, despertaba con noticias diarias sobre el drama de los refugiados sirios. En la vida real, las personas tienden a huir de la guerra, no a meterse en ella de cabeza. Eso pensé.
Sin embargo, en plena pandemia, las personas tendieron a juntarse, a visitar a sus personas queridas, cuando no convivir con ellas. Lo lógico hubiera sido tender al aislamiento social, y el hecho es que es algo que solo se consiguió con amenazas y con la buena disposición de muchos ciudadanos.
Con los años, me doy cuenta de la agudeza de Bradbury, que publicó el libro con apenas 30 años, tras haber pasado una guerra mundial, y en medio de la Guerra Fría. Cuando hay una amenaza, la gente tiende a unirse a los suyos, aunque sea arriesgado. Es difícil mantenerse al margen.
Por eso, en el libro, los terrestres vuelven con los suyos, a pesar de la amenaza. Muchos no salen de un país en guerra, en efecto, por la familia o el entorno. Y muchos otros que sí buscan refugio, lo hacen con los familiares a cuestas.
Puede que sea una idea romántica, pero creo que vale la reflexión. Da igual el modelo de familia, al final, ni todo el individualismo, ni todo el narcisismo propio de la sociedad postindustrial pueden combatir los instintos más primarios.
Aunque hay de todo, la mayoría de las personas demostraron una actitud gregaria durante la pandemia. Para los que no podíamos reunirnos con los nuestros, nada era más duro que el aislamiento. Sabiendo, como sabíamos, que era arriesgado y que lo más lógico y racional era quedarse en casa.
Sin pretender parecer ahora un provida, entre tanto pseudoprogresismo y patriotismo de pandereta, quizá sea buen momento para hablar de la familia, con independencia de su modelo.
Es tiempo de reflexionar sobre la necesidad que tenemos de la familia, sobre cómo seguir cumpliendo el derecho de las personas y el deber constitucional del Estado de protegerla, y de reevaluar las medidas sociales vinculadas con la conciliación, la protección de la infancia y la adolescencia y, sobre todo, la protección de las personas mayores, las grandes víctimas de este desastre.
Quizá va siendo hora de centrarse en lo que de verdad importa.
Haereticus dixit.
La obra es un conjunto bien hilado de relatos cortos. Narra la llegada de los humanos a Marte y su colonización, a la que no le falta un sentido crítico. Durante los diferentes relatos, podemos encontrar algunos con cierto aire a western o, incluso, algún texto con claras referencias a Edgar Allan Poe. Sin embargo, para mi gusto, los relatos más interesantes son los que relatan la partida de los humanos.
Conforme a la cronología de la obra, en noviembre de 2005, se produce un hecho decisivo. Los últimos marcianos dan aviso a un vendedor de comida ambulante de que algo va a ocurrir esa noche y le otorgan un acta de concesión de más de cien mil kilómetros cuadrados de territorio. Porque aquella iba a ser la Gran Noche –no, no había concierto de Raphael–.
Los últimos marcianos no pudieron escoger una mejor venganza. Sobre las nueve de la noche, el vendedor, su mujer y casi todos los humanos que habitaban Marte contemplaron estupefactos el inicio de la guerra nuclear y la destrucción de parte del planeta Tierra. Ellos habían intentado vivir sin aquel planeta: “Pero ahora, esta noche, se levantaban los muertos, la Tierra volvía a poblarse, la memoria despertaba, miles de nombres venían a los labios. ¿Qué haría Fulano esa noche en la Tierra? ¿Y Zutano o Mengano?”.
En cuanto se produjo el desastre, lo primero que hicieron los colonos fue pensar en sus familiares y amigos. La Tierra hizo un llamamiento para que los humanos volvieran y, lo más curioso, es que casi todos lo hicieron.
Cuando leí esta parte del libro, admito que sentí cierto escepticismo, casi condescendencia. Me pareció un giro romántico por parte del autor. Cuando lo leí en su día, despertaba con noticias diarias sobre el drama de los refugiados sirios. En la vida real, las personas tienden a huir de la guerra, no a meterse en ella de cabeza. Eso pensé.
Sin embargo, en plena pandemia, las personas tendieron a juntarse, a visitar a sus personas queridas, cuando no convivir con ellas. Lo lógico hubiera sido tender al aislamiento social, y el hecho es que es algo que solo se consiguió con amenazas y con la buena disposición de muchos ciudadanos.
Con los años, me doy cuenta de la agudeza de Bradbury, que publicó el libro con apenas 30 años, tras haber pasado una guerra mundial, y en medio de la Guerra Fría. Cuando hay una amenaza, la gente tiende a unirse a los suyos, aunque sea arriesgado. Es difícil mantenerse al margen.
Por eso, en el libro, los terrestres vuelven con los suyos, a pesar de la amenaza. Muchos no salen de un país en guerra, en efecto, por la familia o el entorno. Y muchos otros que sí buscan refugio, lo hacen con los familiares a cuestas.
Puede que sea una idea romántica, pero creo que vale la reflexión. Da igual el modelo de familia, al final, ni todo el individualismo, ni todo el narcisismo propio de la sociedad postindustrial pueden combatir los instintos más primarios.
Aunque hay de todo, la mayoría de las personas demostraron una actitud gregaria durante la pandemia. Para los que no podíamos reunirnos con los nuestros, nada era más duro que el aislamiento. Sabiendo, como sabíamos, que era arriesgado y que lo más lógico y racional era quedarse en casa.
Sin pretender parecer ahora un provida, entre tanto pseudoprogresismo y patriotismo de pandereta, quizá sea buen momento para hablar de la familia, con independencia de su modelo.
Es tiempo de reflexionar sobre la necesidad que tenemos de la familia, sobre cómo seguir cumpliendo el derecho de las personas y el deber constitucional del Estado de protegerla, y de reevaluar las medidas sociales vinculadas con la conciliación, la protección de la infancia y la adolescencia y, sobre todo, la protección de las personas mayores, las grandes víctimas de este desastre.
Quizá va siendo hora de centrarse en lo que de verdad importa.
Haereticus dixit.
RAFAEL SOTO