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Antonio López Hidalgo | Los años que se van

Llevaba ya años que no se reconocía en ningún libro. Había despedazado tantas páginas huyendo de la vulgaridad, y buscando un mundo propio donde refugiarse, que le parecía un empeño baldío pretender sucumbir a una magia inexistente. No hay donde indagar, se decía, asumiendo la certeza equivocada de que el mundo que siempre se abrió a sus ojos se tornaba repetitivo y aburrido, absurdo o inconsistente. Daba igual. Se había acostumbrado a leer por leer, sin otra pretensión que evadirse de los días que giraban a su alrededor sin que el aire se moviera.


Un día, hojeando el libro Un instante eterno, de Pascal Bruckner, traducción del francés de Jenaro Talens, visualizó una frase que le desestabilizó las entendederas y a punto estuvo de tirarlo al suelo desde el sillón donde retozaba aquella mañana de domingo. Decía así: “Quédate con este engaño fundamental: lo que la vida y la tecnología han prolongado no es la vida, sino la vejez”.

No logró apartar la mirada de sus páginas hasta que otra frase con igual acierto le pareció una broma de peor gusto, si eso fuera posible: “¡en Alemania y Japón se venden más pañales para ancianos que para bebés!”. Después se quedó quieto (o paralizado) al descifrar la interpretación del autor: “No añadamos a la desgracia del envejecimiento el absurdo de negar su tristeza o de prometer su abolición”.

Supo en ese mismo instante que ese día no dormiría ni comería. Se le había cerrado el estómago. Eso se decía. Fue derecho al frigorífico y se bebió media cerveza helada de un solo trago. Miró por la ventana un día apacible, lleno de sol. Los perros ladraban sin razón y las parejas volvían a besarse paseando por el boulevard o sentadas en las terrazas. El mundo era como antes. Pero él no, pensaba.

Pensaba que la vida se le estaba yendo y nada podía hacer a tal efecto. La década de los sesenta es una mala década, pronosticaba en sus adentros. Unas semanas atrás, sentado a la barra de un bar, una camarera joven y seductora, de ojos titilantes, quiso ser correcta con el parroquiano: “Señor, ¿desea usted tomar algo?”. Respondió mecánicamente: “Sí, un vino, por favor”.

Le dolió la distancia que ella había abierto incluso antes de conocerse. Claro. Le duplicaba la edad. Bebió a pequeños sorbos mirándose adentro de él mismo y comiéndose sus propias vísceras, con la conciencia de la futilidad de la vida.

Después en casa, fue anotando en un bloc los síntomas que dan forma a la vejez: rigidez articular, disminución de masa ósea y muscular, incontinencia renal, disminución de la agudeza visual y auditiva. Y las arrugas, por supuesto. El cansancio. Sí, andar molido todo el santo día. Sufrir las resacas como la peor paliza nunca sufrida. Y ser invisible para las mujeres, claro.

Se dio cuenta de que todos los amigos comenzaban a madrugar, y no para que el día les fuera más provechoso, sino porque ya empezaban a dar vueltas en la cama sin conciliar el sueño, y que las noches de algarabía se habían reducido a dos momentos inescrutables perdidos en la memoria.

A veces, pensaba en lo volátil que es la vida, en cómo habían transcurrido los días a su lado sin poder detener su paso, sin querer aminorarlo o pretender acelerarlo. Miraba las fotografías de otros años, donde el tiempo congelado le devolvía una sonrisa necesaria y un respiro para un mal día.

Supo de golpe, aunque tampoco le pilló por sorpresa, que la vida todavía estaba ahí, pero que ya pisaba las baldosas de la vejez. Había entrado en el último tramo de su existencia. Cuando tomó conciencia del momento, no le dolió demasiado. Aceptó que aquellos otros días de una felicidad ya consumida habían valido la pena. Y que solo su recuerdo ayudaría a adelgazar las horas gordas del deterioro que ya vislumbraba.

Hizo una sola llamada desde el móvil. Breve y definitiva. Descifró las dudas principales y la vida volvió a parecerle todavía bella y acogedora. Proyectó un viaje, allí donde ella siempre le esperó. Pensó que igual no volvería por aquí. Y no le preocupó en absoluto.

Tal vez ahora, pensó, adonde voy es donde siempre hube de haber estado. Tampoco dejó que la duda se lo comiera. Supo que, también ya viejo, se puede acceder al amor sin que, necesariamente, haya que hacerlo por la puerta trasera.

Y que en esa serenidad que dan los años, aunque nos pese, pensó, hay una belleza tan sutil que, si no la atrapas al instante, se te va como una mota de hilo en el aire, hacia donde nunca más la encontrarás. Porque el aire y el viento, más allá, donde se funden, son una misma cosa: la sensación que deja haber dejado pasar las horas sin haberlas podido atrapar para siempre en tus propias manos.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
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